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Montañismo y Exploración
ESTE LADO DE LA SIERRA
15 septiembre 2001

El camino real se pierde bajo el agua cuando pasa por las cañadas. Los árboles que nos rodean son azotados por ramalazos de viento cargado por gotas cada vez mayores. Entonces comienzan a caer los mangos, los limones, los aguacates…







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Las nubes se dejan arrastrar a las profundidades desde una altura de cientos de metros y comienzan por tapar las cimas de los riscos altos y rojos. "Viene la lluvia", y la gente se guarda en sus casas sin miedo, esperando otra vez el fenómeno natural al que están tan impuestos. Caen gotas menudas y persistentes como jejenes, goterones que temen hacer ruido en ese lugar majestuoso. Pero, como siempre, la sonoridad se hace mayor con ese silencio y cada gota parece tener un eco por todos lados. Las parvadas de pericos o las auras solitarias que navegan el aire durante el día se han ocultado y de paisaje sólo queda a los ojos un hilillo de agua que comienza a escurrir de un risco alto porque en la "cumbre" ya está lloviendo desde hace rato. La sierra se ha echado encima las mantas mojadas de la bruma. El hilillo se transforma en torrente y arrastra consigo piedras... El camino real se pierde bajo el agua cuando pasa por las cañadas. Los árboles que nos rodean son azotados por ramalazos de viento cargado por gotas cada vez mayores. Entonces comienzan a caer los mangos, los limones, los aguacates...



LA OTRA SIERRA

"El camino es malo y muy estrecho. Cuando alguien va a subir tiene que gritar hacia lo alto para ver si no baja otro porque no caben en el mismo sitio: ahí, donde se para uno, no se pueden parar dos. Si le contestan, tiene que esperar hasta que pase. Así de pequeño es."

Llegar a la Cumbre de Huérachi desde Guachochi fue fácil porque hasta allí llegan caminos para vehículos. Pero en adelante todo sería por camino real, ése que nos habían dicho que era muy, pero muy estrecho pero que no era más que uno de los muchos que, serpenteando entre los riscos, unen este lado de la sierra con el otro. O, como dicen quienes viven ahí, "esta sierra con la otra". Hacia el sur se extiende un conjunto orográfico impresionante que pareciera ser independiente. Tan importante es la barranca.

Como todo camino de su tipo, éste estaba lleno de piedras y huellas de mulas, reptiles y cantos de aves volando sobre los espacios de la barranca de Huérachi, espacios abiertos como sólo en el noroeste de México los hay. Sin mucho trabajo, los ojos también se topan con iridiscentes escarabajos peloteros que envuelven sus huevecillos en el excremento de los animales de carga y que a eso de la una de la tarde parecen entrar en un estado cataléptico imposible de romper. A esa hora el camino parece fosforecer en puntos de diferentes colores, todos juntos en uno solo. Y no hay peligro, por grande que éste sea, que los haga reaccionar. Un par de horas después, vuelven a la vida.

Bajamos poco a poco evitando piedras, rodeando rocas gigantescas y evitando pisar a los escarabajos, culebreando con el camino. Caminar por ahí es cansado, difícil también. Se cansan los tobillos, las rodillas, las plantas de los pies y, finalmente, las piernas. Detenerse a descansar y deslizar la vista de arriba abajo para admirar los escarpes de la Sierra Madre Occidental es todo uno. Con la vista como agua de cascada que no se detiene sino hasta tocar fondo, uno siente que falta tiempo o que éste se detiene; o más simple aún: que no existe. Paredes color rojo de atardecer perenne, crepúsculo inmortal labrado en la roca, peñas que se lanzan en pos del cielo para arañarlo.

Los caminos se unen una y otra vez: un camino que baja de aquella ranchería postrada sobre una pequeña terraza donde la gente hizo su sementera, amasó el maíz para sus tortillas y parió sus hijos; otro que sube a otras rancherías o hasta Ciénega Prieta, en ocasiones desviándose a grandes cuevas que sirven de corrales para borregos o para las mismas mulas que al menos dos veces por semana hacen este recorrido. Y en medio de todos ellos, el camino real, el camino de herradura por el que ahora bajamos.



TIERRA DE MANGOS

Tras horas de descenso continuo llegamos a Pericos, una pequeña ranchería donde decidimos quedarnos porque era el primer lugar donde encontramos mangos. Esa tarde cayó el aguacero y parecía que era un nuevo diluvio. Óscar y Juan, mis dos compañeros, jamás habían visto una tormenta como esas; yo, pocas veces. Un señor que estaba en el poblado de Huérachi, al fondo de la barranca, e iba de camino a Pericos, tuvo que regresar al fondo porque los caminos estaban llenos de agua y ni la mula podía pasar por ese torrente embravecido.

Naturaleza pura y nada más. La sierra parecía estar lavando todos sus rincones porque al otro día era completamente diferente: cada piedra de los caminos había cambiado de lugar, cada planta había dejado hojas que fueron arrastradas por las corrientes, cada gota de agua seguía escurriendo hacia abajo, hacia el lejano mar. El mediodía nos sorprendió junto a ese río —la primera fuente del Río Fuerte— que en algunas partes no podría ser navegable por la furia con que el agua estalla en los grandes macizos rocosos que tiene por el medio.

Nos bañamos en un arroyo de agua cristalina donde sorprendimos algunas truchas que subían del río a la pequeña corriente, pese a las cascadas. Y luego, el festín obligado: mangos, todos los mangos que quisiéramos, los mangos de la temporada que son subidos a lomo de bestia hasta Guachochi para venderse en cantidad de tres o cuatro toneladas en una sola temporada, solamente por Huérachi y tomando en cuenta que más de la mitad es aprovechada por la gente y los animales o simplemente se echa a perder. Es la tierra del tiempo detenido donde ninguna máquina superará al burro o a la mula.

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