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Montañismo y Exploración
EL RIO OTEROS, CHIHUAHUA

…aún sin esas paredes, caminar era algo cansado porque eran rocas y más rocas las que había que brincar, sortear o usar como trampolín. A veces, tramos de arena, pero eran más cansados porque los pies se hundían y el avance era más lento. Así que de roca en roca, para evitar la arena, íbamos de tramo en tramo, buscando el mejor paso, a veces en la orilla izquierda, a veces en la derecha.







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Don Efraín pasó por nosotros a las seis de la mañana y fuimos a tomar café a su casa. Nuevamente sentí lo maravilloso que es abandonar la bolsa de dormir, salir de la habitación cálida donde dormimos, adentrarse en el frío del amanecer y caminar por las calles solitarias del pueblo, escuchar los gallos, llegar a una casa con fogón caliente y tomar una taza de café con una buena plática. La exploración era un hecho y no un sueño. Era el inicio de una exploración.

Uruachi, en la Sierra Tarahumara, lo conocí en 1985, cuando recorrimos toda la sierra de sur a norte a lo largo de dos meses y medio. Ahora, al ver la presidencia municipal vacía, recuerdo detalles que había escondido en un cajón de la memoria: los bautizos de los niños que llegaban, la boda en la que serví de testigo porque faltaba uno, el doctor del pueblo con su poema "En Uruachi pasan cosas" y el encuentro con la mentalidad ampliamente rural de Uruachi.

Las cosas han cambiado. Se habla del camino mejorado, de las fuentes de trabajo que el turismo puede crear... y se sigue hablando de la "Sierpe": "Vayan, pero eviten todas las pozas profundas porque ahí vive la Sierpe", nos habían dicho hace doce años y ahora lo escuchaba de nuevo. La Sierpe... Leyenda de toda la sierra, La Sierpe casi toma forma palpable en Uruachi y la barranca de Oteros, tan palpable como el temor. Como se teme al frío del amanecer sin lumbre, sin café. "Se ha llevado a muchachas y niños, ahoga a hombres y se desaparecen muchas personas y nadie sabe de ellas".

Pero nosotros íbamos a explorar el río Oteros para saber si realmente era navegable y regresar después a recorrerlo, cuando la temporada de lluvias hubiera pasado. Así de sencillo: debíamos revisar todas las pozas, todos los charcos, todas las caídas de agua para saber si podía pasar una balsa, un kayak, si se podían hacer campamentos. Por supuesto, nuestro guía siempre permanecía lejos de esos sitios. Nos veía nadar en algunos lugares y sólo decía que éramos muy valientes. Pero para él, sólo habíamos tenido suerte porque la "Sierpe" no estaba ahí en ese momento. Seguramente se habría ido a otro charco momentos antes.

Caminar al lado del río (o dentro de él, cuando no teníamos otro remedio) era cosa difícil. Las paredes de la barranca a veces se volvían verticales y no dejaban un solo vado. Y como las pozas eran profundas y el miedo a la Sierpe era más hondo todavía, escalábamos por las paredes y bajábamos después de rato. Pasábamos entonces por sitios realmente vertiginosos: caminos de tarahumares que brincan de piedra en piedra a la velocidad que dan sus piernas ágiles y que (seguramente) también creen en la Sierpe.

Pero aún sin esas paredes, caminar era algo cansado porque eran rocas y más rocas las que había que brincar, sortear o usar como trampolín. A veces, tramos de arena, pero eran más cansados porque los pies se hundían y el avance era más lento. Así que de roca en roca, para evitar la arena, íbamos de tramo en tramo, buscando el mejor paso, a veces en la orilla izquierda, a veces en la derecha. La mayoría del tiempo íbamos en el centro, con los pies metidos en el agua del río y buscando cada cascada.

El segundo día llegamos a un paraje llamado Güenoyachi. Ahí había antes un pueblo tarahumar. Ahora sólo hay tres casas donde se establecen temporalmente algunos tarahumares. Viven del maíz, del frijol y del plátano. Sólo eso tienen pero esa es su tierra. Y justo ahí, frente a un gran platanar, estaba el paso más difícil: uno tras otro, se sucedían saltos pequeños que siempre terminaban en grandes rocas o bajo enormes peñascos donde el agua pasaba y se tornaba un remolino. Era el punto más difícil de todo el río, nos dijeron. En adelante, todo se volvía más tranquilo. Les creí.

Por la noche, mientras esperábamos que la cena estuviera lista, escribí en mi bitácora:

"La noche hoy es tranquila, apacible, bella. La luna —en creciente— ilumina más, cada vez más, todo este pedregal por el que andamos. Piedras negras, rojas, rosas y blancas. Todo piedra y agua. Las plantas y los animales, lejos del agua. Pegado al murmullo del agua, los cantos de los sapos, los chirridos de las chicharras, el golpeteo de la luz de la luna sobre cada cosa quieta o movible.

"Sonido. Silencio. El mundo en la Sierra Madre es eso y nada más que eso. O mejor: son sonidos cosidos en el silencio de siempre."

"Anoche dormí tranquilamente el cansancio de la sierra. Cuando hacía la anotación de ayer, mis compañeros ya estaban dormidos. Incluso el perro canoso y rabón, que fue el primero en acostarse cuando vio que no nos íbamos a mover más del sitio donde se dejó caer. Y ahora, mientras escribo esto, el buen "Lobo" está a mi lado izquierdo, respirando profundamente y casi diría que roncando."

"No pude evitarlo. Tener a un mestizo y a un tarahumar como guías al mismo tiempo era tener frente a los ojos dos mundos diferentes. Mientras estuvo con nosotros solamente, Nicolás se mostró reservado, pero cuando apareció el tarahumar, su postura cambió: se hizo altamente dominante y hablaba al indio de tú. Lo he visto antes en la sierra y en otros lados y aunque lo vuelvo a presenciar no deja de parecerme curioso el choque: el conquistador y el que no se deja conquistar. Porque quien en realidad tenía dominada la situación fue —siempre— el tarahumar."

"Los sonidos durante el día son los mismos que por la noche. Sólo son más recios. Ahora hay un escándalo de rayos de sol golpeando las rocas que han tomado forma sin la oscuridad, que parecen gemir de tanto sol. El río... el río se desliza como siempre. Hay rápidos pequeños que van a su velocidad sin detenerse, como el andar de un tarahumar. Justo así es como andan, fluidos, líquidos."

Regresamos a Uruachi seis días después, con "Lobo" siguiendo mi mano muy de cerca porque llevaba carne seca que le iba dando para que no se desviara del camino que seguíamos. Ya una vez habíamos perdido mucho tiempo en esperarlo y hasta Nicolás se había decidido a dejar que regresara por su cuenta al rancho porque no podía bajar de donde estaba y cuando nos hubimos alejado bastante, escuchamos un sonido seco de algo que caía al agua: "Lobo" se había aventado para seguirnos y momentos después estaba con nosotros. Pero tuvimos que soportar los rayos del sol. Por eso caminaba con nosotros.

Habíamos hecho la exploración de la parte más difícil de la barranca de Oteros y el resultado era uno: el río era navegable. Uruachi, Oteros y la Sierpe, nos verán regresar después, con todo el equipo para un descenso en forma. Y navegaremos esos 140 kilómetros que nos separaban de un pueblo importante en la sierra: Chínipas, el lugar por donde los europeos comenzaron a poblar la Sierra Tarahumara, lo que llamaron la "Alta Tarahumara". Hasta allá nos llevará el Oteros. Primero al río Chínipas y, muchos más kilómetros después, al río Yaqui. Pero eso será después.


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