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Montañismo y Exploración
ASCENSIONES AL McKINLEY
15 octubre 2001

Antes de intentar ascender a la montaña más alta de América del Norte, había que investigar todo lo posible de ella. La presente es una breve historia de los ascensos realizados al McKinley hasta 1947, y aunque no está completa, sirve de mucho para hacerse una idea de lo que pensaban los montañistas mexicanos de esa montaña para su ascenso de 1952.







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El monte McKinley surge de la planicie de Alaska y se eleva hasta 6,139 mts. de altura. Los indios lo bautizaron Denali, que significa "la cuna del sol", la montaña más grande del mundo. Hay, en efecto, razón bastante para afirmar esto último. El Everest y otros picos de los Himalayas y los Andes alcanzan mayores alturas si se les mide desde el nivel del mar, pero están asentados en elevadas mesetas. Cada uno de los dentellados picos del McKinley sería considerado en los Alpes como un gigante por derecho propio, una especie de Monte Cervino.
Los primeros hombres blancos que se acercaron al Monte McKinley fueron los aventureros de la fiebre del oro de 1898. Sus descripciones aguijonearon a los alpinistas del mundo entero, dando lugar a que se organizasen diversas expediciones que intentaron en vano alcanzar la cima.
En 1903, el doctor Frederick A. Cook calculó con acierto que solamente podría llegarse a la cima siguiendo alguno de los largos glaciares. Inició su expedición por el norte y logró penetrar en el corazón mismo de la montaña central, donde lo detuvo un escarpado pico cubierto de hielo de cientos de metros de altura.
Volvió a intentar la ascensión en 1906 con tres compañeros. Esta vez acometió la empresa por el sur. Pero encontró cerrado el camino por una serie de despeñaderos y precipicios de salvaje grandeza. Durante casi todo el verano, la expedición de Cook recorrió la infranqueable barrera, buscando una brecha para salvarla. Al fin, ya escasos de provisiones, los expedicinarios marcharon en retirada hacia la costa.
Más tarde, en agosto del mismo año, Cook hizo el último y desesperado esfuerzo, acompañado solamente por un cargador alpino profesional. Al cabo de un mes regresó anunciando triunfalmente que había realizado la primera ascensión al monte McKinley.
Aunque tal hazaña mereció el aplauso mundial, hubo algunos que la pusieron en duda. El artista y aventurero Belmore Browne y el profesor y hombre de ciencia Herschel Parker, que acompañaron a Cook en la infructuosa lucha para salvar la barrera del sur, sabían que el doctor no había estado ausente el tiempo necesario para alcanzar la cima; pero no podían probar que la hazaña era mentira... hasta que Cook publicó el libro titulado "To the Top of the Continent", con fotografías que decía haber tomado en la misma cima o en sus cercanías. Browne y Parker creían conocer el lugar donde se habían tomado las fotografías.
En 1910 organizaron una expedición propia. Siguieron la ruta de Cook hasta el lugar preciso donde, en su opinión, acababa la narración verídica y empezaba la fantasía. Parker dio, por fin, con el sitio exacto que Cook fotografiara como "la cúspide del continente". El tal sitio se encontraba a treinta y dos kilómetros de distancia de la verdadera cúspide y estaba cientos de metros más abajo. La fotografía que tomaron Browne y Parker era exactamente igual a la publicada por Cook. La reputación de alpinista del doctor Cook se derrumbó de la noche a la mañana.
Entretanto un grupo de avezados expedicionarios salió de Fairbanks para acometer la ascensión. Pocas semanas después regresaron contando algo increíble: habían encontrado y seguido el único glaciar que llevaba a la gran hoya nevada inmediatamente inferior a la cumbre. Luego habían subido a la cima del McKinley. Nadie había llegado antes hasta allí. "Después arrastramos un asta de más de cuatro metros hasta la cúspide e izamos allí la bandera", afirmaron. "Saquen sus telescopios y mírenla".
La gente se echó a reír. No existía en Alaska un telescopio que permitiera distinguir una bandera a semejante distancia.
En los primeros meses de 1912, Browne y Parker volvieron a su empeño. Casi toda la primavera se les fue en buscar el camino por el norte entre el laberinto de los picos más bajos. Por fin, descubrieron que un glaciar, el Muldrow, llegaba hasta el corazón de la montaña. En compañía de un tercer alpinista, Merle LeVoy, lo ascendieron.
A medida que aumentaba la altura, el reflejo deslumbrador del sol en la nieve iba alcanzando tal intensidad que, a pesar de las oscuras gafas protectoras, a los expedicionarios se les hincharon los ojos terriblemente. Tenían los labios y las narices agrietados y sangrando. A los cuatro mil ochocientos metros, la temperatura en el interior de la tienda era de veinte grados centígrados bajo cero. Más arriba era más baja aún.
Un día Browne y LeVoy estaban abriendo camino en la nieve que cubría el glaciar. De repente, Browne vio desaparecer a su compañero que marchaba delante. Donde LeVoy había estado un momento antes se abría ahora un agujero redondo y negro. La cuerda que Browne llevaba atada a la cintura y la cual lo unía a su compañero, como es costumbre entre alpinistas, dio un tirón tan violento que lo arrojó al suelo. Poco a poco, pero sin cesar, la cuerda lo arrastraba hacia el siniestro agujero.
Ya estaba a dos metros de aquella sima cuando la cuerda dejó de arrastrarlo y oyó gritos sofocados de LeVoy. �ste había caído sobre una cornisa de la roca, inclinada hacia arriba, por la cual creía poder trepar otra vez. En efecto, pocos minutos más tarde Browne veía asomar entre la nieve la cabeza de su compañero a unos diez metros de distancia.
Acamparon por última vez a unos cinco mil doscientos metros de altura. Sólo quedaban por trepar menos de mil metros. La cuesta final era escarpada pero no parecía oponer dificultades serias.
La mañana del asalto final amaneció clara y tranquila, aún cuando el frío era torturante. Los tres expedicionarios salieron a las seis de la mañana; el que marchaba a la cabeza iba haciendo peldaños con el hacha en la nieve endurecida. Cada media hora se turnaban en el puesto de conductor. Ascendían lentamente, a razón de unos ciento veinte metros por hora. A los cinco mil ochocientos metros vieron por primera vez la cumbre. Sólo quedaba una cuesta fácil para llegar arriba. Los tres creyeron que la cima era suya.
Durante la última hora se había levantado un viento que, cuando llegaron al borde de la prominencia final, se había convertido en huracán. Partículas volantes de hielo les herían el rostro y al poco tiempo sus parkas, o abrigos de piel, se habían puesto rígidos como corazas.
Cuando atacaron la pendiente final, el huracán los azotó con toda su fuerza. Browne, que iba a la cabeza, escasamente podía mantenerse en pie y no lograba avanzar ni un solo paso. El huracán le quitaba el aliento y poco faltó para que le arrancara el hacha de las manos.
Entonces los tres se acurrucaron juntos de la nieve [sic] para protegerse contra el viento. Pero en seguida sintieron que empezaban a helarse.
Browne gritó al oído a Parker: "¡No hay más remedio que bajar!"
Al día siguiente vieron lo cerca que habían llegado. A no ser por el viento, les hubiese bastado cinco minutos de cómodo ascenso para ganar la cima.
Una semana después estaban de regreso en el campamento. Cierta tarde, mientras descansaban en la tienda, el cielo adquirió de pronto un tono verde lívido y la atmósfera pareció quedarse estática y sin vida. Se oyó un ronco estruendo. Los expedicionarios sintieron que la tierra oscilaba bajos sus pies. Era uno de los más tremendos terremotos de los tiempos modernos, la gran convulsión que acompañó a la erupción volcánica del Katmai.
Cuando cedió la cegadora bruma de nieve pulverizada del alud, vieron que la montaña había sido sacudida hasta los cimientos. Millones de toneladas de nieve y hielo arrancadas de las alturas, rodaron estruendosamente hasta dar en los valles.
El risco nevado que fue su sendero se había convertido de camino suave y fácil en revoltijo de helados bloques. Si se hubiesen quedado en la altura para un intento de alcanzar la cumbre, el terremoto les hubiera cortado la retirada.
El siguiente explorador atraído por el McKinley fue un misionero. Aunque ya había cumplido los cincuenta años, el reverendo Hudson Stuck, archidiácono del territorio del Yukón, fuerte, magro y resistente como un joven de veinticinco, emprendió la ascensión con tres compañeros el año de 1913, por el glaciar que habían seguido Browne y Parker. Gastaron tres semanas en pasar el risco de nieve que el terremoto había destrozado; para lograrlo tuvieron que hacer peldaños en cinco kilómetros de peligrosas pendientes cubiertas de hielo.
Acamparon, por fin, en una gran cuenca, casi a cinco mil quinientos metros. A tal altura, el sueño era ligero e intranquilo, y el menor esfuerzo los hacía jadear por largo rato. El sacerdote sufría más que los jóvenes que lo acompañaban, pero la fortaleza de su espíritu supo vencer las flaquezas de la carne.
El siete de junio partieron a las tres de la madrugada. La temperatura era de veintiún grados centígrados bajo cero y soplaba un viento cortante. Treparon sin descanso durante seis horas. La tarea de hacer peldaños en la nieve endurecida era extremadamente penosa.
La pendiente se hizo menos escarpada. Ya se veía el punto más elevado. Pasaron por el lugar hasta donde habían llegado Browne, Parker y LeVoy. Siguieron subiendo. Por fin llegaron triunfalmente a la cúspide, a seis mil ciento treinta y nueve metros sobre el nivel del mar.
Cuando el archidiácono llegó a la cúspide cayó sin sentido. Pero volvió en sí a los pocos minutos. Estrechó entonces efusivamente la mano a sus compañeros y los invitó "a dar gracias a Dios Todopoderoso por habernos permitido satisfacer el ardiente deseo de llegar a la cumbre de su gran montaña y habernos conducido hasta ella sanos y salvos".
Esta ascensión corrigió una injusticia. La cumbre del McKinley tiene dos picos. El pico sur es la verdadera cúspide. A unos tres kilómetros de distancia y solamente unos noventa metros más abajo se encuentra el pico norte. Stuck y los suyos, estudiando detenidamente el pico norte con gemelos de campaña, vieron un asta bandera. Los expedicionarios de Fairbanks no habían llegado a la verdadera cumbre, pero habían llevado a cabo una hazaña memorable en los fastos del alpinismo
Después de la ascensión de Stuck, ninguna planta humana holló durante diecinueve años las nieves eternas de la cumbre. Pero las estribaciones inferiores de la montaña fueron siendo cada vez más conocidas. En 1917, en Congreso de los Estados Unidos creó el Parque Nacional del Monte McKinley, que tiene una extensión de siete mil setecientos kilómetros cuadrados. Se edificó un hotel cerca de una de las estaciones del ferrocarril de Alaska y se construyeron un camino y una red de senderos transitable a pie y a caballo. En cierto lugar, los senderos llegaban hasta unos treinta kilómetros de la cúspide.
En 1932, el superintendente del parque, HarryLiek, quiso hacer otra ascensión al McKinley y se unió al alpinista Alfred Lindsley; al instructor de esquiación [sic] Erling Strom; y al gurdabosques Grant Pearson. El tiempo les fue favorable y completaron la ascensión casi sin incidentes, llegando tanto al pico norte como al del sur. Hallaron un termómetro que había sido dejado por el archidiácono Stuck. Marcaba la temperatura de setenta grados centígrados bajo cero, que era el límite en la escala del termómetro.
Dos ascensiones más han tenido lugar. En 1942 un grupo de soldados que estaba probando equipos para el frío, llegó a la gran cuenca. No pasaron los abrumadores trabajos de llevar a las espaldas las provisiones y equipo porque los aviones se encargaron de dejar caer lo que necesitaban. Mientras acampaban en la gran cuenca, siete de los expedicionarios ascendieron, casi incidentalmente, hasta la cúspide.
En junio de 1947, una expedición encabezada por Bradford Washburne llegó también a la cima.

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