UN ANGOSTO PASO EN LA OSCURIDAD
Sin esperar más, comencé a reptar en el suelo para poder traspasar por el pequeño agujero. HabÃa que sacar el aire de los pulmones en su parte más estrecha y moverse lo más rápido posible. Aunque no padezco claustrofobia, la sensación de estar sin aire en un sitio tan reducido, es simplemente aplastante. Cuando la luz desapareció de mis ojos, vi a mi compañero junto a mÃ. DirigÃa su linterna a los lugares donde habÃa que poner los pies. Pocos y muy escasos porque iniciaba un tiro de aproximadamente ocho metros. No habÃa señal de los "huesos de los antiguos" ni de ningún tipo de pintura rupestre. Ni un petroglifo siquiera. Nada. Pero esa caÃda vertical se abrÃa a mis pies. Pensé en los espeleólogos. Si esta cueva seguÃa, les podrÃamos decir y que ellos regresaran hasta llegar al final.
Â?Voy a bajar Â?anuncié, y desde afuera vino la voz de Manuel preguntando si no era peligroso y si podrÃa subir. Volvà a mirar hacia abajo y le respondà afirmativamente.
�Entonces espera a que pase el camarógrafo y te grabe en el descenso.
Minutos después, tres personas estábamos en un lugar donde apenas cabe una, con una cámara de televisión y potentes reflectores para la grabación. "¡Qué más da! De cualquier forma sólo bajo y vuelvo a subir". Hugo Rojas se colocó su equipo y comenzó a grabar mientras yo desescalaba por una chimenea amplia y rugosa hacia un fondo que luego se perdÃa en un pasillo. ¿La caverna seguirÃa por ahÃ?
LA CARA DE LOS DIOSES
Ya abajo del tiro, dirigà mi linterna al suelo para ver lo que pisaba. HabÃa huesos. "Hasta huesos de los antiguos hay", recordé y comencé a buscar con la mirada las "jarras donde comÃan los antiguos" y todo lo demás. Pero mis ojos se toparon primero con algo que me llamó mucho la atención: una máscara hecha de madera. Su forma no era complicada; incluso se parecÃa a las muchas que venden en mercados de artesanÃas, sólo que sin colores.
Desde arriba me preguntaban qué pasaba mientras yo trataba de hacer una narración hablada de lo que hacÃa. HacÃa pocos dÃas habÃa terminado de leer el libro de Howard Carter, La tumba de Tutankamón, y estar ahà me hacÃa regresar a ese libro, a los incontables años en que estaba entrando por primera vez. Una máscara... pero ¿desde cuándo? Estaba tan conservada que parecÃa tener a lo más unas cuantas decenas de años. Desde arriba preguntaban: "¿Una máscara?" Se estaban impacientando.
En el ramal más corto, pero más amplio, mi asombro llegó al lÃmite: gran cantidad de jÃcaras policromadas, todas volteadas hacia abajo, pedazos de escudos también de madera y más máscaras estaban regadas por todos lados. Estaba de frente al pasado, a un pasado que nadie conocÃa o sospechaba, salvo los habitantes del valle. ¿EntrarÃan ellos aquÃ? No habÃa ninguna huella en el suelo arenoso.
"No debes tocar nada", me dije. Iluminaba el suelo en busca de una piedra o suelo firme, lo tocaba con la mano y luego, con mucho cuidado, ponÃa el pie y daba el paso. Una operación lenta. "No debes tocar nada". Pero desde arriba llegaban las prisas. ¿PodÃan bajar? ¡Por supuesto que no! No hasta saber qué habÃamos encontrado. Asà recorrà parte del ramal más largo, hasta que se perdÃa en un segundo tiro, más complicado. "Puedo bajar, pero se van a desesperar si no regreso pronto o me pierden la voz". A la mitad habÃa una pequeña cueva donde habÃan más objetos y huesos, sobre todo huesos.
HACIA FUERA
Manuel y Antonio bajaron también. Les esperé al final de ese tiro y les indicaba los lugares donde habÃan de pisar y aquellos a los que no debÃan acercarse para evitar romper algo. "Esto es muy importante. Hay que dar noticia a los arqueólogos", decidimos. Pero nadie nos creerÃa sin tener una prueba en la mano. SabÃamos que una fotografÃa no tendrÃa tanto impacto, ni siquiera la vista de un video bien tomado como el que Hugo estaba realizando de pie en esa minúscula repisa de allá arriba. Asà que decidimos tomar algunas sin mover las demás para llevarlas a los investigadores.
Cuatro horas después, volvà a cruzar el angosto pasaje sin aire en los pulmones y regresaba a la luz. Cuatro horas. Para mà habÃan sido apenas más largo que el tiempo que tardé en pasar de luz a sombra. Y lo primero que descubrÃa era el silencio. Risas, bromas y cualquier otro comentario se habÃan apagado ante la vista de las piezas que iban saliendo de la mochila envueltas cuidadosamente en ropa. Fue un largo momento de expresiones atónitas. Los rostros reflejaban admiración, desconcierto, misterio, sobresalto y gran humildad mezclada con el orgullo de cualquier descubridor de tesoros arqueológicos. Hubo poco movimiento y palabras.
Cuando hasta arriba llegó la primera noticia de que habÃa hallado una máscara, todos lo habÃan tomado a broma y me habÃan urgido a regresar: todos querÃan bajar del cerro y regresar a casa. Ahora, todos estaban reunidos y asombrados. De alguna manera, todos nos habÃamos convertido en los descubridores que soñamos cuando de niños pensábamos en hallar un rico tesoro., aunque éste consistiera en máscaras de madera que representaban a Tláloc (dios de la lluvia), Ã?ztotl (dios de las cavernas) y a otros que en ese momento no reconocimos; escudos y tablillas, todos de madera y con incrustaciones de jade, concha nácar, hueso y otras piezas; algunas puntas de lanza de obsidiana de 30 centÃmetros de longitud. 21 piezas en total. El hallazgo era valioso artÃsticamente, pero sobre todo en el plano histórico. ¿Por qué las habÃan dejado ahÃ? ¿Hace cuántos años o siglos? Estas y otras muchas más eran las preguntas que correspondÃa solucionar a los especialistas.
La primera exhibición de algunas piezas ante todo el equipo, a plena luz del dÃa, Fue una contemplación que mentalmente nos alejaba a épocas remotas. Nuestra respiración palpitaba fuera de ritmo. Estábamos como acalambrados, estáticos ante la mirada fija de ojos inexistentes de dioses, semidioses o hechiceros que nos observaban tras de las máscaras. ¿HabÃamos violado un recinto sagrado y la divinidad del lugar tomarÃa represalias contra nosotros?
Afuera, el calor habÃa desaparecido y el aire era fresco, casi nocturno. DebÃamos caminar todavÃa tres horas hasta los autos y manejar otras cuatro a la ciudad. Poco a poco, la plática regresó mientras bajábamos por las laderas de guijarros sueltos con un cargamento valioso rodeados de crepúsculo.