TERRITORIO PROHIBIDODespués de viajar por diez horas en un autobús que rodaba con pereza sobre una terracerÃa, tenÃamos ya la seguridad de estar al borde de la barranca. El dÃa y el bosque tupido de pinos fueron disminuyendo lentamente y ya para el crepúsculo comenzamos a ver un profundo surco en la tierra. Al fondo, corrÃa el rÃo Remedios y ahÃ, entre el cielo y lo más profundo de la barranca, deberÃamos vivir un mes.
Anduvimos sobre una vereda fangosa Â?"zoquetosa", dicen ahÃÂ? que hacÃa difÃcil cualquier transito. Estabamos rodeados de una vegetación abundante que era el preludio, al bajar de la sierra, del calor del fondo de la barranca. En un mirador excelente, observamos el cerro La Campana. Excepcional, pensábamos entonces, porque hacÃa allá nos dirigÃamos. La Campana era el lugar donde con toda seguridad hallarÃamos lo que buscábamos. Al menos eso nos habÃan dicho los pilotos que alguna vez sobre volaron la zona. Al mediodÃa Â?tardamos demasiado en bajar debido al terrenoÂ? llegamos al rancho Tárula. Don Ventura de la Cruz y su familia, viejos amigos, nos recibieron como si apenas ayer nos hubiéramos despedido. "Usté no si queda dormir fuera dista casa. ¿No somos amigos?" "¿Como va comer eso? Aquà hay tortillas de las buenas?"
Además de la bienvenida, nos dio noticias, malas noticias: toda la zona que Ãbamos a explorar estaba "vedada". Sin necesidad de que lo explicara, supimos lo que eso significaba: narcotraficantes que jamas permitirÃan dejarnos llegar hasta allá. Sin embargo, abundó en detalles para que no hubiera duda. Los restos arqueológicos tendrÃan que esperar...
PRIMEROS ENCUENTROS
A unos metros, junto al rÃo, visitamos la enorme roca ilustrada por cada lado con petroglifos de todos tipos: coyotes, venados, ratones, hombres, figuras geométricas y las siempre presentes espirales. Ernesto Vargas, arqueólogo, nos iba explicando lo que podÃan representar y si a simple vista producen una sensación de estupefacción, al ir recorriendo figura tras figura y conocer un posible significado, nos hizo sentirnos en otro tiempo.
Al dÃa siguiente encontramos una cueva funeraria que tenÃa un esqueleto tan viejo que muchas partes de los huesos se han desmoronado; también hallamos varias construcciones o, mejor dicho, los basamentos de ellas. Ã?bamos descubriendo paso a paso, a través del ojo experto de Ernesto, detalles que con toda seguridad habrÃamos pasado por alto. Tárula no nos dejarÃa partir sin una buena recompensa adicional: la señora Francisca Núñez, una anciana de ochenta años y tan delgada que parecÃa quebrarse a cada momento, en cuclillas y con una expresión inalterable, nos platicó alrededor de la fogata:
"Conque buscan las casas de los gentiles, ¿no? SÃ, yo las conozco. Son asà de pequeñitas y apenas puede uno andar en el cerro sin hallar una. Tamién conocà unos gentiles cuando era una plebita. Una vez, mientras estaba moliendo maÃz para hacer tortillas, se me acercó un enanito y me dio a entender que tenÃa hambre. Yo no lentendÃa nada pero le di unas gordas de maÃz y salió corriendo hacia La Campana sin darme las gracias. Nunca lo volvà a ver, pero mi abuela decÃa quen sus tiempos eran muchos. ¡Cómo habrán vivido, los pobres!" Mientras doña Francisca hablaba, la luz remarcaba sus arrugas y su voz, cada vez mas baja, nos sumergÃa en un mundo diferente que duró una eternidad. Leyenda para nosotros, realidad para los habitantes de la sierra. Pero no dejaba de ser fascinante contada por esos labios duros como cecina recién salada.
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