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Montañismo y Exploración
Segundo Norte
28 diciembre 2000

la lluvia comenzó a ser un verdadero vendaval. La costa y su gran bandera la perdí de vista porque la lluvia se tornó tan tupida que no dejaba ver muy lejos. Para entonces, yo había llegado a dos pequeñas islas, las únicas en la laguna.







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Hacia las diez de la mañana estaba ya a 20 kilómetros de Puerto Morelos. Llevaba tres horas remando y a lo lejos se veían ya los hoteles de Cancún. "Eso es peor que no verlos. Me puedo desesperar". Remé y pronto me di cuenta que estaba cansado. La corriente del día anterior no existía en esa parte del mar y debía remar un poco en contra, además del ligero viento que soplaba ya. Estaba cerca de Cancún. Sólo debía meterme a la Laguna Nichupté y ahí todo sería más fácil, sin las grandes olas del mar.


Lo que quizá hubiera sido un problema (encontrar la entrada al canal) fue solucionado por varias caravanas de acuamotos. La primera, de 21 integrantes, la segunda, de 37... Imposible no dar con el paso. Pero también temí ser arrollado así que en cuanto toqué la entrada del canal miré con cuidado. Había letreros y todo mundo iba ordenadamente tras el más lento. Claro que el más lento también usaba motor y yo usaría sólo los brazos, pero no tuve problemas porque no me crucé con ninguna caravana.


El agua cambió de esmeralda a rojiza: el agua salobre del manglar. Y en la laguna me vi de repente perdido. Era tan grande que en ella había lanchas que hacían volar a los turistas en "parachutes" de dos plazas. Lanchas de gran velocidad, acuamotos, más lanchas. Esa quietud que yo esperaba en las olas de la laguna no existía porque cada lancha pasaba y hacía olas artificiales, unas pequeñas, otras más altas. Una caravana pasó cerca de mí sólo por saludarme y estuve esquivando sus olas una tras otra. De repente comenzó a llover y las acuamotos se fueron poco a poco. Me gusta la lluvia pero esa vez me gustó más.




EL MANGLAR

Pero la lluvia comenzó a ser un verdadero vendaval. La costa y su gran bandera la perdí de vista porque la lluvia se tornó tan tupida que no dejaba ver muy lejos. Para entonces, yo había llegado a dos pequeñas islas, las únicas en la laguna. Me metí entre ambas para evitar las acuamotos y las lanchas, que no se meterían porque el agua era somera. Pero terminé cubriéndome bajo las hojas de mangle. Así descansaba un poco sin olas, sin viento y también sin bajarme.


Una isla de manglar no es una isla como se la tiene imaginada. El manglar crece en aguas salobres y puede hacerlo incluso sumergida, que para eso tiene raíces aéreas que elevan la planta lo suficiente para no ahogarse. Así que la isla en que estaba no era tal sino un pedazo de fondo menos sumergido. Pero ahí pasé unos minutos verdaderamente deliciosos: sin ruido de motores, la vida del manglar me regaló sus sonidos: patos, garzas, golondrinas y muchas más aves mezclaban sus sonidos con los de los sapos. Debajo de Thor pasó un par de cacerolitas de mar, esos organismos tan antiguos que uno tiene que aprender a la fuerza cuando estudia evolución. Pero ahora me parecían increíbles. Un ave hacía un sonido como el de un búho y competía con los sapos. Y la lluvia, como si el cielo quisiera caerse a pedazos.


CANCÚN

Después, la lluvia se fue y pude ver de nuevo la gran bandera. A falta de otro punto de referencia, hacia allí me dirigiría para buscar la salida al mar. Comencé a remar y descubrí que tenía frío. Me había detenido casi media hora y estaba empapado. Además hacía frío. Este era el segundo norte pronosticado pero ¿no iba a ser seco?


Remé y aunque estaba cansado, no paré de hacerlo salvo cuando las lanchas de motor volvían a pasar. Entonces debía esquivar sus olas. Una lancha muy grande llegó a alta velocidad y pasó junto a mí. La ola de su motor me succionó y terminé en el centro de su estela. Pero ella misma me dio el paso porque desapareció tras unos mangles.

















Para entonces, mis brazos estaban cansados. En México habíamos dicho que lo máximo que remaríamos serían 25 kilómetros. Quizá treinta. No más. Pero llevaba 38 y no llegaba al mar. Además, contra el viento. Pero a los 25 kilómetros ya estaba en el manglar y todavía no terminaba. Era preciso llegar a tierra y para eso faltaron muchas paladas y una espalda muy adolorida. Cuando bajé de Thor y me encaminé a un pescador, pensó que estaba borracho de tan mal que caminaba después de siete horas y quince minutos de estar sentado y paleando.


Pero había llegado a Cancún. Puerto Juárez estaba a cuatro kilómetros y aunque quería llegar allá, simplemente no pude. El viento era ya muy fuerte y algunos windsurfers lo aprovechaban de lo mejor para ir y venir hacia la playa.







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