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Montañismo y Exploración
Los encantos de Bacís

He preferido utilizar el término legua por varias razones. La primera es que esta medida es más antigua y da la idea de profundidad en tiempo y distancia. Hay otra más real: la gente de la sierra y de las barrancas miden las distancias en tiempo aproximado de recorrido, un tiempo muy personal y subjetivo que nosotros, malamente acostumbrados a la exactitud como si en ello nos fuera la vida, nos hace malas jugadas. Finalmente, pueden escucharse términos de medida como varas y fanegas en vez de metros y kilos; así pues, al hablar de leguas recorridas estoy refiriéndome de una manera sutil al hombre que vive en la sierra. Aunque varía de país en país, la legua en México equivale a 4,190 metros aproximadamente.







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Algunas leyendas de Bacís


Sembrar agua

—Los gentiles. Con todo y ser indios, sabían cosas que nunca se han vuelto a descubrir. Ahí tiene, por ejemplo, sus casas en lo más alto de los riscos. ¿Cómo harían para tener agua?

Tuve que confesar que no lo sabía.

—Pues muy fácil. La sembraban.

Hizo una pausa para ver mi cara. ¿Sembrar agua?

—Allá arriba había más antes un manantial que no se secaba en ningún tiempo. Allí se procuraban el agua los animales. Pero una vez se le ocurrió a alguien hacer más grande el hoyo por donde salía para que fuera siempre un estanque lleno y grande donde pudieran beber todos sus animales, porque tenía muchos.

"En la cascada se halló un jarro que tenía huesos y algunas yerbas; luego, abajito mismo de la olla, había sal y después paja. Cuando quitó todo, porque le estorbaba para agrandar el hoyo, el agua ya no brotó. Se secó así nomás y por más intentos que hizo, se secó. Volvió a poner todo en el mismo lugar y hasta en el mismo orden en que lo encontró, pero ya no salió agua y ya no hay más manantial.

"¡Y luego dicen que los gentiles eran gente ignorante! Así se podían estar en sus casas todo el tiempo que quisieran, porque sembraban el agua y no tenían que acarrearla."


El Cerro Tacotín

Hay en la barranca de Bacís un detalle en la orografía muy distintivo: el cerro Tacotín, de más de 500 metros de altura, una montaña aislada y que parece inaccesible por todos lados. "Pero hay una subida. Yo lo sé porque una vez subí y hallé piedras en el suelo de ésas que eran casas de los gentiles. Era un gentilero allá . Dicen que hay un encanto allá : un toro y una dama hechos de puritito oro y que acá abajo, en el río, hay un collar también de oro que cuando alguien lo encuentre a la muchacha y al toro se le va a quitar el encanto. Yo no creo, porque cuando subí no vi nada. Además, imagínese cuándo van a encontrar el dichoso collar. Si es de oro ya ha de estar bien hundido en el río.


El precio del agua

Eran las tres y media de la tarde. ¿Dormiría allí? Sabía que el río estaba contaminado por mercurio por los productos de desecho de la mina San José de Bacís. Yo ya no tenía agua. ¿Pasaría la noche sediento para emprender la subida al otro día? Sed interminable durante toda la noche. Y los mosquitos. Cargué nuevamente mi mochila y caminé lo más rápido posible. A las 18:20 llegué otra vez a Frijolares y cuando me disponía a pedir un poco de agua para beber, mi sed fue aminorada por una escena: el agua que se me ofrecía tenía un color de miel. Con ella lavaban primero los trastos y los enjuagaban; el agua resultante de la segunda enjuagada era la que se destinaba a la bebida y comida.

Tárula estaba a "una hora" hacia arriba, tiempo que traducido al reloj de un citadino podía equivaler a dos o más. Podría llegar de noche, pero tendría agua fresca. Una hora después, empapado en sudor y cansancio, en la oscuridad apenas en creciente, los perros de Tárula me ladraban mientras yo bebía agua en abundancia en el mismo estanque en el que también el cansado día cerraba su ojo de luz para descansar en la penumbra lunar.


De los diferentes lenguajes

En Tárula, don Ventura salió de su casa alarmado ante el alboroto de los perros. Como en otra barranca y otras personas, él también creyó que se trataba de la Onza. Me sirvieron de cenar y don Ventura me preguntó muy extrañado:

—Oiga, todo está bien de lo que me dijo. Pero lo que no entiendo es por qué los coches echan humo.

—¿Humo? Pues porque se les echa gasolina y...

—¡¿Gasolina?! ¿No los matan?

—No, con eso funcionan bien. Pero le decía que con la gasolina uno se sube en ellos y cuando los echa a andar...

—¿Se suben en los coches? ¿Son grandes?

—Sí, hay algunos grandes, otros son más pequeños pero pueden ir cinco personas.

—¿Cinco personas? Entonces son coches muy grandes.

Don Ventura se rascaba la cabeza y luego siguió con su pregunta:

—Usted me dijo que los coches echaban humo y ni mi hijo ni mi esposa ni yo sabemos qué es lo que les dan de comer a los coches para que echen humo.

—A los coches no se les da comida, sólo se les pone gasolina.

Tras varias preguntas y respuestas, don Ventura se quedó serio y después se carcajeó. Yo no sabía qué pasaba. Le dijo a su esposa y a su hijo: "Ã?l les dice coches a los muebles". Y entonces todos rieron. Yo seguía sin saber lo que era tan jocoso y comencé a sonreír. Luego, don Ventura se detuvo y me dijo: "¡Ah, amigo! Nos ha hecho reír mucho a todos. Aquí les decimos "coches" a los marranos". Entonces me tocó el turno de reírme a carcajadas y todos me siguieron.


Sol, lluvia, granizo

De Bacís a Santa María de Otáez hay una distancia aproximada de ocho horas y hacia allá me dirigí. Es curioso cómo uno sigue pensando en kilómetros para las distancias pero en lugares como este donde nada se mide de esa manera, lo más aproximado es usar el tiempo que uno tarda en recorrer una distancia. El ascenso por la barranca de Bacís fue tal vez el más espectacular de todos. Abajo, el calor era tan fuerte que la gente ruega para que llueva o las milpas se secarán. En dos horas de camino hacia arriba había sudado tanto que por tres veces me detuve a exprimir la playera.


En camino

Pero conforme subía el calor disminuía y el bosque se hacía más denso. Se hizo tarde. Comenzó a lloviznar cuando ya estaba en la parte alta. Pero seguí sudando a pesar del fresco. Más tarde la lluvia arreció y la temperatura bajó mucho. Granizó mientras yo seguía caminando. La sierra se tornó ligeramente blanca y yo me preguntaba si en Bacís todavía seguirían esperando la lluvia. Tenía mucho frío y para olvidarlo me puse a repasar mentalmente un cuento: "Amor a la vida" de Jack London. Toda una lección de supervivencia. Dos horas después, todavía caminaba bajo la lluvia. Eso sí: con pies y manos helados, pero caminando.

Por la noche encontré una casa solitaria en el bosque. Vivían ahí algunos hombres que cuidaban maquinaria y una mujer que les hacía de comer. Me dieron permiso de dormir en una caja de lámina y madera que no tenía puerta. Uno de ellos vino hasta mí y me dijo que de todos modos pusiera alguna puerta: una tranca, una mesa, lo que fuera, pero que no tratara de quedarme sin protección porque en esta parte de la sierra había osos. Yo, claro, hice lo que me dijo y me acabé toda una vela mientras escribía en mi bitácora.

Al día siguiente llegué a Santa María de Otáez, cabecera municipal de Otáez, donde fui recibido por el presidente municipal. Para él no fue difícil entender qué era lo que hacía y me ofreció una visita a Piélagos, un lugar digno de verse, según él.


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