Mientras más nos acercamos al borde del cantil, la sensación de vértigo se va haciendo más fuerte. A unos metros del filo, se escucha el sonido estruendoso del agua que cae 80 metros y se estrella y emblanquece allá abajo, junto a una gran roca que limita al río El Aguaje, uno de los afluentes de la corriente que carcome la barranca de Bacís.
Me acerco a la orilla y me recargo en un árbol para tomar algunas fotografías de la caída del agua. Por excelentes que sean, no llegarán a dar la impresión real de lo que estoy viviendo ahora. Hace falta estar inmersos aquí, rodeados por cantiles cuya altura es difícil precisar, envueltos en el sonido, por el aroma de la vegetación, por los colores del sol, a un paso del precipicio, haber platicado con la gente que a veces me guía de una manera desinteresada.
En la barranca
Bacís: su solo nombre representó hace un par de semanas una gran barrera, pues a partir de San Miguel de Cruces debía caminar solo durante un mes. La Expedición UNAM-México Desconocido continuaba. Cuando mis compañeros partieron, olvidé la soledad. Debía cruzar la Sierra Madre Occidental por sus barrancos.
Y así, andando, llegué a Guachimetas de Abajo, el punto por el cual había planeado cruzar la barranca de Bacís. En Guachimetas me informaron de algo más interesante que el mero recorrido: un sitio arqueológico. "Del otro lado del río hay un cerro que nosotros mentamos Las Cuevonas. Tiene una peña grande, muy grande, y justo en medio hay unas cuevas gigantonas donde construyeron sus casas los gentiles. Una vez más gané hasta allá y deveras que los indios sabían muchas cosas más que nosotros ahora. Hay casas con sus ventanitas, metates, ollas y hasta huesos de los antiguos. Lo que se me hace raro es cómo vivían allí, porque no hay agua ni manantiales y si sólo de subida son cuatro horas de un camino entre riscos, ¡imagínese acarrear el agua!"
Una plática intrascendente
En una ladera llena de rocas encontré a un hombre enorme de unos treinta y cinco años arando la pendiente con la ayuda de dos bueyes y su hijo de seis años que le acompañaba a todos lados. Nos saludamos ("Ventura de la Cruz para servirle") y platicamos un rato mientras ambos descansábamos. Ã?l de arar, yo de la mochila y de la caminata.
—¿De dónde es usté?
—De la ciudad de México.
—¿Eso está más lejos que Durango?
—Mucho más —y añadí que la ciudad muy grande y que tenía problemas de población—
—Pero tienen coches.
—Sí. Hay muchos.
—¿Dónde los guardan si dice que hay tanta gente?
—En lugares especiales. La gente paga por guardarlos.
—¿Paga por guardar sus coches?
—Sí, pero el problema no es guardarlos ni pagar porque los cuiden, sino el humo que echan al aire.
El hombre se me quedó viendo con una mirada de extrañeza y me preguntó sorprendido:
—¿Humo?
—Sí. Todos los coches echan humo y luego no podemos respirar bien y vienen enfermedades en los pulmones.
Pregunté por la roca con trazos hechos por los antiguos y me dijo que estaba muy cerca de su casa, que siguiera un camino y llegaba. Ahí debía detenerme para saludar a su esposa y darle un recado. "Ella lo va a recibir y le dirá por donde queda la piedra con figuras de gentiles. No está muy lejos. Si quiere quedarse, ahí está su casa. Yo llego por la tarde, pero si quiere seguir camino, ella le dirá por dónde seguir."
En cuanto a la soledad, todavía no tengo la oportunidad de sentirla en su fuerza bruta. Me estoy acostumbrando muy rápido a la sierra. O quizá es este continuo ir detrás de algo que aparece como un fantasma y está a sólo un paso, a dos quizá.
Tárula
En el rancho Tárula, la mujer de don Ventura de la Cruz me tuvo en principio un poco de miedo hasta que le di el recado que le enviaba su marido. Entonces me dio la bienvenida, me agradeció y me preparó algo de comer ("no se puede ir así si va hasta el río.") mientras platicaba que me había confundido con soldado y que luego no sabía qué pensar porque los soldados nunca andan solos. Le tienen miedo a los soldados porque sólo llegaban a hacer destrozos. Me platicó de su esposo, de sus hijos, de lo lejos que estaban de todo. Claro que más abajo, a una hora o un poco más, estaba otra familia pero casi no se veían y tampoco se trataban. Lo más cercano era Guachimetas y yo ya había caminado ya bastantes horas de bajada hasta el rancho. No era precisamente lo que se podría llamar "cerca".
A la roca con "mapas de tesoros" tardé en llegar. Primero por el desayuno y después porque quise ir solo, sin que nadie me llevara. Claro que estaba a tres minutos de la casa, pero no supe interpretar las señas que me habían dado y tuve que regresar a la casa y pedir que un niño me llevara. Me quedé sorprendido. Una roca de aproximadamente cinco metros en su lado más largo fue el antiguo pizarrón donde hace muchos siglos se esculpieron petroglifos con formas de todo tipo, entre las que sobresalían espirales de tamaño considerable con una profundidad en cada surco de casi cuatro centímetros. Esperaba petroglifos, pero no en tal cantidad ni calidad: Venados, conejos, hombres, espirales, líneas... todo un auténtico mural rupestre. De pronto me sentí invadido de esa sensación de descubrimiento: lo que estaba viendo era sólo era del conocimiento de la gente del lugar.
Son los de mayores proporciones que he visto hasta ahora. El más grande es una espiral profundamente tallada y tiene alrededor de un metro de diámetro. Dice la gente que hace años vino alguien "entendido" en la lectura de pinturas y petroglifos y los leyó durante todo un día. Después dictaminó que a tal distancia y en tal dirección habría otra roca parecida a esta y que marcaría el lugar donde esta una mina muy rica cierta distancia de ese otro sitio, si se interpretaba bien. Parece ser que hallaron el otro petroglifo y el mineral, que resultó estar ya trabajado y abandonado.
El siguiente lugar que visité fue Frijolares, un rancho de una sola habitación (Tárula tiene dos casas y una de ellas está dividida por un muro en dos habitaciones) que sirve a la vez de dormitorio, cocina, comedor, bodega y hasta gallinero. Habitaban ahí una anciana de complexión delgada y muy fuerte, una niña de ocho años y un muchacho de trece que cortaba leña como si estuviera rebanando un pastel.
Frente a Frijolares, del otro lado de la barranca, podía ver las peñas, las cuevas y ?con el telefoto? algunas construcciones dentro, aunque la vista era un tanto difusa a esa hora del día por la humedad del ambiente. Lo que más busqué y no encontré fue el camino hacia las cuevas: cantiles y vegetación espesa bloquearon aquella senda que alguna vez existió. Porque debe haber existido.
Hora y media después estaba en el fondo, parado a la orilla de un gran caudal de agua parda que hacía imposible cruzar el vado. Había una "maroma", que no era más que un cable de acero que había tardado en hallar. Sólo el cable, sin algo sobre lo cual transportarse. No me extrañó el río, profundo y fuerte, rugiente de tanta agua del estío. Ya en Guachimetas me habían advertido que en este tiempo "el río va muy crecido y en esta parte está muy encañonado".
Durante una hora busqué un lugar por el cual pasar y no lo hallé. Pensé también en la forma de usar la maroma, pero ninguna era segura. Del otro lado, cerro arriba, estaban "Las Cuevonas", con todo lo que tuvieran dentro. Estaban ahí, a un paso del río. Y yo estaba de este lado. ¿Qué hacer? Pensé con rapidez. Era inútil quedarse y buscar un vado. La gente me había dicho que no lo hay y que la única parte donde se pasa no es practicable en esta temporada. ¿Y Topia? ¿Aquí acabaría todo? Por medio del mapa pude trazar otra ruta, esta vez segura: iría hasta San José de Bacís.
La cueva de Marrujo
Durante mi estancia en Guachimetas de Abajo visité la cueva de Marrujo, una oquedad bastante grande donde hay pinturas rupestres. Le llaman así porque a principios de siglo servía de escondite a un bandolero apellidado Marrujo. La descripición del camino hacia ella la escuché cuatro veces y otras tantas me vi confundido por el terreno. Finalmente, decidí subir el cerro hasta que topara con ella.
La cueva, de un acceso bastante difícil, tiene pinturas muy interesantes y más elaboradas de las que yo esperaba. Además, alrededor había fragmentos de cerámica. ¿Cargarlos? Todavía me quedaban por andar varias barrancas y si comenzaba a cargar pedazos de lo más interesante, por muy pequeños que fuesen, a la semana no podría con el peso de la mochila. Tomé fotos y luego bajé para regresar a San Miguel de Cruces.
Tierra de leyendas
Una gran cantidad de balluzos (frutos del maguey) amarillenta el paisaje mientras las nubes descargan otro chubasco más que cae sobre nosotros. "¿Adónde ahora?", me preguntan. "Me gustaría ver la cueva de los gentiles." Y al punto nos ponemos en marcha. Don Reginaldo Medina y su primo van por delante platicando mientras yo me divierto con su charla, como si los conociera de hace mucho tiempo. Estamos cerca de San José de Bacís, pueblo del que salí hace una semana. La cueva de los gentiles, donde aseguraban que había esqueletos completos de seres humanos, está ahora frente a nosotros. Trepamos un poco y en un rato estamos frente a dos ramas que, al parecer, son la escalera precaria que conduce a la parte superior de la caverna. Escalo entonces. Son cinco metros de roca que desembocan en una caverna de dos saloncitos. Siglos de historia me esperan. ¿Me esperan? En ninguno de los dos hay indicios de esqueletos o algo similar.
Dos días después de salir de Guachimetas, caminaba por una terracería enormemente plana y aburrida, sin árboles casi. Cuatro horas de esa monotonía me dejaron al filo de la barranca de Bacís, aunque en un punto más al oriente de aquel en donde había visto el río por primera vez. Esta ocasión cruzaría porque había un puente.
El camino, a partir de la mesa, (parte alta de la sierra) era sumamente impresionante: habían dinamitado la roca viva para trazar en ella un camino vertiginoso que todo mundo conoce como "El Frunce". El porqué del nombre lo averigüé dos días después: "Ahí hasta al chofer más experimentado se le frunce".
Al fondo aparecía nuevamente la selva, el calor húmedo que exprimía hasta al adobe más viejo y a mis compañeros de viaje, los mosquitos. San José de Bacís es un pueblo pequeño, de mineros que trabajan en una mina de varios kilómetros de profundidad y aunque pregunté por una veta rica como la que me habían mencionado en Tárula, nadie me dijo nada al respecto. Nadie sabía de ello. El semblante de los mineros era también diferente. Simple y sencillamente estaba a gusto y habían obtenido algunos triunfos laborales como gremio en su propia mina. La mina se trabajaba todo el día en tres turnos y no pude saber de accidentes.
A cierta hora de la tarde se reúnen los muchachos a jugar básquetbol, pero fuera de esto, el pueblo parece más bien desierto en ocasiones. Como de costumbre, uno es quien debe acercarse y platicar para saber un poco más del lugar. Permanecí dos días en San José de Bacís, el tiempo necesario para descansar un poco y para platicar con todos aquellos que tenían algo interesante que contar; de esa manera me enteré de que Bacís, aparte de sus atractivos turísticos, era una tierra de leyendas.
Piélagos
—¿Por qué la llaman Piélagos a este lugar?
—Porque hay muchos piélagos... es que hay muchos lugares donde el agua hincha la tierra y se forman bolas; si uno las pica con una ramita en septiembre, sale un chorro de agua; pero no se crea que un chorrinito. Sale con harta fuerza".
Desde aquí salimos por una vereda apenas perceptible con un rumbo que yo no podía ubicar con precisión. Me llevaban a un lugar con una cascada de ochenta metros de alto, por lo menos. Don Reginaldo Medina y su primo van por delante y me llevan a la cascada, a una gran cueva que suponen estuvo habitada por gentiles y a un paseo por todo el río El Aguaje. Cada uno de ellos llevaban un rifle y se detenían a buscar y cortar "balluzos" (la flor de los magueyes) que, amarillos son comestibles y nutritivos.
Piélagos es una pequeña población donde crece con profusión el maíz "de la mejor calidad del municipio". En esta época ?julio? los maicitos ya melenean y la cosecha promete ser abundante. Vuelve a llover y es seguro que tendremos problemas con el regreso a Otáez. Después de ver la esperanza que todos los habitantes ponen en la cosecha, el fruto de su agobiante esfuerzo, las dificultades que pueda causar un camino lodoso son más bien alegrías porque el agua es señal de que el hombre de la sierra podrá comer.
Santa María de Otáez
—Pues ya le digo. En esa barranca [del río El Aguaje] se perdieron una vez los militares por dos semanas, así que cuando encontraron una vaca, que le dan un tiro y se la lonchan. Después ningún soldado se alejaba más de unos pasos de los campos de maíz.
Pero si en Piélagos no hallamos los esqueletos que nos habían mencionado, a cinco minutos de la presidencia municipal hay una cueva de gentiles. Se ven todavía fémures, clavículas y omóplatos de varias personas, pero los cráneos hace tiempo desaparecieron. "La plebada los cogió para jugar y por ahí los andaban navegando hasta que terminaron por aventarlos al barranco. Hasta un cura que había antes aquí, fue a bendecirlos. Pero desaparecieron."
Santa María de Otáez. Aquí se cierra la segunda etapa del recorrido. Esta ha sido la parte mágica por las leyendas, por las pinturas, los restos arqueológicos, por el granizo y por el canto a la naturaleza, por la vaca y por el oso que merodeaba un campamento de leñadores, pero, sobre todo, por los amigos que dejo.
Topia, mi objetivo final, está todavía lejos, pero está cada vez más cercano. Me despido de Santa María de Otáez y parto en medio de la niebla. El pueblo desaparece de la vista a pocos minutos y poco a poco me hundo donde empieza el silencio, donde se borran las fronteras.