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Montañismo y Exploración
LA SIERRA ZAPOTECA
1 agosto 2000

Una exploración por el corazón de la Sierra Norte del estado de Oaxaca, en tierra de zapotecos y chinantecos, donde las costumbres y el trato humano es lo más importante.







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OAXACA: SELVA Y SIERRA

Muchos días de sol y de lluvia se habían acumulado en nuestros ojos, muchas veredas se habían enredado en nuestros pies. Pero faltaban todavía más. Más de todo. Yólox fue apenas un respiro con abundancia de comida después de un hambre persistente. Una pausa entre dos sierras que apenas se diferencian entre sí, entre dos idiomas que nada tienen que ver uno con el otro más que la vecindad. Y nosotros ahí, en medio, con las mochilas a la espalda, con ojos que no alcanzaban a abarcar lo que queríamos, por su inmensidad. Palabras incomprensibles de hombres de un mundo diferente al nuestro, ademanes hechos en el aire que decían más que muchas palabras, iglesias de siglos pretéritos metidas en cada resquicio de la sierra, veredas milenarias amasadas por pies de indios antiguos como la sierra. Y nosotros ahí. En medio de esa vorágine de sensaciones, nosotros con nuestra idea de caminar para conocer más y mejor. Días, semanas, meses, años... Mientras más tiempo, mejor.


FOSILES Y LEYENDAS

Â?Es una selva.

�No, Carlos, te equivocas. Si fuera selva, no habría pinos. Esto es lo que se llama bosque mesófilo de montaña.

�De cualquier manera, para razones prácticas, es más corto y fácil llamarla selva.

Se trataba de una polémica que yo sostenía con Adrián desde hacía una semana, cuando nos acercábamos a Villa Talea de Castro. Adrián era el biólogo del grupo, quien nos había prestado sus oídos para escuchar tantos cantos, tantos reclamos de aves; era quien nos había prestado sus ojos para ver tantos animales y plantas, tantos fósiles.

¿Fósiles en la sierra de Oaxaca, en esa sierra donde casi todo era roca metamórfica? Fósiles, sí. Y de la más impecable calidad. Icnofósiles, le llaman los especialistas, es decir: huellas de animales que vivieron en otra época. Ahí, plasmadas en una roca junto al río donde habíamos establecido nuestro campamento, estaban las huellas de caballos primitivos, de gatos de gran tamaño, de algo que se nos figuraba mapaches... Animales distantes de nosotros millones de años, pero presentes en una de esas espléndidas fotografías de la naturaleza.

Huellas en la roca. Tal vez fuera éste el origen de la leyenda de la "Tubería del Diablo", allá en San Dimas, en plena Sierra Madre Occidental de Durango. Si lo era, se trataba de un origen bastante antiguo. Pero seamos claros: de este tipo de huellas sólo se han encontrado algunas cuantas, al grado de que existen menos de un millar de ellas, mientras que el resto de los fósiles llegan a cientos de millones.

ENTRADA A LA SELVA

Bosque mesófilo de montaña o selva (fósiles o no), como quiera que se llamara, lo cierto es que esa vereda inacabable que nos había dejado en San Francisco La Reforma finalmente se había acabado. Había desaparecido y casi se podría decir que había muerto. Pisando sus vericuetos, habíamos cruzado un rosario inacabable de pueblos mixes, zapotecos y chinantecos, de fiestas, de costumbres. En su lugar había aparecido un nuevo camino que nos llevaba de la mano por un mundo neblinoso y lleno de gigantes vegetales que elevaban sus revueltas cabelleras verdes por encima de los treinta metros.

Ese verde nos dejaba en la oscuridad. Oscuridad de selva.

¿Cómo se distingue a una vereda de otra? Es necesario andarlas despacio y conocerle los sonidos, las huellas de sus animales, de sus hombres, saber de sus verdes hechos follajes espesos y sus arcoiris condensados en flores y frutos, sentir la noche y escuchar el amanecer, oler el gris de sus nieblas, verle sus oraciones hechas volutas de humo de copal saliendo de los incensarios...

¿Dónde estaban los extensos bosques de pinos por los que habíamos andado tantísimos días? Sencillamente habían desaparecido tras de nosotros, bruscamente, como lo habían hecho las capillas con rezos pegados a las paredes de adobe, capillas incontables que se regaban a ambos lados de la senda, a la entrada y salida de cada pueblo. Rezos para llegar y rezos para irse.

La sierra chinanteca, o chinantla, en realidad es la misma sierra que la zapoteca, pero los chinantecos prefieren llamarla así por la misma razón que los zapotecos llaman a su parte como ellos mismos: la sierra es también parte de ellos. O ellos son parte de la sierra. La diferencia es tan sutil como los hombres y como la montaña. Yo he preferido llamarlas como la llama la gente que habita en ella en vez de usar el nombre oficial: Sierra Juárez.

Nosotros, en cambio, éramos extranjeros. Por primera vez en miles de kilómetros andados en toda clase de caminos, sendas y veredas, comprendía que ninguno de nosotros seríamos de la sierra o ella de nosotros, no importaba los buenos sentimientos que tuviésemos. No pertenecíamos al desierto, a la selva o a la cordillera porque sencillamente no éramos indios. ¡Qué dolor no poder ser indio y ver el mundo como él lo ve! Eso era lo que ocupaba mi mente ahí, a la entrada de la selva. ¿Adónde íbamos?

HIJO DE UN SOLO PUEBLO

El camino hizo toda clase de piruetas en o entre los cerros. Había nacido en la cumbre de un cerro, donde lo despidió el viejo camino que conocíamos. Allí nos dio la bienvenida una cascabel que cruzaba el camino. Alto. Admiración ante su belleza e incógnita sobre el futuro. No veíamos muy lejos. Estábamos rodeados por un cielo verde, verde oscuro con manchas de gris neblina en lo más alto.

Túneles de viento eran nuestro camino. Se abrían en la tierra como zanjas inmensas con hambre voraz, con dientes de helechos arborescentes de más de cuatro metros de altura. Cuando el cielo verde se descubría y se tornaba gris color de lluvia, la tierra se volvía lodosa, pastosa. Los caminantes de esa vereda habían tirado unas cuantas ramas gruesas a manera de puente para pisar sobre ellas sin hundirse. Los puentes en la selva iban acompañados siempre de una línea metálica que conducía energía eléctrica por encima de nosotros.

Muchas veces nos preguntamos si unas cuantas horas de luz artificial en unas cuantas casas valían lo que tanto árbol derribado, lo que tanto destrozo irreparable. Podría decir que no, pero eso sólo sería la opinión de un citadino que sí goza de esas ventajas modernas. Faltaría la opinión de los habitantes de la sierra, que pelean por los mismos privilegios.

Los musgos adormecían las pisadas y la niebla el sentido real de la orientación. Sin brújula, nunca hubiéramos sabido hacia adónde íbamos: ni el sol, ni el terreno, ni el viento mismo indicaba nada particular. No estábamos perdidos. Es cierto que no habíamos hallado a nadie en todo el día, pero no había manera de extraviarse. El camino tenía un principio, un fin y, afortunadamente, ninguna bifurcación. Era hijo de un solo pueblo.

Fue a ese pueblo que llegamos: Santa Cruz Tepetotutla. Aparecimos como fantasmas entre las gasas grises de la niebla, sin saber ni una palabra de chinanteco y con los goterones de la lluvia rociándonos los hombros y las cabezas mientras el pueblo celebraba la reunión de trabajo más importante del año porque estaba ahí el presidente municipal.

SELVA Y HOMBRES

"Del otro lado del río hay monos de esos con cola, chiquitos y saltadores. Van por ái, entre las ramas, brincando de una a otra y cuando uno pasa por debajo de los árboles, le tiran de cosas. Esos monos fueron antes personas. Por eso no los molestamos. Les voy a contar una cosa que no sé si me van a creer. Una vez fue un doctor hasta una de esas comunidades adonde se llega caminando muchas horas. Pues en cuanto el doctor puso el pie en el territorio de los monos, éstos le arrojaron aguacates y frutas. Y no lo dejaron pasar. El enfermo creo que se curó o se habrá muerto, pero el doctor no pasó."

Esto nos contaba uno de nuestros anfitriones de Santa Cruz, junto a la pequeña y reciente iglesia de tabicón que contrastaba con las monumentales construcciones del siglo XVII de otras partes. Les había causado un poco de extrañeza saber desde dónde habíamos comenzado a caminar pero, gente acostumbrada a vivir en la sierra y a creer en la gente, acabaron dándonos crédito. ¡Qué importaba si mentíamos o no si después de todo éramos simples viajeros! Y ya se sabe lo que la gente de cualquier sierra conoce como viajeros.

Nuestras preocupaciones se reducían a una sola: la comida que podíamos conseguir era poca y eso hacía que día a día fuéramos debilitándonos. Claro que podíamos comer todo lo que quisiéramos e incluso pedir que mataran un guajolote para engullirlo nosotros solos. Pero eso habría dejado sin comer a varias personas durante algunos días. Generalmente, un guajolote es la base económica de muchas familias y deshacerse de uno de ellos es un acto que se hace cuando se tiene abundancia, lo cual es raro, o cuando se está en apuros. O en las fiestas. Y nuestra conciencia era más fuerte que nuestra hambre. Ya llegaría el día y el lugar en el que comeríamos.

Por supuesto, la carencia de suficiente comida nos obligaba a caminar más rápido para llegar al siguiente poblado y no ser una carga a la comunidad. Escogíamos los caminos más cortos, estábamos menos tiempo en cada pueblo, caíamos como piedras al atardecer y no nos levantábamos sino hasta el otro día, con la sensación de tener los pies, la espalda, el cuerpo todo, hechos trizas.

En Santa Cruz no pude dormir bien y me levanté a preparar algo de comer para todos. Salí por agua en plena noche y descubrí que el aire se había llenado de olor. Plantas de vida nocturna que emborrachaban a los insectos para atraerlos. Y de regreso, me sorprendí de lo cansados que estábamos: cuando los despertaba para que comieran algo más, todos me veían con unos ojos de "¿Por qué me despiertas si sabes que estoy cansado?" Pero comían.

A la salida de Santa Cruz nos topamos con un anciano y su nieto. Ambos venían cargando su buen cuarto de leña. Ellos no hablaban español ni nosotros chinanteco. El niño metió la mano en su morral, nos dio una guayaba a cada uno, nos sonrió y siguió su camino. A eso se redujo nuestro encuentro. En unos cuantos segundos nos había dejado una sensación imborrable. ¿Qué más necesitábamos?

SIERRA Y REALIDAD

Nuevamente selva. Licopodios diminutos (esas plantas antiquísimas de las cuales derivaron las actuales plantas vasculares) abundaban como pastos, musgos interminables, árboles enormes, plantas con hojas de más de un metro de ancho, cascadas amplias y presurosas que cruzábamos con la cámara en las manos, nubes abundantes y espesas, la amenaza constante de la lluvia torrencial. La línea de energía eléctrica había desaparecido y en su lugar había grandes campos cultivados con maíz y con caña.

Los arribos a los pueblos y las partidas de ellos se hacían cada vez más parecidas. Era la rapidez con la que andábamos la que no permitía señalar diferencias entre una población y otra, la que no nos permitía soñar. Sencillamente llegábamos, pedíamos permiso para pasar la noche en algún lugar techado (que resultaba ser la escuela, algún lugar especial para las juntas que hace el pueblo o una bodega), comprábamos comida, dormíamos y al otro día desayunábamos para partir casi inmediatamente.

Comenzaba a disgustarme aquella manera de andar la sierra. Ahí, la prisa nunca es importante y correr me parecía como llevar un poco de la ciudad dentro de nosotros. ¿Cómo podíamos solucionarlo? Caminando despacio. Pero no podíamos: caminábamos por horas sobre pendientes, sin notar apenas las mimosas (plantas contráctiles) que se arrugaban al tocarlas, sin anotar en el diario ni sentir nada más. Nos deteníamos a descansar y sólo era eso: descanso.

Tres semanas después de haber comenzado a caminar allá en Santa María Tlahuitoltepec, sierra de mixes, arribamos a Cuicatlán. Ahí acabó el hambre, la prisa. Y sólo entonces me percaté que Cuicatlán, nuestro objetivo final, se había convertido en una leyenda que había fermentado bajo la lluvia, con el zumo del mejor sol de Oaxaca. Pero ahora la sierra de Oaxaca era para nosotros un hecho.

¿SELVA O BOSQUE HUMEDO DE MONTA�A?

Durante la narración he hablado de selva como de ese ecosistema en el cual abundan árboles grandes y vegetación abundante, pero ha sido por ahorrar espacio. Quede aquí una explicación: El bosque húmedo de montaña es un ecosistema muy escaso en México y que tiene características tan especiales que los botánicos no están de acuerdo en llamarlos completamente selva ni bosque. Una selva, por ejemplo, no tiene pinos, pero un bosque no tiene vegetación tropical. Y como el ecosistema del cual hablamos tiene ambos tipos de plantas, no es posible catalogarlos como uno u otra. Se trata de un bosque especial donde las condiciones de humedad son también especiales; debido a las condiciones geográficas, pero sobre todo al movimiento de masas de aire cargado de humedad, la lluvia es casi permanente ahí. Los bosques húmedos de montaña son escasos en México y se pueden localizar sólo en algunos estados, como Tamaulipas, Chiapas y Oaxaca. Durante el recorrido estuvimos a diversas altitudes y veíamos el bosque de pino encino o el bosque húmedo de montaña.


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