OAXACA: SELVA Y SIERRA
Muchos dÃas de sol y de lluvia se habÃan acumulado en nuestros ojos, muchas veredas se habÃan enredado en nuestros pies. Pero faltaban todavÃa más. Más de todo. Yólox fue apenas un respiro con abundancia de comida después de un hambre persistente. Una pausa entre dos sierras que apenas se diferencian entre sÃ, entre dos idiomas que nada tienen que ver uno con el otro más que la vecindad. Y nosotros ahÃ, en medio, con las mochilas a la espalda, con ojos que no alcanzaban a abarcar lo que querÃamos, por su inmensidad. Palabras incomprensibles de hombres de un mundo diferente al nuestro, ademanes hechos en el aire que decÃan más que muchas palabras, iglesias de siglos pretéritos metidas en cada resquicio de la sierra, veredas milenarias amasadas por pies de indios antiguos como la sierra. Y nosotros ahÃ. En medio de esa vorágine de sensaciones, nosotros con nuestra idea de caminar para conocer más y mejor. DÃas, semanas, meses, años... Mientras más tiempo, mejor.
FOSILES Y LEYENDAS
Â?Es una selva.
Â?No, Carlos, te equivocas. Si fuera selva, no habrÃa pinos. Esto es lo que se llama bosque mesófilo de montaña.
�De cualquier manera, para razones prácticas, es más corto y fácil llamarla selva.
Se trataba de una polémica que yo sostenÃa con Adrián desde hacÃa una semana, cuando nos acercábamos a Villa Talea de Castro. Adrián era el biólogo del grupo, quien nos habÃa prestado sus oÃdos para escuchar tantos cantos, tantos reclamos de aves; era quien nos habÃa prestado sus ojos para ver tantos animales y plantas, tantos fósiles.
¿Fósiles en la sierra de Oaxaca, en esa sierra donde casi todo era roca metamórfica? Fósiles, sÃ. Y de la más impecable calidad. Icnofósiles, le llaman los especialistas, es decir: huellas de animales que vivieron en otra época. AhÃ, plasmadas en una roca junto al rÃo donde habÃamos establecido nuestro campamento, estaban las huellas de caballos primitivos, de gatos de gran tamaño, de algo que se nos figuraba mapaches... Animales distantes de nosotros millones de años, pero presentes en una de esas espléndidas fotografÃas de la naturaleza.
Huellas en la roca. Tal vez fuera éste el origen de la leyenda de la "TuberÃa del Diablo", allá en San Dimas, en plena Sierra Madre Occidental de Durango. Si lo era, se trataba de un origen bastante antiguo. Pero seamos claros: de este tipo de huellas sólo se han encontrado algunas cuantas, al grado de que existen menos de un millar de ellas, mientras que el resto de los fósiles llegan a cientos de millones.
ENTRADA A LA SELVA
Bosque mesófilo de montaña o selva (fósiles o no), como quiera que se llamara, lo cierto es que esa vereda inacabable que nos habÃa dejado en San Francisco La Reforma finalmente se habÃa acabado. HabÃa desaparecido y casi se podrÃa decir que habÃa muerto. Pisando sus vericuetos, habÃamos cruzado un rosario inacabable de pueblos mixes, zapotecos y chinantecos, de fiestas, de costumbres. En su lugar habÃa aparecido un nuevo camino que nos llevaba de la mano por un mundo neblinoso y lleno de gigantes vegetales que elevaban sus revueltas cabelleras verdes por encima de los treinta metros.
Ese verde nos dejaba en la oscuridad. Oscuridad de selva.
¿Cómo se distingue a una vereda de otra? Es necesario andarlas despacio y conocerle los sonidos, las huellas de sus animales, de sus hombres, saber de sus verdes hechos follajes espesos y sus arcoiris condensados en flores y frutos, sentir la noche y escuchar el amanecer, oler el gris de sus nieblas, verle sus oraciones hechas volutas de humo de copal saliendo de los incensarios...
¿Dónde estaban los extensos bosques de pinos por los que habÃamos andado tantÃsimos dÃas? Sencillamente habÃan desaparecido tras de nosotros, bruscamente, como lo habÃan hecho las capillas con rezos pegados a las paredes de adobe, capillas incontables que se regaban a ambos lados de la senda, a la entrada y salida de cada pueblo. Rezos para llegar y rezos para irse.
La sierra chinanteca, o chinantla, en realidad es la misma sierra que la zapoteca, pero los chinantecos prefieren llamarla asà por la misma razón que los zapotecos llaman a su parte como ellos mismos: la sierra es también parte de ellos. O ellos son parte de la sierra. La diferencia es tan sutil como los hombres y como la montaña. Yo he preferido llamarlas como la llama la gente que habita en ella en vez de usar el nombre oficial: Sierra Juárez.
Nosotros, en cambio, éramos extranjeros. Por primera vez en miles de kilómetros andados en toda clase de caminos, sendas y veredas, comprendÃa que ninguno de nosotros serÃamos de la sierra o ella de nosotros, no importaba los buenos sentimientos que tuviésemos. No pertenecÃamos al desierto, a la selva o a la cordillera porque sencillamente no éramos indios. ¡Qué dolor no poder ser indio y ver el mundo como él lo ve! Eso era lo que ocupaba mi mente ahÃ, a la entrada de la selva. ¿Adónde Ãbamos?
HIJO DE UN SOLO PUEBLO
El camino hizo toda clase de piruetas en o entre los cerros. HabÃa nacido en la cumbre de un cerro, donde lo despidió el viejo camino que conocÃamos. Allà nos dio la bienvenida una cascabel que cruzaba el camino. Alto. Admiración ante su belleza e incógnita sobre el futuro. No veÃamos muy lejos. Estábamos rodeados por un cielo verde, verde oscuro con manchas de gris neblina en lo más alto.
Túneles de viento eran nuestro camino. Se abrÃan en la tierra como zanjas inmensas con hambre voraz, con dientes de helechos arborescentes de más de cuatro metros de altura. Cuando el cielo verde se descubrÃa y se tornaba gris color de lluvia, la tierra se volvÃa lodosa, pastosa. Los caminantes de esa vereda habÃan tirado unas cuantas ramas gruesas a manera de puente para pisar sobre ellas sin hundirse. Los puentes en la selva iban acompañados siempre de una lÃnea metálica que conducÃa energÃa eléctrica por encima de nosotros.
Muchas veces nos preguntamos si unas cuantas horas de luz artificial en unas cuantas casas valÃan lo que tanto árbol derribado, lo que tanto destrozo irreparable. PodrÃa decir que no, pero eso sólo serÃa la opinión de un citadino que sà goza de esas ventajas modernas. FaltarÃa la opinión de los habitantes de la sierra, que pelean por los mismos privilegios.
Los musgos adormecÃan las pisadas y la niebla el sentido real de la orientación. Sin brújula, nunca hubiéramos sabido hacia adónde Ãbamos: ni el sol, ni el terreno, ni el viento mismo indicaba nada particular. No estábamos perdidos. Es cierto que no habÃamos hallado a nadie en todo el dÃa, pero no habÃa manera de extraviarse. El camino tenÃa un principio, un fin y, afortunadamente, ninguna bifurcación. Era hijo de un solo pueblo.
Fue a ese pueblo que llegamos: Santa Cruz Tepetotutla. Aparecimos como fantasmas entre las gasas grises de la niebla, sin saber ni una palabra de chinanteco y con los goterones de la lluvia rociándonos los hombros y las cabezas mientras el pueblo celebraba la reunión de trabajo más importante del año porque estaba ahà el presidente municipal.
SELVA Y HOMBRES
"Del otro lado del rÃo hay monos de esos con cola, chiquitos y saltadores. Van por ái, entre las ramas, brincando de una a otra y cuando uno pasa por debajo de los árboles, le tiran de cosas. Esos monos fueron antes personas. Por eso no los molestamos. Les voy a contar una cosa que no sé si me van a creer. Una vez fue un doctor hasta una de esas comunidades adonde se llega caminando muchas horas. Pues en cuanto el doctor puso el pie en el territorio de los monos, éstos le arrojaron aguacates y frutas. Y no lo dejaron pasar. El enfermo creo que se curó o se habrá muerto, pero el doctor no pasó."
Esto nos contaba uno de nuestros anfitriones de Santa Cruz, junto a la pequeña y reciente iglesia de tabicón que contrastaba con las monumentales construcciones del siglo XVII de otras partes. Les habÃa causado un poco de extrañeza saber desde dónde habÃamos comenzado a caminar pero, gente acostumbrada a vivir en la sierra y a creer en la gente, acabaron dándonos crédito. ¡Qué importaba si mentÃamos o no si después de todo éramos simples viajeros! Y ya se sabe lo que la gente de cualquier sierra conoce como viajeros.
Nuestras preocupaciones se reducÃan a una sola: la comida que podÃamos conseguir era poca y eso hacÃa que dÃa a dÃa fuéramos debilitándonos. Claro que podÃamos comer todo lo que quisiéramos e incluso pedir que mataran un guajolote para engullirlo nosotros solos. Pero eso habrÃa dejado sin comer a varias personas durante algunos dÃas. Generalmente, un guajolote es la base económica de muchas familias y deshacerse de uno de ellos es un acto que se hace cuando se tiene abundancia, lo cual es raro, o cuando se está en apuros. O en las fiestas. Y nuestra conciencia era más fuerte que nuestra hambre. Ya llegarÃa el dÃa y el lugar en el que comerÃamos.
Por supuesto, la carencia de suficiente comida nos obligaba a caminar más rápido para llegar al siguiente poblado y no ser una carga a la comunidad. EscogÃamos los caminos más cortos, estábamos menos tiempo en cada pueblo, caÃamos como piedras al atardecer y no nos levantábamos sino hasta el otro dÃa, con la sensación de tener los pies, la espalda, el cuerpo todo, hechos trizas.
En Santa Cruz no pude dormir bien y me levanté a preparar algo de comer para todos. Salà por agua en plena noche y descubrà que el aire se habÃa llenado de olor. Plantas de vida nocturna que emborrachaban a los insectos para atraerlos. Y de regreso, me sorprendà de lo cansados que estábamos: cuando los despertaba para que comieran algo más, todos me veÃan con unos ojos de "¿Por qué me despiertas si sabes que estoy cansado?" Pero comÃan.
A la salida de Santa Cruz nos topamos con un anciano y su nieto. Ambos venÃan cargando su buen cuarto de leña. Ellos no hablaban español ni nosotros chinanteco. El niño metió la mano en su morral, nos dio una guayaba a cada uno, nos sonrió y siguió su camino. A eso se redujo nuestro encuentro. En unos cuantos segundos nos habÃa dejado una sensación imborrable. ¿Qué más necesitábamos?
SIERRA Y REALIDAD
Nuevamente selva. Licopodios diminutos (esas plantas antiquÃsimas de las cuales derivaron las actuales plantas vasculares) abundaban como pastos, musgos interminables, árboles enormes, plantas con hojas de más de un metro de ancho, cascadas amplias y presurosas que cruzábamos con la cámara en las manos, nubes abundantes y espesas, la amenaza constante de la lluvia torrencial. La lÃnea de energÃa eléctrica habÃa desaparecido y en su lugar habÃa grandes campos cultivados con maÃz y con caña.
Los arribos a los pueblos y las partidas de ellos se hacÃan cada vez más parecidas. Era la rapidez con la que andábamos la que no permitÃa señalar diferencias entre una población y otra, la que no nos permitÃa soñar. Sencillamente llegábamos, pedÃamos permiso para pasar la noche en algún lugar techado (que resultaba ser la escuela, algún lugar especial para las juntas que hace el pueblo o una bodega), comprábamos comida, dormÃamos y al otro dÃa desayunábamos para partir casi inmediatamente.
Comenzaba a disgustarme aquella manera de andar la sierra. AhÃ, la prisa nunca es importante y correr me parecÃa como llevar un poco de la ciudad dentro de nosotros. ¿Cómo podÃamos solucionarlo? Caminando despacio. Pero no podÃamos: caminábamos por horas sobre pendientes, sin notar apenas las mimosas (plantas contráctiles) que se arrugaban al tocarlas, sin anotar en el diario ni sentir nada más. Nos detenÃamos a descansar y sólo era eso: descanso.
Tres semanas después de haber comenzado a caminar allá en Santa MarÃa Tlahuitoltepec, sierra de mixes, arribamos a Cuicatlán. Ahà acabó el hambre, la prisa. Y sólo entonces me percaté que Cuicatlán, nuestro objetivo final, se habÃa convertido en una leyenda que habÃa fermentado bajo la lluvia, con el zumo del mejor sol de Oaxaca. Pero ahora la sierra de Oaxaca era para nosotros un hecho.
¿SELVA O BOSQUE HUMEDO DE MONTA�A?
Durante la narración he hablado de selva como de ese ecosistema en el cual abundan árboles grandes y vegetación abundante, pero ha sido por ahorrar espacio. Quede aquà una explicación: El bosque húmedo de montaña es un ecosistema muy escaso en México y que tiene caracterÃsticas tan especiales que los botánicos no están de acuerdo en llamarlos completamente selva ni bosque. Una selva, por ejemplo, no tiene pinos, pero un bosque no tiene vegetación tropical. Y como el ecosistema del cual hablamos tiene ambos tipos de plantas, no es posible catalogarlos como uno u otra. Se trata de un bosque especial donde las condiciones de humedad son también especiales; debido a las condiciones geográficas, pero sobre todo al movimiento de masas de aire cargado de humedad, la lluvia es casi permanente ahÃ. Los bosques húmedos de montaña son escasos en México y se pueden localizar sólo en algunos estados, como Tamaulipas, Chiapas y Oaxaca. Durante el recorrido estuvimos a diversas altitudes y veÃamos el bosque de pino encino o el bosque húmedo de montaña.