UN VISTAZO A LA SIERRA ZAPOTECA
En media hora habÃamos descendido por un camino que se adentraba en el pequeño barranco vestido de selva y sombras para encontrarnos con un rÃo furioso de crestas blancas y un respirar profundo, tanto que tenÃamos que comunicarnos a gritos. La vista, encajonada por lo cerrado de la vegetación, se escurrÃa rápidamente hacia ese hipnótico movimiento continuo del agua, arrullador pese a lo agresivo, donde enormes rocas hacÃan rebotar la corriente más de medio metro de altura.
DebÃamos cruzar a la otra ribera y lo único a la vista que servÃa para ello era un deteriorado cable de acero que cruzaba de un lado al otro y que desplazó a las antiguas "hamacas" de tres puntos (dos cuerdas arriba y sólo una para apoyar los pies) hechas de lianas por donde cruzaba la gente hasta avanzados los años sesenta, cuando comenzó a entrar el cable de acero. Quizá en una de esas "hamacas" que ya no existen el paso serÃa más seguro, mas no por ese cable.
Era ya temporada de lluvias y el vado estaba crecido; sabÃamos que regresar era perder más de un dÃa de camino, asà que nos dimos a la tarea de hacer un vado ahà donde el flujo perdÃa fuerza. Desnudos, para conservar la ropa seca, y con las piernas metidas en el frÃo constante del agua, colocamos primero una cuerda y luego una piedra sobre otra...
UN PRINCIPIO FESTIVO
�¿Son ustedes de la orquesta? ¿No? ¿No los vieron en el camino? ¿S� ¡Qué bueno! Ya se tardaron ¿Cómo que nos están esperando allá arriba si quedamos que llegaban aqu� Pero qué bueno que nos dicen para que entonces vayamos por ellos. Entonces ustedes son deportistas, ¿verdad? ¿De dónde vienen? ¿De tan lejos? ¡Qué contento se va a poner el pueblo de que ustedes vayan a competir en el torneo de basquet de la fiesta! No hay más que hablar. Pasen a la Comisión para que les digan dónde dormir, que les den de comer y de una vez se registran. ¡Ya verán qué buenos premios hay en el torneo!
A cuatro dÃas de camino de Santa MarÃa Tlahuitoltepec, tierra mixe (la "X" se pronuncia como "J") donde habÃamos comenzado a caminar, entrábamos en Yalálag, un pueblo metido en la sierra zapoteca, justo el dÃa en que comenzaba la fiesta del barrio de Santiago, "el Mayor Apóstol", como decÃan a cada momento por los altavoces. Y además nos cambiaban la denominación deportiva.
En la Comisión aclaramos la situación, pero no por eso dejaron de darnos un sitio para dormir y, de comer, un guisado de carne con tortillas de treinta y cinco o cuarenta centÃmetros de diámetro. Todas las que quisiéramos, que para eso habÃa un grupo de mujeres que amasaban con la palma de la mano sobre el metate donde habÃan molido el maÃz para luego ponerlas a cocer sobre un gran comal de barro donde se cocÃan lentamente para después pasar de mano en mano hasta la mesa donde estábamos comiendo con algunos comensales más.
Una banda (tambora e instrumentos de viento) tocaba continuamente, pero los personajes más importantes de la música parecÃan ser dos hombres que estaban recargados sobre una barda y que tocaban un tamborcillo y una flauta aguda antes de cada pieza interpretada por la banda. Más parecÃa que la orquesta esperara ese tañido de música vieja para comenzar. El permiso para ser tocada venÃa de esos dos hombres.
Por la tarde, varios muchachos, con varios muñecos y figuras de papel, recorrieron el pueblo acompañados de una orquesta. Era el convite. Por la noche, después de la misa en la parroquia del santo, salió otra procesión que estaba organizada en tres secciones, cada una acompañada por diferentes bandas. Caminaban con "focos" (linternas) en la mano y de tanto en tanto se detenÃan para bailar y uno podÃa ir a un grupo o a otro y siempre encontraba gente bailando y riendo. Era la calenda. Parejas de hombres y mujeres o únicamente de mujeres que bailaban sin prejuicios, desparramados por todo el pueblo.
El baile se hacÃa tomándose por ambas manos y haciendo un giro a un lado y luego al otro con un movimiento especial en los pies. ParecÃa muy sencillo eso de la bailada, pero a la hora de estarle dando, mejor era quedarse viendo cómo lo hacÃa el vecino para copiarle. Sólo algunas personas bailaban y era más común, como en todas las fiestas, ver espectadores. La mayorÃa eran trabajadores emigrados a Tijuana o Estados Unidos y ahora regresaban cargando cámaras de videograbación para llevarse hasta allá, lejos de su pueblo, un pedazo de su tierra que no se puede apreciar en fotografÃas ni en video. Con ese valioso cargamento de recuerdos ancestrales y con la certeza de ser hombres de la tierra, regresarÃan al norte para seguir siendo llamados despectivamente "oaxaquitas".
A veces las calles se angostaban y se volvÃan, literalmente, calles pedregosas, resbalosas de guijarros nocturnos.
LLUVIA
Ã?lvaro y Paco tenÃan azules los pies por el frÃo; Juan y yo tiritábamos, pero el esfuerzo colectivo de cargar muchas piedras de todos tamaños, hizo que el paso estuviera listo en dos horas. Dos horas en vez de un dÃa. Cruzamos el rÃo desnudos, apoyándonos en la cuerda que habÃamos puesto como pasamanos y con las mochilas a la espalda. Si bien al principio era difÃcil ver alguna ventaja en eso de hacer más alto el vado, la recompensa fue que las mochilas no se mojaran. Una vez en la otra ribera, comenzó la lluvia. Lluvia de selva. Fuerte. No era un aguacero como aquellos a los que estábamos acostumbrados. Juan y yo, que nos quedamos atrás por haber pasado al último, no podÃamos vernos de frente porque el agua caÃa en nuestras caras con tal fuerza que parecÃamos estar bajo una cascada. Para caminar veÃamos el suelo, sólo el suelo y si querÃamos ver arriba, debÃamos cubrirnos los ojos como quien se protege del sol. Los demás ya estaban en camino a una cabaña donde dormirÃamos.
"Se van por esa vereda de allÃ, luego suben del otro lado y vuelven a bajar hasta el rÃo grande. Creo que ahà hay un puente. SÃ, de cierto que hay. Desde ahà les queda una hora, dos a lo mucho, para llegar al Yatzachi el Bajo. MÃrelo: desde aquà se ve el camino y el pueblo. Llegan rápido. Si ya caminaron desde Tlahui [como abreviaban el nombre de Tlahuitoltepec] hasta 'ca, pueden llegar fácil a Yatzachi."
Recordaba palabra por palabra lo que nos habÃan dicho. Pero el caso es que ya estaba oscureciendo y apenas habÃamos comenzado a subir del otro lado. ¿Por qué? Ã?lvaro se habÃa torcido el pie, la mochila de Juan habÃa caÃdo al rÃo desde una roca y luego yo habÃa seguido un camino equivocado que hizo que nos separáramos. Tres incidentes que nos habÃan retrasado. Ã?lvaro y Paco caminaban conmigo y creÃamos seguir a nuestros compañeros, quienes iban delante.
Antes de que cayera la noche, la lluvia se dejó venir de a poquito hasta convertirse en un aguacero. El agua fue traspasando poco a poco nuestra ropa, nuestras botas, nuestra conciencia. Dos, tres horas caminamos en plena oscuridad hasta alcanzar a nuestros compañeros. Entonces cesó la lluvia. Levantamos la tienda de campaña (enorme, donde cabÃamos los siete) y pusimos la ropa empapada a escurrir sobre las ramas. Es increÃble la sensación de estar seco después de haber caminado bajo la tormenta nocturna. Uno se desnuda y ya es otro, comenzando por el cuerpo seco hasta el humor. Con esa lluvia, a ninguno se nos habÃa ocurrido pensar en la sed, pensando que podrÃamos beber de los múltiples arroyos que surcaban entonces la tierra. Adrián fue a buscarla, pero donde antes corrieran arroyos, habÃa ya sólo arena humedecida. Y de los mangos tan abundantes en el otro lado de la sierra, aquà no habÃa ni señales.
Por la mañana llegamos a Yatzachi el Bajo, un pueblo apacible que tiene una inmensa iglesia del siglo XVII con la bóveda principal llena de cuarteaduras. Los terremotos de la zona habÃan dejado la bóveda antigua casi desencajada del resto del edificio, como si se pudiera quitar una enorme tapa de piedra y argamasa. La gente hablaba de remodelar con techo de lámina. Ese era el patrón de "remodelación" que habrÃamos de ver en lo sucesivo en muchas otras iglesias. Vi el interior de la bóveda y me dije que nunca volverÃa a quedar tan bella como en ese momento, incluyendo las cuarteaduras.