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Montañismo y Exploración
La Bahía de Chetumal
3 diciembre 2000

Pronto descubrí dos corrientes: la primera era la que venía del norte y nos afectaba con ese oleaje. Por supuesto, eso nos haría derivar hacia el sur y la tierra nos quedaría cada vez más lejos, pues también se alejaba hacia el oriente en esa parte. Debíamos navegar por vectores.







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Comenzamos a remar en la Capitanía de Puerto de Chetumal. Alejandro Niz (en adelante Alex) y yo, nos despertamos a las cinco de la mañana, colocamos los kayaks en el agua y despertamos a Pavel y Daniela, que nos habían venido a dejar hasta el mismo mar, solucionándonos de paso el gran problema del transporte de los kayaks, pues con sus cinco metros de eslora (largo), ningún servicio de mensajería, ninguna línea de transportación, incluyendo aérea e incluso ninguna autoridad, quiso transportarnos. Sí, nuestras embarcaciones eran lo máximo, pero superaban con creces la longitud “regular” de un paquete.


Así que Daniela y Pavel nos veían somnolientos en la orilla mientras nosotros nos colocábamos las bañeras, nos metíamos a nuestro respectivo kayak y nos hacíamos a la mar. La mar... así, en femenino, la llama Hemingway, en “El Viejo y el Mar”. La mar... enorme, grandiosa, inmensamente desconocida y por ello muy temida. Y además, era una mar muy extraña. Cuando llegamos, la noche anterior, simplemente parecía que estuviéramos en una gran laguna. No había oleaje ni nada que nos indicara su presencia. Casi ni el olor a mar.


Nos hicimos a la mar y debíamos remar ocho kilómetros más de lo planeado por partir de la Capitanía de Puerto. Serían 35 kilómetros de cruzar la Bahía de Chetumal. Treinta y cinco kilómetros y sin nada intermedio para descansar. La tarde anterior unos marinos nos habían dicho que apenas perdiéramos el “cobijo de la ciudad” tendríamos oleaje por el norte así que navegamos paralelos a la costa, tratando de encontrar un punto que no veíamos y que localizaríamos a base de brújula, sin verlo.


Pero poco a poco la ciudad nos fue quedando lejos y el resguardo lo fuimos perdiendo. Las olas comenzaron primero lentamente, después más recias, sonoras, hasta que crecieron metro y medio. Hicimos un descubrimiento que no nos gustó: las bañeras recién estrenadas dejaban pasar el agua, así que debíamos concentrarnos en ir más de prisa.


De repente noté que Alex estaba demasiado lejos de mí, muy detrás. En los entre-namientos siempre había estado por delante. Creí que me dejaba el lugar de navegante para localizar Pun-ta Calentura y seguí adelante. A veces lo dejaba de ver un rato y entonces viraba mi proa a las olas y lo esperaba. Las olas que venían del norte nos llegaban constantemente de la izquierda y nos mojaban. Yo estaba empapado y Alex lo estaba también. No podíamos evitar mojarnos las manos porque simplemente no había forma. La mano entraba a veces hasta el codo, de-pendiendo de si había ola o no.


Pronto descubrí dos corrientes: la primera era la que venía del norte y nos afectaba con ese oleaje. Por supuesto, eso nos haría derivar hacia el sur y la tierra nos quedaría cada vez más lejos, pues también se alejaba hacia el oriente en esa parte. Debíamos navegar por vectores. “Por vectores”... Curiosa expresión pero era cierta: debíamos remar hacia el norte y al mismo tiempo saber que ese esfuerzo no resultaría sino en un aminoramiento de nuestra deriva.


En un momento, Alex me gritó que tenía mucha agua y que debía detenerse para achicar. “¡Estás loco!”, le dije. Y era cierto: había un oleaje muy fuerte ahí. Media hora después (o lo que así me pareció) me comentó que el agua ya le llegaba a las rodillas. Me puse a babor suyo para taparle el oleaje y achicó. Era increíble la cantidad de agua que tenía. Vaso tras vaso, achicó.


Poco más adelante, el agua cambió de color: el verde oscuro cedía ante el verde jade. Un verde lechoso. Y pronto pudimos ver tierra. La más cercana ya no era Punta Calentura, sino algún punto más al sur, pero era la única que teníamos a la mano, casi palpándonos los ojos. Remamos hasta allá y nos encontramos con un ligero inconveniente: todo era un manglar y no podíamos bajar, así que debimos remar más hasta hallar un sitio donde emergían rocas y pudimos descansar.

















Alex y yo estábamos dolidos de todo. Yo dormí un rato y luego continuamos hacia el sur. No pensábamos en regresar, sino en hacer positivos esos kilómetros de más que habíamos remado “gracias” a la corriente. Llevábamos ya 40 kilómetros y teníamos que encontrar un lugar donde pasar la noche antes que oscureciera y resultó ser un garbanzo de a libra: un área donde había arena ligeramente mojada. Fuera de ese trozo de tierra “firme”, cada pisada hacía surgir un borbotón de agua del suelo. Dormimos con la mente puesta en que si el “norte” cesaba y la marea subía lo suficiente, debíamos partir de ahí lo más pronto posible. Pero no fue así.


El segundo día remamos hasta una casa abandonada. Ahí nos quedamos y por primera vez platicamos a gusto, libres de todo lo que pudiera ser civilización, ruidos y angustias por encontrar un lugar donde dormir.







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