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Montañismo y Exploración
Hacia Bahía de la Ascensión
13 diciembre 2000

Pero lo peor fueron las olas. Ahí llegué a encontrar olas de hasta cuatro metros. Cuatro metros. Más que la altura de una casa y los debía pasar de frente, con la proa a las olas o me volteaban.







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Hoy tuve miedo, mucho miedo. Después de haber cruzado la laguna del Espíritu Santo con viento del este, creí que no encontraría algo más difícil. Pero estaba equivocado. Don Hilario, el único pescador del caserío La Victoria, me había dicho que después de Punta Tucún me encontraría con mar abierto y debería entrar a él alejándome de los corales.


Fue peor de lo que dijo porque tuve que bordear unos riscos pegados a la costa. Cuando los pasé me encontré en plena punta Tucún: un acantilado de riscos que desde el mar y montado en Thor, eran enormes. Pero lo peor fueron las olas. Ahí llegué a encontrar olas de hasta cuatro metros. Cuatro metros. Más que la altura de una casa y los debía pasar de frente, con la proa a las olas o me volteaban.


“En diagonal”, me decía a mí mismo, para que las olas no me pegaran ni de frente ni laterales. Pero con el oleaje llegando por todos lados era casi imposible saber de qué parte llegaría la ola mayor. Todas reven-taban y me acercaban a la costa, a los riscos, así que me fui mar adentro, donde las olas todas tenían ese tamaño enorme.


La punta del kayak subía y bajaba y yo tenía que virar o de otra forma seguiría hasta la barrera de arrecife y chocaría. Giré y de repente una ola se estrelló contra mí y me tumbó. Pero de repente ya estaba fuera. Había hecho el “roll” tan rápidamente que ni siquiera había pensado en los movimientos ni sentía sal en la nariz. La bañera se me había bajado un poco y entraba agua mucho más que antes a la tina.


Jorge, uno de los pescadores de Punta Herrero, me había dicho la noche anterior, cuando me platicaba de las acciones que hacían los pescadores cada vez que les decían que se acercaba un huracán: “Se vale tener miedo, pero no cuando eres uno de nosotros, es decir, cuando sabes lo que hay que hacer”. Yo sabía qué hacer: remar hasta salir de ahí, aunque los brazos explotaran.


Concentrado en el kayak y en mi cuerpo, en el viento y en las olas, en mis brazos y en la pala, remé sin descanso hasta que pude salir y hallé un sitio en la playa para salir. Pero volví mar adentro para llegar a Punta Pájaros y dormir ahí antes de cruzar la Laguna de la Ascensión. Y nuevamente a romper las olas, nuevamente a bogar en contra de ellas, nuevamente a sentir cómo había una especie de corriente eléctrica a todo lo largo de mi cuerpo que me hacía remar constantemente. Y aún así, volví a volcar y de inmediato volví a salir. “Gracias, Alex, me preparaste bien”, dije en voz alta y seguí remando.

















Notaba que no remaba tan rápido como antes pero me guardaba para cuando la ocasión lo ameritara. Y fueron muchas las veces que remé como desesperado para huir de una ola enorme a punto de reventar sobre mí. De repente el mar se calmó y vi una lancha salir de un muelle. Hasta allá llegué y en mi desesperación por descansar, tomé el camino más corto y me dejé arrastrar por las olas hacia la ensenada. Tuve suerte de que el kayak no chocara contra uno de los arrecifes ni se inclinara tanto como para que la punta escollara en alguna parte.


Tuve suerte.







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