La gran travesía
Estoy metido en un agujero en el que apenas cabe una persona. Espero a que mis compañeros hagan el primer rapel mientras me cubro del frío. Estoy 20 metros por debajo de la cima y para llegar a ella hay que trepar por un diedro muy sencillo. Es increíble que después de tantos años de soñar con la pared, ésta se haya resuelto de manera tan fácil y en tan poco tiempo.
Por supuesto, evitamos todas las escaladas en hielo muy técnicas y secciones de la pared muy verticales donde los escaladores pueden abrir vías muy impresionantes. Pero me urgía estar en la vertiente del cañón del Diablo por su comenzaba a nevar. Cuando alcanzamos la arista que separa al Cañón La Providencia del cañón Toledo comenzó a llover.
Pasamos horas buscando esa salida y la alcanzamos con un respiro de alivio, aunque no duró mucho porque tuvimos que cruzar la cara sur de la montaña y no fue nada fácil: una larga travesía donde hay que convertirse en borrego cimarrón para avanzar. Durante horas y horas, trepamos y escalamos. Rocas sueltas, arbustos innumerables. Un vistazo a la cumbre: no está lejos, pero tenemos que hacer primero el recorrido de la cara sur. A las dos de la tarde llegamos al collado con el cañón del Diablo y comenzamos a subir a la cumbre. Debíamos darnos prisa o nos sorprendería la noche.
En la cima de la península
Así, escalamos a toda prisa las fricciones superiores y luego hice la última escalada hasta llegar adonde estoy, bajo la cumbre. Pavel llegó primero, luego Oliver y César. Al final, Samuel y yo. Los veo bebiendo el paisaje, viendo que todo lo que hay alrededor está bajo los pies. El cañón por el que hemos subido, La Providencia, es ahora una línea después de la cual se ve el desierto y, más allá, el Mar de Cortés y la costa de Sonora.
Al otro lado, el observatorio astronómico de San Pedro Mártir y, mucho más lejos, el Pacífico, que comienza a brillar en rojo. Al norte y sur, Baja California se extiende enorme. “Montaña, desierto y mar”, dice Pavel. Así es como se describe a la península. Y nosotros estábamos en la cumbre más alta de ella. Hoy, 29 de diciembre de 1999.
César menciona lleno de emoción: “Hermano, te aseguro cuando seamos viejitos y por fin llegue nuestro momento de partir, este va a ser una de esas imágenes que verás como si fuera la película de tu propia vida.”
“Como únicos testigos de la gran aventura que hemos vivido”, escribe Oliver en su bitácora, “se yerguen silenciosamente el infinito ámbar del desierto contrastando con el infinito turquesa del cielo. En esta cima y en este momento, el Universo se compone exclusivamente de nosotros y la montaña; nada más existe: las ciudades o la gente, las fronteras o los misterios, no existen la mentira o la sospecha. Para nosotros sólo Ella existe. Y a su existencia subyugamos la nuestra misma, pues aunque conquistada, somos esclavos de su belleza... Es curioso pero ni el cansancio ni las lesiones se sienten después de que has llegado a la cima, apenas unas cuantas horas antes, sentíamos que no lo íbamos a lograr, esa maldita travesía al salir de la pared nos hizo cachitos, pero quien se acuerda de eso ahora.”
El descenso
De repente, la pared que toco se vuelve roja, como si estuviera teñida. El sol está ahora por debajo del manto de nubes y colorea a esta roca rosada. Rojo. Está oscureciendo. Son las cinco de la tarde y yo apenas estoy desescalando. Tengo la ventaja de no tener el peso de la mochila ahora, pero debo ser rápido. Tenemos sed y hambre. Por la escasez de agua, no hemos comido y bebido muy poco. Mientras escalaba, encontré un agujero lleno con casi un vaso de agua. Bebí sorbo y dejé el resto a mis compañeros. Pero la sed continúa. Sabemos que dentro de poco descansaremos pero precisamente ahora no debemos descuidarnos. El éxito de una expedición está en regresar con bien a aquellos lugares de donde se salió. Esa es la verdadera victoria.
Tenemos que buscar un lugar para dormir y, si es posible, agua o hielo, aunque dudo mucho que en esta parte de la montaña haya. Mañana bajaremos hasta Campo Noche y después recorreremos el Cañón del Diablo hasta salir al desierto. Los demás se están acercando a las mochilas mientras Samuel me espera. De repente me acuerdo que no nos dimos un abrazo en la cumbre. Era tan fuerte la emoción de haber subido por la pared que no nos acordamos de hacerlo. Por eso le doy el abrazo a Sam. Es un buen muchacho, igual que todos mis otros compañeros. El sol se ha puesto ya. Enredamos las cuerdas y bajamos en medio de la oscuridad.