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Montañismo y Exploración
Artesonraju
1 febrero 2000

El hielo se quebraba bajo nuestro peso y dejábamos en él sólo las puntas diminutas de los crampones como marca de nuestro paso. Pero había otro crujir más impresionante, más respetable: el del hielo del glaciar que, río sólido al fin, se desmenuzaba en grietas de profundidad incógnita, azul y oscura.







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Hielo o nieve o agua... Ya no sabía si nadaba o escalaba. De cualquier manera, seguíamos hacia arriba los tres, hacia la cumbre del Artesonraju, una montaña de 6,025 metros de altitud un poco perdida entre esos cientos de kilómetros de nevados (de "-rajus", como dicen en quechua) de la Cordillera Blanca del Perú. Sí, en el corazón de los Andes.

Durante días esperamos en el campamento a que el cielo dejara de sembrar sus gruesas lágrimas de nieve sobre la cordillera. Días. Se dice fácil. Pero, ¿qué pueden hacer tres hombres en cuatro metros cuadrados durante días? Los libros se nos agotaron, el ajedrez llegó a ser monótono y, lo más importante, la comida se terminaba. Hasta que una madrugada el cielo se limpió de nubes y se cubrió de un manto de estrellas tiritantes de frío. Era la señal que esperábamos.

Equipados en unos minutos con la ligereza que da el saber que sólo contábamos con unas cuantas horas de esa bonanza meteorológica, comenzamos el ascenso, con la modorra de la medianoche trasnochada en los ojos y la ansiedad de la cumbre reflejada en la imaginación.

El hielo se quebraba bajo nuestro peso y dejábamos en él sólo las puntas diminutas de los crampones como marca de nuestro paso. Pero había otro crujir más impresionante, más respetable: el del hielo del glaciar que, río sólido al fin, se desmenuzaba en grietas de profundidad incógnita, azul y oscura.

Por eso la cuerda. Era ese delgado hilo de nylon el que nos aseguraba el ascenso y descenso en la montaña, el que nos unía unos a otros tanto física como... ¿Cómo decirlo? Veamos: sin necesidad de palabras, sin gritos, sin gestos casi, nos entendíamos a distancia. Cada uno de nosotros sabíamos lo que el otro necesitaba y lo que estaba haciendo pese a no verlo. ¿Hilo de la imaginación? Quizá, pero todo resultaba cierto. Nos unía, de una manera inexplicable, a un compañero, a un buen compañero a quien habíamos confiado la propia vida desde tiempo atrás, al hacer los planes de escalada.

Por eso, cuando me adentré en esa muralla de hielo y nieve de 70º de inclinación, sabía que mis compañeros estarían pendientes de mis movimientos. Subí metros y más metros con el viento a cuestas.

Entonces se nos dejaron venir las nubes. De a poquito. Unas, desgajadas de la cumbre del Taullirraju, esa montaña que arañaba el cielo con sus crestas rocosas; otras, subían desde el valle por la quebrada. Lo que ese encuentro de aires (uno caliente y el otro frío) traería como consecuencia, lo imaginábamos fácilmente. Y como no queríamos que la tormenta nos sorprendiera en las vertiginosas paredes del Artesonraju, escalamos más de prisa, hacia la cumbre de la "Joroba", un montículo de una altura mayor que el Popocatépetl, entre el Nevado Parón y nuestra montaña. Sí: nuestra desde que planeamos subir a su cumbre.

Y ahí estábamos: pegados a esa pared de hielo que el sol había derretido poco a poco. A Rodolfo no lo había visto desde antes del amanecer. Él era el último de la cuerda y yo el primero. Sólo Noé tenía contacto con nosotros. Pero yo no recordaba esto. Subía y mi mente sólo estaba puesta en avanzar... y no caer. El sol había amasado la nieve y ésta estaba tan floja y era tan profunda que dejaba un surco en ese mar blanco rodeado de nubes. El piolet y mi brazo completo entraban como si nada.

A las seis de la tarde (18 horas de estar escalando) un trueno nos cimbró. Un trueno de rocas inmensas que caen de las alturas, de nieve que se desliza en desbandada buscando el centro de la tierra, de caos en los cielos y en las nieves, confundidos todos, montaña y hombres. Pasó a la distancia justa para dejarnos esa desazón interminable de llegar lo más rápido posible. Y vuelta a hundirse en la nieve, a meter los brazos hasta donde fuera posible, a tratar de hacer de esa nieve un buen apoyo para subir un paso más y alejarnos definitivamente de los aludes.

Cuando llegué a la cumbre de la Joroba, era tarde. La arista que nos separaba de la cima del Artesonraju tenía cornisas de un lado y del otro. Un zigzag muy aéreo y que debía tomarse con mucho cuidado. Pero había que detenerse. El primero que llegó a mí fue Rodolfo y en cuanto estuvo a un paso de mí, se tiró a la nieve y dijo: "¡Ya no!". Las cimas cercanas se sorprendieron de ese grito de angustia mientras un hombre se hincaba y lloraba por bajar. Había estado tantas muchas horas solo y en la vertical. No había aguantado.

De acuerdo: ya no, pero primero debíamos hacer una cueva en la nieve. ¿Dónde? En el muro de hielo que estaba debajo de nosotros, así que hicimos un rapel ny yo estaba dispuesto a hacer una auténtica cueva en el hielo, pero en cuanto Rodolfo me terminó es primer rapel y llegó conmigo, pude ver lo asustado que estaba en su rostro. De esa forma no podríamos llegar a la cima al otro día. Ni pensar en abandonarlo.

"Es difícil decir «no», pero es tiempo".

La cima... Un mundo de sueños que cuajan en un minúsculo espacio donde caben apenas tres hombres. O uno. Y debajo, valles, montañas, un mundo de hablar quechua y, un poco más lejos, los mares... ¿Cuántas cosas hay bajo los pies de un hombre que ha llegado a la cima de una montaña después de haber batallado durante horas o días en la pendiente? La sensación es la misma cuando uno está rodeado de nubes y ya no encuentra más que subir. O quizá esta última imagen, ésa que nos tocó vivir, sea más fantástica por irreal.

Esa es la cima, pero es apenas la mitad del camino, pues falta el descenso: ese delicado asunto de tener que regresar al mundo de los mortales con vida para soñar nuevamente y volver a caminar hacia ese punto luminoso que uno se ha trazado. O hacia otro.

Y bueno: bajamos. En medio de la noche, nos colgábamos de las cuerdas puestas a las estacas de aluminio que poníamos. Yo descendía primero y luego Noé dejaba bajar hasta mí a Rodolfo, el más afectado por el frío, el cansancio y el miedo tremolando en su voz, mientras yo volvía a golpear una y otra vez dentro del hielo una nueva estaca de aluminio. Y cantaba. Cualquier canción era buena para no dejar doblegarse a quien estaba a punto de hacerlo. Y seguí colocando los rapeles para llegar a nuestro campamento. No importaba. En el campamento dejaríamos a Rodolfo y Noé y yo subiríamos después de descansar un día.

A las dos de la mañana tuvimos que detenernos. Llevábamos 26 horas con actividad y Rodolfo se tropezaba continuamente. Nos refugiamos en una grieta y dormimos tres horas para seguir hasta el campamento. Encontramos algo desolador: nos habían robado la comida y gran parte del dinero. No habría otra tentativa a la montaña: nos habían quitado más que objetos, más que alimentos.

¿Otras cimas? Sí: había tantas como sueños en nuestras mentes y ya desde el fondo de la quebrada de Santa Cruz, cuando volteábamos a ver al Artesonraju en las alturas asoleadas o cubiertas de nubes, soñábamos esa cumbre como algo que ya había sido nuestro.

Un mes después, un grupo de seis montañistas universitarios, dirigidos por Enrique Miranda, llegaron a la cima del Artesonraju siguiendo la ruta que nosotros habíamos dejado equipada con nuestras estacas. Los informes que les proporcionamos en un restaurante de Huaraz les ayudaron a evitar todos los rodeos en que nosotros habíamos caído. Se convirtió así en el primer ascenso mexicano a la montaña.



 



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