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Montañismo y Exploración
SOLO EN LA ENCANTADA
25 enero 1999

La sierra de San Pedro Mártir, en Baja California, es una de las más difíciles de México. Las vías para ascender al Picacho del Diablo tienen altas dificultades. Esta es la crónica de una exploración a la sierra más difícil de México, por la vía más difícil, en el tiempo más difícil (invierno) y completamente solo.







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Y si recuerdo todo esto es porque hace una semana descubrí que para vencer la soledad debía trabajar con mi mente. Hace ocho días que me dejaron al pie de la sierra y desde entonces reconocí que la mayor dificultad no me la plantearía la montaña, sino mi propia mente: ese reconocimiento era el primer paso de la supervivencia.

Hace días que trepo rocas y más rocas, que escalo cascadas �una tras otra�, que procuro evitar las grandes pozas que ahora tienen agua helada (aunque en dos ocasiones no lo logré y el resultado fue caminar empapado), que recojo leña, que escojo el lugar para dormir, que cocino y que lavo trastes, que hago todo el trabajo de una exploración porque así lo he querido, porque San Pedro Mártir es el lugar donde uno puede encontrarse a sí mismo tal como es, sin el disfraz con el que nos disfrazan los demás.

Es el lugar más difícil, por la ruta más difícil, en el tiempo más difícil y completamente solo.

Desde el principio, mi compañera fue la bitácora. Comencé a "platicar" con personas. En una anotación escribía a una o a otra hasta hacerme de muchos compañeros. Y el río... mi segunda compañía. A los dos mil metros de altitud comenzaron los grandes espacios nevados, el río ya se cubría con una costra de hielo y los ocasionales sonidos de aves se esfumaron. El aire se quedó mudo.

Tuve problemas. Súbitamente la dificultad aumentó y no había un ruido constante que me platicara, salvo, al anochecer, la fogata. Durante dos días estuve confundido en mis ideas: dudaba entre seguir a la cumbre o regresar. Fueron dos días de estar buscando la ruta hacia la cima por el tardado método de ensayo y error; y pese a que en esta ocasión no tenía la intención de escalar El Escudo, todos mis intentos se veían bloqueados.

El 25 de diciembre desperté a las cuatro de la madrugada. Afuera de la espaciosa cueva que durante tres noches había compartido con algunos pajarillos, rugía el viento. Era curioso que a esa hora, cuando faltaban todavía cuatro horas para el amanecer, me pusiese a escuchar su canción. Entonces descubrí que tenía un nuevo amigo: el viento.

Ese día descubrí el acceso a la cumbre cuando ya había decidido regresar porque estaba "perdiendo el tiempo". Juegos que la mente nos hace. A las diez de la mañana estaba ya sobre una arista rocosa que no presentaba grandes dificultades. Y lo más importante de todo: llevaba a la cima.

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