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Montañismo y Exploración
SIERRA MADRE OCCIDENTAL

La Sierra Madre Occidental es la cordillera más grande de México. Un breve ensayo sobre esta sierra.







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EL TESORO DE LA SIERRA MADRE

Los nativos, los oriundos de la sierra, han visto caer sus antiguos y fértiles dominios en otras manos: las de los extranjeros que han venido a marcar sobre un papel cruces múltiples y diminutas. Cruces de dioses y cruces de minas. Los extranjeros han rascado y arañado las arrugas de la Sierra hasta hacerle inmensos boquerones de más de tres kilómetros de profundidad en busca de metales. Sin sospecharlo siquiera, habitaban en una región rica en metales preciosos, aquellos que hacen cambiar la balanza económica de un país. Y si lo sabían supieron darle su merecido valor: el oro no da de comer, la plata no da de beber. No en la Sierra Madre.

Los mineros de Tayoltita [Durango] dicen que la veta de oro que trabajan es de dos a tres metros de ancho y que pese a haberla explotado durante varios años, parece no acabarse. Oro puro, nada de mezclas. Oro que deslumbra de sólo verlo, que altera la serenidad y que ha cobrado vidas para salir a deslumbrar al sol. Vidas muertas que reviven en espeluznantes relatos. Por supuesto, esto da lugar a la fantasía pues llegan a decir que si se pudiera seguir su rastro durante algunos años, se uniría con la de San José de Bacís, a muchos kilómetros de aquí. La antigua fantasía de riquezas inagotables todavía existe después de varios siglos y al parecer morirá con el hombre (11)



TODAS LAS SIERRAS

La Sierra Madre es un abanico de quebradas que se ramifica de sur a norte en pequeñas sierras con diferentes nombres: sierra del Nayar, sierra de Tepehuanes, Espinazo del Diablo, sierra de Topia, sierra Tarahumara... Todas, hijas de una misma madre. Barrancas con nombres exóticos y líquidos: Alica, Tayoltita, Bacís, Urique, Batopilas, Munérachi, La Candameña, Huérachi. Barrancas anchas en kilómetros o centenares de metros.

La profundidad de la barranca de Huérachi es tal que se necesitan tres días para bajar por un lado y llegar al otro por caminos que son verdaderos desfiladeros. Cuando se va a subir a la "otra sierra" (a tal grado llega el aislamiento biogeogr fico), se tiene que gritar para saber si no hay quien baje porque de encontrarse en el camino dos recuas de mulas una de las dos tendría que regresar por donde vino. Sin embargo, no es tan impresionante como la del Cobre o Batopilas, pese a ser más honda, quiz por su anchura. (12)



Flujos impetuosos de agua adolescente en busca del mar: Basaseachi con sus 276 metros de agua blanca en caída vertical o Piedra Volada, con más de 400.

La Sierra Madre es inaccesible, es cierto, pero el hombre ha encontrado caminos para forzar su impenetrabilidad. O los ha hecho. A fuerza de pasar una y otra vez primero las fieras, luego los hombres, después las bestias y finalmente las carretas, los caminos reales fueron los primeros. Por eso son reales. Son caminos angostos porque allí los hombres y las bestias no necesitan más para salvar las rijosas montañas. Los "desechos", que les llaman en algunos lados. Como los ríos siempre dificultaron el paso al otro lado, lado promisorio, se tendieron primero cables �la "maroma"� sobre los que hay que pasar sentados igual que hace doscientos años. Finalmente llegaron los puentes.

El siglo veinte vino y amplió los caminos añejos para dejar pasar las máquinas que van en busca del oro verde de los bosques, caminos que ahora se pasean por toda la sierra desgarrando su vestido de vegetal, su vestido de tierra, para simular túneles de polillas gigantes en la espesura. El hombre todavía fue más lejos: muy al norte, construyó una gigantesca bestia de metal capaz de atravesar cerros de piedra, una bestia que debía ser como el río para cruzar la tierra, cortar las rocas, pasar, indetenible y tranquila, entre bosques y montañas y dirigirse al mar. Bestia que desdeña las profundidades.

Como decir cuchillo caliente en manteca, así está ya del otro lado de la montaña, salta que brinca barrancos profundos y amplios. El ferrocarril (13) �así se llama este monstruo� ha cambiado el alma de la sierra. Muchos caminos reales que antes eran recorridos en un par de horas están ahora sepultados de olvido porque el hombre prefiere llegar a su destino en veinte minutos.

Los antiguos caminos son ahora pueblos de aves.

A cada paso del ferrocarril, las ardillas voladoras del eco saltan, corren y vuelan para perforar la muralla milenaria del silencio. Y al final, llegaron las alas de acero. Cientos de personas dicen conocer las barrancas porque han llegado en minutos y se han puesto a ver en segundos las llagas de la Sierra Madre. Ilusión. No se puede llegar al corazón que ofrece la Sierra Madre con la velocidad del avión ni del tren. Para conocerla es preciso enamorarla... quitarse el reloj y la vestidura de citadino... esperar... esperar... y seguir esperando. Los indios han vivido así toda su vida y la conocen. Por eso: porque carecen del apresuramiento del tiempo.

Hemos caminado varios días siempre al noroeste desde Guachochi [Chihuahua], por lo alto de la sierra para llegar a la ranchería El Cuervo. Estábamos buscando uno de esos lugares tan poco comunes donde pudiéramos tener un contacto directo con tarahumares en su medio y no en poblaciones mestizas. Sin civilización, sin intermediarios. Nos habían dicho que esta ranchería es uno de los lugares donde est n más aislados del chabochi(14) y toda su civilización. Es cierto: rodeado de peñas y por palos trepones por donde el cielo baja de rama en rama, es uno de los lugares hasta donde el "hombre barbado", sea blanco o mestizo, tiene poca o nula presencia, quizá porque hay que caminar por un camino malo y difícil para llegar. Hay que buscar un perdedizo sendero y seguirlo. Las máquinas, afortunadamente, todavía no llegan aquí. Ni las mulas pasan por los pasillitos que sirven de caminos a través de la roca maciza.

El lugar es una llanura grande, demasiado para el lugar donde está: en lo alto de la sierra. Barrida por los vientos, apenas puede crecer el maíz sembrado con esfuerzo y sudor. Se divisan casas lejos y lejanas entre sí. Chabochis desconocidos en tierra de tarahumares, había que pedir permiso, acaso sólo por cortesía, para pasar la noche en el lugar, así que me dirigí a la casa más cercana, mientras dejaba a mis compañeros estacionados en un lugar esperando la respuesta. Por supuesto, no era conveniente presentarnos todos y como yo sabía un poco de rarámuri, fui el elegido para recorrer esos trescientos metros. En el camino recordé que estaba en el país de la tradición y, sobre todo, de la diplomacia.

Para ellos, los "corredores-de-pies-ligeros", éramos unos extraños y, como chabochis, podríamos aprovecharnos de ellos en cualquier momento. Centurias de acoso y despojos les han enseñado la sabiduría de ser cautos y temer a los extranjeros como el puma al hombre. La vereda me recordó, también, una de sus costumbres más extraordinarias y que hacen de cada uno de ellos un diplomático en toda la extensión de la palabra. La conocía porque la había leído y platicado. Me parecía asombrosa y decidí seguirla paso a paso. ¿El tiempo la habría modificado?

A diez metros de la casa a la cual me dirigía, me planté en el suelo y comencé a jugar con piedrecillas, a ver el cielo y las nubes, a examinar las plantas y sus colores, como si la casa no existiera y yo no tuviera otra cosa que hacer que dejar pasar el tiempo. En efecto: el tiempo pasaba y llegué a pensar que realmente no había nadie en la casa porque no se escuchaba un solo ruido. Quince largos minutos después (¡qué largo se nos hace el tiempo cuando esperamos!) comencé a ver las palabras de un libro convertidas en realidad: el dueño de la casa salió, me saludó con un Kuira-bá muy atento, demasiado formal, y comenzó a examinar el techo de su vivienda, sus utensilios de labranza, a medir el día con el sol... mientras yo continuaba haciéndome el desentendido. El tiempo se deslizó entonces con una suavidad asombrosa, sin sentirlo casi, en una espera ansiosa por parte de los dos, como un enamoramiento. Y era cierto: me había enamorado, a través de ese hombre, del Indio y todo lo que le pertenecía. Finalmente se acercó a mí, se sentó en cuclillas, como yo, y me hizo la plática.

Entre rarámuri, «castilla» y el lenguaje universal de las señas y los gestos, hablamos sobre el tiempo, sobre la cosecha, sobre cualquier tema, menos del asunto que me llevaba ahí. «Hay que ser extremadamente pacientes con ellos porque tienen otro reloj que no corresponde al nuestro. Pueden dejar morir a alguien gravemente enfermo pero para ellos es más importante realizar todo el ritual de presentación», me había advertido el doctor Luis González. Tiempo era lo que me sobraba entonces y valía la pena ajustarse a ese reloj: vi el rostro moreno inundarse de una sonrisa de gozo y seguridad.

«Hablas como yo, piensas como yo, actúas como yo: eres un rarámuri». A partir de ese momento yo no era ya un chabochi ni era potencialmente peligroso: el sabía que yo conocía sus costumbres y, sobre todo, las respetaba. Le estaba dando a un tarahumar su lugar como hombre y él me concedía ser un poco tarahumar. Eramos iguales, como hermanos. Dos hombres de diferente cultura coincidíamos allí, en ese momento. Un instante.

Durante ese tiempo, del otro lado de la llanura, había alcanzado a ver a mis compañeros levantar el campamento, encender el fuego y preparar la comida. Habían decidido ya nuestro lugar de permanencia nocturna. Me reprocharían mi tardanza pero, comparado con el momento m gico que vivía en esos momentos, ¿qué importaba?" (15)



Sierra Madre Occidental, tan diversa que uno no acaba por explicarse porqué el escenario impresiona tanto al viajero que llega en busca de un prometido descubrimiento en ruedas o alas metálicas. Nadie lo comprende hasta que se está de pie al borde del abismo, en el fondo de la sima, frente a un indígena o un mestizo serrano. Entonces el descubrimiento está a la vuelta de la roca, de la casa, del pino, del río, de uno mismo. O del mestizo, aquellos que han perdido hasta la memoria de conquistadores, hasta los dioses de los conquistados, porque cuando estos hombres abren sus bocas, aparecen jirones de épocas pretéritas que vuelven a cobrar su frescura y su propio sabor; han hilvanado muchas arrugas en sus caras cetrinas. Su vida se mide por los caminos andados y los amigos obtenidos, porque las leguas andadas juntos les dan intimidad indeleble. Se han hecho a la sierra y ahora ellos son los dueños de extensiones increíbles de barrancos, cerros, luz y estrellas con promesas de vida.

En el horizonte, siempre el cielo con sus nubes de escenario; atrás y arriba, los gigantes de piedra se yerguen con brusquedad para hurgar con sus aristas la zona hacia la cual los hombres miran en busca de todos los dioses, con ojos llenos de preguntas. Hay tanto y de tanta calidad que pronto se percata uno que ese mundo está lleno de rincones ocultos donde todo está por descubrirse. Es el mundo de los rincones, de las esquinas, de los descubrimientos...

Y si en un principio no parece más que un vacío lleno de silencio y desolación es porque no se ofrece a los amantes de un día.


REFERENCIAS

(1) Lumholtz, Carl. 1981. El México Desconocido. Instituto Nacional Indigenista, México. Tomo I, p. 500.

(2) Idem. Tomo I. p. 141-143.

(3) Carta de Juan María Salvatierra en 1680. González Rodríguez, Luis. "Las barrancas de la tarahumara" Estudios de Historia Novohispana. Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México. Volumen V, p. 122.

(4) Relación de José Tardá y Tomás de Guadalajara en 1676. González Rodríguez, Luis. "Las barrancas de la tarahumara" Estudios de Historia Novohispana. Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México. Volumen V, p. 122.

(5) Carta del padre Juan del Valle en 1611. González Rodríguez, Luis. Crónicas de la Sierra Tarahumara. Colección Cien de México. Secretaría de Educación Pública, México. 1987.

(6) Annua de 1676, citada en González Rodríguez, Luis. Op. Cit.

(7) Carta del padre Francisco María Domínguez del 23 de octubre de 1739. citada en González Rodríguez, Luis. Op. Cit.

(8) Jícuri: Peyote (Lophophora williamsi)

(9) Matías de la Mota Padilla, 1742. en Meyer, Jean. El Gran Nayar. Colección de documentos para la historia de Nayarit. Vol. III, p. 15.

(10) Lumholtz, Carl. op. cit.

(11) Rangel Plasencia, Carlos. Expedición a la Sierra Madre Occidental del estado de Durango, 1987. Bitácora del jefe de la expedición.

(12) Rangel Plasencia, Carlos. Expedición Sierra Tarahumara, 1985. Bitácora del jefe de la expedición. Inédito.

(13) La línea del ferrocarril Chihuahua al Pacífico atraviesa la Sierra Madre Occidental por lugares que fueron, como todavía lo son ahora, en su tiempo todo un reto para sus constructores; el resultado es una obra maestra de la ingeniería en México. La línea del "Chepe" (por sus siglas Ch-P) fue terminada en 1965 e inaugurada en 1961. Tiene 410 puentes que miden un total de 11,375 metros y 99 túneles que suman más de 21 kilómetros de longitud. De los túneles, uno mide más de kilómetro y medio y atraviesa una montaña de roca; de los puentes, el más alto está sobre el río Chínipas �aquel que se unirá más adelante al río Fuerte�, a noventa metros de altura sobre el nivel del río, mientras el más largo est construido sobre el río Fuerte, con una longitud de 500 metros.

(14) Chabochi: Hombre barbado. Así llaman los tarahumares a los mestizos y blancos que no son extranjeros, a quienes llaman con el apelativo general de "gringos".

(15) Rangel Plasencia, Carlos. 1985. op. cit.

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