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Montañismo y Exploración
SIERRA MADRE OCCIDENTAL

La Sierra Madre Occidental es la cordillera más grande de México. Un breve ensayo sobre esta sierra.







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MUNDO DE CIMAS Y SIMAS

Desde Chihuahua, Durango o Zacatecas, las prósperas e históricas ciudades norteñas, no se tiene un solo atisbo de su presencia. Los caminos se deslizan un paso hoy y otro mañana desde la llanura feliz hasta meterse a la cabellera espesa del bosque del Mohinora, el cerro más alto de la Sierra, donde la noche afila agudamente al frío con la plata de la luna. Media luz. Rocas aquí y rocas allá delatan la aparición de un terreno más escarpado. Nada sensacional. El camino serpentea.

Entonces, ante los ojos pelados del viajero pasmado por el asombro, aparece un tajo enorme, océano de vértigos que revientan en rocas asaeteadas por el sol y levantadas, una tras la otra, en paredones verticales por los que resbala la vista como agua en torrente: incontenible. Barranca sonora como mar abierto: es el alma sin edad de la tierra la que quita la respiración y hermana la grandeza de la Sierra con la pequeñez del espectador:

La vista era magnífica: las profundas quiebras y barrancas, resultado de prolongados deslaves y erosiones, surcaban el suelo formando grandes elevaciones, especialmente al sur y al poniente. En otras palabras, allí fue donde por primera vez observamos barrancas que desde ese punto constituyen un rasgo enteramente característico de la topografía de la Sierra Madre. [...] Aun los misioneros jesuitas, con toda su intrepidez, desecharon la idea de bajar a ella, y los indios les dijeron que sólo los pájaros conocían la profundidad de aquel abismo. Cuando uno se detiene la orilla de tales boquerones, se pregunta sorprendido si sería posible atravesarlos. [...] La región, desde donde abarcaba la vista, parecía olvidada, solitaria, intacta de huella humana. (2)



Sierra Madre Occidental... El viajero que se presenta es ya un explorador en potencia porque la encuentra inaccesible y no sabría por donde comenzar de no ser porque la Sierra misma ofrece, cándida como niña recién nacida, su corazón silvestre e impenetrable, con sempiternos árboles gigantescos y multicolores que, presas del vértigo, se aferran a los riscos como queriendo arañar el cielo o sostenerlo. Clamor de centurias, de milenios. El viajero se convierte en un explorador, un descubridor de la furia con que se ven atacados los ojos en un continuo ir y chocar con un cerro, con otro. Descubridor de la sensación de tenerlo todo bajo los pies y observar el crepúsculo que le permite a la noche entrar de puntitas con su manto de estrellas mientras deja un poco de algo que se muere sin estruendo en las rocas sangrantes de sol. Las dos distancias, aquí y allá, están presentes en el mismo lugar. Mundo laberínticamente complejo que se reduce a dos direcciones: arriba y abajo.

Cerro arriba, río abajo... cerro abajo, río arriba... Entre el mar y esa altura se desarrolla una serie de montes que parecen formados por una mano colosal que hubiera arrugado con sus dedos la costra de la tierra. Sentidos descubridores del paisaje todo, energúmeno que hace arrodillarse a la conciencia más tranquila para pensar a media voz y con los párpados caídos:

Fue tal el espanto al descubrir los despeñaderos, que luego pregunté al gobernador [de Cerocahui, comunidad tarahumara] si era tiempo de apearme. Y, sin aguardar respuesta, no me apeé, sino me dejé caer de la parte opuesta al precipicio, sudando y temblando de horror todo el cuerpo, pues se abría, a mano izquierda, una profundidad que no se le veía fondo y, a la derecha, unos paredones de piedra viva que subían línea recta. A la frente estaba la bajada de cuatro leguas por lo menos, no cuesta a cuesta, sino violenta y empinada; y la vereda tan estrecha que a veces es menester caminar a saltos, por no haber lugar intermedio en que fijar los pies. (3)

[...] fuimos a dar a una profundidad de unas peñas que, estando como una pared de un muro, puestos desde arriba, aun antes de llegar, desde lejos desvanecía la cabeza. Y se vían montes abajo que parecían a la vista más azules por la distancia que verdes por la cercanía. Allá abajo dijeron que había gente y sembraba; pero era tanta la profundidad, que ni casas, ni milpas, ni rastro de gente vimos; que no parecía que era sino una imagen viva del infierno. (4)



El infierno... Sí, se puede pensar eso. En las cimas, el verano comienza la lluvia despacio, como temiendo despertar al silencio. Tras los goterones, el viento azota las nubes violentando los bosques hasta que se esconden las bandadas de guacamayas y los solitarios carpinteros que se comen al silencio. Entonces, a toda prisa, la sierra se echa encima las mantas mojadas de la bruma y los primeros relámpagos iluminan el paisaje: se desata con una furia incontenible para hacer crecer ríos, borrar veredas y sembrar vida en las milpas.

Es increíble la fuerza de la lluvia. Hace veinte minutos nos bañábamos a pleno sol y en segundos se desató una tormenta que nos apedreaba con granizos descomunales. Huimos de regreso al pueblo pero el riachuelo casi ridículo que apenas habíamos visto a la ida, al regreso era todo un torrente desatado que había roto una presa y nos impedía pasar. (5)



La luz del sol suele aparecer en medio de las lluvias torrenciales; fulge por algún vacío de las nubes ribeteándolas de colores de arco iris para resaltar la sierra y brillar el agua. Atrapado en las fuerzas de la naturaleza, el hombre contempla indeciso el mundo así dispuesto. "Imagen viva del infierno", muchas veces la simiente del agua no toca el suelo fértil de las simas; entonces, las sedientas siembras agonizan. El sol infunde silencio cuando cae, al mediodía, al fondo de estos abismos de piedra y de arbustos. Para silencios, ése. Sólo un vientecillo quiere silbar a lo bajito, temeroso de ser molesto.

En invierno las trombas recorren las altas cimas en pasos despeñados para coronarlas de blanco. Entonces la noche pare pumas o fábulas escapados de las alturas para devorar por sus hocicos espumeantes de hambre la lana de los borregos, la leche de las cabras, la carne de las reses y los relinchos de las mulas. Alguna vez tuvieron de colosal adversario, en la carrera interminable por el venado, al oso. Oso temido, oso venerado, oso exterminado. Ahora el "lión" no se preocupa mas que del hombre que lo arrincona con ladridos de perros y rifles para matarlo. Con eso tiene. Lo que toma ahora son sustitutos nada desdeñables del que también ha huido de las nevadas con sus astas. En invierno, el hambre aparece en los animales cimarrones.

Desde ahí, desde las altas cimas que se yerguen casi dos kilómetros por sobre el fondo de la barranca, se dejan escurrir las aguas por los peñascos, los peñoles, las patillas y los relices para llegar al fondo y ver nacer al Fuerte, al Yaqui, al Mayo, al Sinaloa... ríos que correrán por leguas, cientos de ellas, para prodigar vida en las planicies donde la vista se desliza hasta el horizonte sin tropiezos.

Para entonces, el viajero se ha percatado que las medidas de distancia, peso y tiempo también son antiguos en la Sierra y se almacenan las leguas, las varas, los almudes...



El río baja de las alturas. Al rumor sucede el silencio; al precipicio, las extensiones amplias y desérticas de la costa del Pacífico, del Mar de Cortés, allá donde el océano lame y relame sus sedientas playas con esas aguas sabor de montaña fresca. Extensiones sin limite. Pródiga, la bravura de la sierra también brinda su sangre cristalina a las llanuras de oriente, a los prósperos campos menonitas, a Chihuahua, a Durango, a Zacatecas, a Jalisco.

El viejo y seco mar donde los fósiles esperan ser hallados, todavía cobra tributo y sorbe algunas aguas como si tal cosa; el desierto las almacena en "lagunas" que tienen más sal que agua. Otras venas serranas, más atrevidas y sin temor a cuajarse en nada, lanzan su sangre en viaje aventurero en kilómetros hacia el norte, hacia el río Bravo, para dar de beber al Golfo de México. Tres Mares. Ninguna otra sierra de nuestro país alimenta a tantos.

Por la ubicación que tiene, la Sierra Madre Occidental representa un paraíso. De no existir esa barrera montañosa que obliga a precipitarse al agua en ligeras brisas o furiosas lluvias y nevadas para un mar o para el otro, el norte de México sería un terreno árido y tórrido como la tierra de los seris. Sola y escueta en hombres.

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