Asà penetró en la mente humana la idea de ascender al Everest, se difundió poco a poco y fue adentrándose en ella más y más. El hombre no se contentaba ya contemplando pasivamente la montaña desde lejos. DebÃa ponerse en pie y luchar con ella. HabÃa llegado el momento de la acción. Lo que narra este libro es la ejecución de aquella idea. Se divide, forzosamente, en tres partes. Durante la primera fase, la montaña fue objeto de una observación cuidadosa, pues hasta entonces nadie Â?por lo menos ningún europeoÂ? se le habÃa acercado a una distancia de setenta kilómetros. Fue la fase del reconocimiento. Luego, cuando Mallory descubrió una ruta practicable, vino el intento propiamente dicho de escalar la cumbre; la empresa fracasó, pero demostró que el hombre puede subir a una altura de 8.235 metros. Prodújose, por fin, el segundo intento, que tuvo tan trágico desenlace; pero en él los hombres, sin ayuda externa, alcanzaron una altitud de 8.578 metros.
Tales son las tres fases de la gesta. A la primera de ellas dedicamos el presente capÃtulo.
Para poner en práctica una idea noble, es preciso, generalmente, vencer obstáculos previos. En el presente caso las primeras dificultades fueron humanas. Los nepaleses cerraban el paso al Everest desde el Sur. Hasta entonces los tibetanos lo habÃan cerrado por el Norte. ¿PodrÃa vencerse la obstinación con que estos últimos se negaban a admitir a los extranjeros? Tal era el primer problema que se debÃa resolver. Era cuestión de diplomacia Y, antes de lanzar la expedición, precisaba ejercer aquel difÃcil arte. Una delegación de la Real Sociedad Geográfica y del Club Alpino visitó al secretario de Estado de la India para manifestarle la importancia que ambas corporaciones concedÃan al proyecto y recabar su protección. Si se le otorgaba y no se oponÃa a que se enviase al TÃbet la expedición Â?previa la obtención del permiso de los Gobiernos de la India y del TÃbetÂ?, ambas sociedades se proponÃan invitar al coronel Howard Bury para que negociase el asunto con las autoridades de la India. Tal es la propuesta que se le hizo.
Por singular coincidencia, esa delegación (encabezada por el presidente de la Real Sociedad Geográfica) fue recibida por lord Sinha, a la sazón subsecretario de Estado. Era bengalÃ, de una región desde la cual se divisa el Everest. Tal vez no sentÃa gran entusiasmo por la empresa, pero, en su calidad de portavoz del secretario de Estado, dijo que las autoridades de la India nada objetarÃan.
Era una barrera salvada y hubiera podido ser infranqueable, pues un anterior secretario de Estado se opuso formalmente a que los ingleses cruzasen el TÃbet. Afirmaba que los exploradores ocasionan siempre dificultades, por lo que debe disuadÃrseles de su empeño.
Para vencer el segundo obstáculo fue enviado a la India el coronel Howard Bury. Era un oficial del 6º regimiento de fusileros, recién pasado a la reserva, después de prestar servicio durante la Gran Guerra. Antes del conflicto, estuvo destacado en la India y tomó parte en una expedición de caza en el Himalaya. Como le interesara el proyecto del Everest, ofreció sus buenos oficios a la Real Sociedad Geográfica. Resultó un excelente embajador. Logró entusiasmar con la idea al Virrey, lord Cheimsford, y al comandante militar, lord Rawlinson, y obtuvo la promesa de su ayuda, a condición de que el delegado del Gobierno, mÃster Bell, opinase que los tibetanos no se opondrÃan al proyecto. El coronel Howard Bury se dirigió luego a Sikkim, donde visitó a mÃster Bell y logró también interesarle. Por fortuna, mÃster Bell (actualmente Sir) ejercÃa gran influencia sobre los tibetanos. Mas el resultado fue que a fines de 1920 se recibió en Londres la noticia de que el Gobierno del TÃbet autorizaba la expedición al Everest para el siguiente año.
Logrado por la diplomacia su objetivo y vencidos los obstáculos humanos, pudo ya organizarse con febril actividad la expedición. La ascensión al Everest interesaba igualmente a la Real Sociedad Geográfica y al Club Alpino. A la primera, porque le repugna admitir que existe en la Tierra algún lugar donde el hombre no haya intentado sentar sus plantas y al Club, porque las ascensiones montañeras son de su incumbencia especial. Decidióse, pues, que patrocinaran la expedición ambas entidades. Era lo más acertado, puesto que a la Real Sociedad Geográfica le resultaba más fácil organizar expediciones con propósitos de exploración, y el Club Alpino poseÃa mejores medios para elegir a las personas. Formóse, pues, un Comité conjunto, llamado del Everest, compuesto por tres miembros de cada una de aquellas asociaciones. Se acordó que durante la primera fase, en que se efectuarÃa el reconocimiento de la montaña, presidirÃa la Comisión el presidente de la Real Sociedad Geográfica y que en la segunda fase, o sea, la de la ascensión, el cargo corresponderÃa al presidente del Club Alpino.
El Comité del Everest quedó constituido en esta forma:
Real Sociedad Geográfica | Club Alpino | Sir Francis Younghusband | Norman Collie | MÃster Edward Sumers-Coks | Capitán J. P. Farrar | Coronel Jacks | MÃster C. F. Meade |
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MÃster Eaton y mÃster Hinks fueron nombrados secretarios honorarios.
Como siempre ocurre, lo primero que se necesitaba era dinero (y las expediciones al Everest son empresas costosas). En aquellos momentos ninguna de las dos sociedades poseÃa medios económicos; todo debÃa confiarse a las suscripciones privadas. En este aspecto, el Club Alpino mostró una extraordinaria generosidad, o, por lo menos, el exigente capitán Farrar la logró de los socios. Todos ellos, presionados por Farrar, viéronse obligados a soltar sus más ocultos ochavos. En la Sociedad Geográfica persistÃa aún la opinión de que escalar el Everest era empresa sensacional, pero no "cientÃfica". Si se trataba de hacer un mapa de la región, debÃa prestarse apoyo al proyecto, pero si sólo se proponÃan escalar la montaña, era preferible dejar el asunto en manos de los montañeros y no distraer la atención de una corporación cientÃfica como la Real Sociedad.
Ese mezquino concepto de las funciones de la Sociedad Geográfica era enérgicamente defendido por algunos de sus miembros, entre los que figuraba un ex presidente. Era vestigio de una época en que la confección de mapas se consideraba como principio y fin de la actividad de los geógrafos. Pero, ya desde los comienzos, se declaró entonces que conquistar la cumbre del Everest constituÃa el supremo objetivo de la expedición y que todos los demás serÃan secundarios. Escalar la montaña no era simple proeza sensacional. Era poner a prueba la capacidad humana. Si se lograba conquistar la cumbre más elevada del mundo, podrÃa también ascenderse a todas las demás que no ofreciesen obstáculos fÃsicos insuperables; asÃ, los geógrafos extenderÃan sus investigaciones hasta regiones del todo inexploradas.
Claro que no dejarÃa de confeccionarse el mapa. Como se trataba de una grandiosa aventura, ofrecerÃan su colaboración buen número de cartógrafos, geólogos, naturalistas y botánicos. Tal fue el criterio que se expuso a la Sociedad Geográfica y el que se adoptó.
Mientras allegaba recursos, el Comité del Everest se ocupó también en elegir a los expedicionarios y adquirir el equipo y las provisiones. La composición del grupo de exploradores se supeditó al principal objetivo de la primera expedición: el reconocimiento de la montaña. Debe tenerse en cuenta que entonces se sabÃa de ella muy poco. Su situación y altitud se precisaron mediante observaciones realizadas en puestos militares de las llanuras de la India, a más de ciento sesenta kilómetros de distancia. Pero desde el llano sólo se divisa el vértice de la cima. A lo más se domina desde los alrededores de Darjiling, si bien a una distancia de ciento veinte kilómetros. Por el lado del TÃbet, Rawling y Ryder llegaron a unos noventa y seis kilómetros de la majestuosa sierra, y tal vez Noel se acercó algo más. Sin embrago, este conjunto de observaciones poco ilustraba acerca de la montaña. La parte alta parecÃa relativamente accesible, pero nadie sabÃa las caracterÃsticas de la zona contenida entre los 4,880 y los 7,930 metros.
Douglas Freshfield y Norman Collie, que realizaron ascensiones en el Himalaya y poseÃan certera visión de la topografÃa montañera, defendieron con calor la conveniencia de dedicar toda tina estación del año a un minucioso reconocimiento, de modo que no sólo se descubriese una ruta hacia la cumbre, sino la indiscutiblemente mejor. Era indudable que sólo podrÃa alcanzarse la cima por el camino más fácil, y hubiera sido lamentable que un grupo expedicionario, tras pugnar penosamente con las dificultades de una ruta sin lograr su objetivo, descubriese luego que existÃa un paso mejor.
Siendo el reconocimiento el objetivo de la primera expedición, era preciso que su jefe fuese un avisado juez en lances montañeros, hombre de larga experiencia alpinista, capaz de aportar una autorizada opinión sobre la cuestión vital de la ruta. Harold Raebún poseÃa tal experiencia, y precisamente el año anterior realizó ascensiones en Sikkim. Era hombre muy maduro, pero no tendrÃa la ilusión de llegar a altitudes considerables y se confiaba en que con la experiencia compensarÃa las deficiencias propias de la edad.
Para las grandes ascensiones y el intento de escalar ]a cumbre, que se proyectaba para el siguiente año, los socios del Club Alpino sugirieron enseguida un nombre: el de Mallory. Todos lo proclamaban su mejor alpinista. George Leigh Mallory era, a la sazón, profesor en Charterhouse. Su aspecto nada tenÃa de particular. Era un tipo de joven corriente, como los que se ven a millares todos los dÃas. No era ningún forzudo gigante, henchido de tremendas energÃas, como Bruce a la misma edad. Tampoco poseÃa el aspecto enjuto, vivaz y activo frecuente en Francia y en Italia. Era, eso sÃ, bien parecido y tenÃa un aire sensitivo y culto. A veces hablaba inesperadamente, de modo impaciente y seco, revelando que en lo Ãntimo poseÃa una vibración no aparente a primera vista. Pero quien no lo veÃa en la montaña era incapaz de observar en él ningun rasgo especial. Si un profano se le hubiese encargado de elegir a los expedicionarios seguramente hubiera escogido a una persona de aspecto un tanto más vigoroso que el de Mallory.
Tampoco parecÃa Mallory muy entusiasmado con la expedición. Cuando el Comité lo eligió, Farrar le indicó que el presidente deseaba almorzar con él. Hablaron del tema, y el presidente le invitó a unirse a los expedicionarios; Mallory aceptó sin dar muestras de emoción. No era exageradamente modesto, pero tampoco trataba de imponer sus opiniones. Se daba cuenta cabal de sus facultades y del puesto conquistado por sus proezas, y, en consecuencia, poseÃa un orgullo deportivo nada indiscreto, mas perfectamente obvio y justificado.
Sólo un momento dejó traslucir su ardor Ãntimo. Se habló de incluir en el grupo a otro escalador que, como tal, poseÃa todas las facultades apetecibles; pero, a causa de otros rasgos suyos, algunos miembros del Comité, que lo conocÃan a fondo, opinaron que podrÃa originar roces y molestias, capaces de dañar la cohesión, tan vital e indispensable en una expedición al Everest. Ya es sabido que, al pisar una considerable altitud, la gente se vuelve irritable. Y muy bien pudiera ser que en las alturas del Everest resultase imposible a los expedicionarios contener su irritación; un explorador inadaptado podÃa deshacer el grupo. Era asunto urgente; y, para apurar la prueba, el presidente consultó a Mallory, preguntándole si estarÃa dispuesto a compartir el saco de dormir con aquel alpinista de difÃcil carácter, a 8,000 metros de altitud. Mallory, con su hablar rápido y tajante, que le era peculiar cuando el tema le interesaba mucho, contestó que "nada le importaba la persona con quien dormirÃa, con tal que alcanzasen la cumbre".
Por el modo de decirlo, era indudable su interés. No poseÃa el tipo de Bulldog; no era hombre decidido ni de recias mandÃbulas. Pero, aunque no mostraba un bullicioso entusiasmo, era evidente que, en lo Ãntimo, le interesaba la empresa; tal vez más que a los vocingleros.
Contaba entonces treinta y tres años. HabÃa estudiado en Winchester y, ya en su época escolar, el conocido profesor Irving, tan amante de las montañas, le contagió su pasión de alpinista. Desde el primer momento se mostró sensible a aquella inspiración y fue luego montañero diestro y entusiasta.
Después de él se eligió a George Finch. PoseÃa fama de competente y decidido alpinista. Desde el principio demostró su interés por la empresa. Cuando el Comité acordó elegirlo, se le pidió que se entrevistara con el presidente, y fue éste quien lo invitó de modo oficial. Finch permaneció unos momentos sin despegar los labios, invadido por una intensa emoción. Luego exclamó: "Sir Francis: me abre usted las puertas del cielo". Era un atleta alto y bien proporcionado, con aspecto de hombre resuelto, pero se echaba de ver que no poseÃa una salud robusta. Al ser examinado por el médico Â?como todos los miembros de la expediciónÂ? fue desechado, lo que representó para Finch un trago muy amargo. Pero al año siguiente estuvo ya en condiciones de unirse a la segunda expedición.
Tuvo que hallarse con urgencia un substituto, y Mallory sugirió a Bullock, su antiguo compañero de escuela y de ascensiones, que entonces seguÃa la carrera consolar (en la que sigue aún), pero se hallaba en Inglaterra disfrutando de unas vacaciones. Una simple indicación a lord Curzon, a la sazón, ministro de Asuntos Exteriores, bastó para lograr la, accesoria, prórroga del permiso, y Bullock pudo unirse a la expedición. TenÃa mucho más que sus compañeros el aspecto que e1 lego supone en un escalador del Everest: poseÃa anchas espaldas y era más fuerte que Mallory y Finch; cuando estudiaba practicó el atletismo y mostró excepcional resistencia. Le adornaban otras cualidades preciosas: un temperamento apacible y la posibilidad de conciliar el suelto en todas partes.
Como naturalista y consejero médico se contaba con un hombre excelente: el doctor A. F. R. Wollaston. HabÃa ya cobrado fama de explorador en Nueva Guinea, en el Ruwenzori y en otras regiones. Era, además, buen montañero, experto naturalista, camarada jovial y capaz de tratar con comprensión a los indÃgenas.
Los demás que se unirÃan a la expedición en la India eran el doctor Kellas y los agregados militares: el mayor, H. T. Morshead y el capitán E. 0. Wheeler.
Kellas habÃa tomado parte en diversas expediciones efectuadas en Sikkim y en otros puntos del Himalaya. Era catedrático de quÃmica y durante largos años se dedicó a estudiar el empleo del oxÃgeno para escalar grandes alturas. Era una de esas personas infatigables a quienes nada logra apartar de su apasionada investigación. El verano anterior ascendió hasta 7,015 metros y se proponÃa descansar durante el invierno, pero se lo pasó escalando en Sikkim, donde se alimentó de modo insuficiente.
Morshead era conocido por su exploración Â?realizada en compañÃa del mayor F. M. BaileyÂ? del rÃo Tsang-po o Brahmaputra, en el trecho en el que atraviesa el Himalaya. Tanto él como Wheeler poseÃan extraordinaria competencia para confeccionar el requerido mapa del Everest y de sus contornos, pero Morshead no se habÃa adiestrado en la técnica de la escalada, ni poseÃa el conocimiento de la nieve y del hielo, experiencia tan necesaria a los montañeros.
Tal era el grupo expedicionario, y para jefe fue elegido el coronel C. K. Howard Bury. Sólo habÃa realizado excursiones; no era un verdadero alpinista, en el sentido que da a esta palabra el Club Alpino, pero tomó parte en numerosas cacerÃas, tanto en los Alpes como en el Himalaya, y Â?cualidad más necesaria aún para el jefeÂ? sabÃa cómo tratar a los asiáticos; podÃa confiarse en que conducirÃa sin tropiezo la expedición por el TÃbet.
Mientras se elegÃa a los componentes del grupo, se recibieron muchas solicitudes. Personas de las cinco partes del mundo escribÃan pidiendo que se les alistara para cualquier cometido. Muchas de esas peticiones eran curiosos documentos encarecÃan con la mayor elocuencia las aptitudes del interesado y precisaban también sus limitaciones. Una de ellas, rara de veras, que recibió el presidente pocos dÃas antes de finar el plazo, fue sometida al Comité y causó gran regocijo; pero la hija del presidente le indicó que se fijara en la fecha de la carta. Era del dÃa primero de abril (dÃa de los santos inocentes en Inglaterra). Salvo ésta, las demás eran genuinas y demostraban la pasión que despierta en los humanos la aventura. También sirvieron para patentizar el valor del adiestramiento y de la experiencia. Al lado de hombres como Mallory y Finch, pocos eran aceptables. Los inexpertos no poseÃan la menor probabilidad de ser admitidos junto a los curtidos montañeros.
El allegamiento de fondos y la selección del personal debÃan completarse con la adquisición de provisiones, equipos e instrumentos. Farrar y Meade cuidaron de los vÃveres y equipo; Jacks e Hinks se encargaron de los instrumentos.
De no contar más de sesenta años, Farrar hubiera sido la persona más adecuada para alcanzar la cumbre del Everest. De maravillosa energÃa, animoso y activo, dotado de una larga experiencia y de esa combinación de prudencia y osadÃa que es indispensable para las grandes empresas, hubiera logrado, indudablemente, la conquista de la tremenda montaña. No pudiendo unirse a la expedición, dedicó sus energÃas a recoger dinero y asegurarle un buen equipo. En su labor le asistió Meade, que el año anterior habÃa ya alcanzado los 7,015 metros en el Himalaya y sabÃa perfectamente lo que se necesitaba.
Jacks, jefe del Departamento Geográfico del Ministerio de Guerra, e Hinks, secretario de la Real Sociedad Geográfica, poseÃan calificaciones especialÃsimas para elegir las cámaras fotográficas, el teodolito, las brújulas y demás instrumentos requeridos y para cuidar del aspecto geográfico de la expedición.
El Comité contó con excelentes consejos en todos los problemas. Como se trataba de alcanzar lo más elevado, y para tal empresa sólo servirÃa lo mejor, tanto en hombres como en material, se interesó en la aventura a los más reputados especialistas. Figuraba entre ellos el doctor De Filippi, dotadÃsimo y experimentado explorador y hombre de ciencia italiano que acompañó al duque de los Abruzzos. Nadie mostró más interés en la empresa que SS.MM. los Reyes de Inglaterra y S. A. R. el PrÃncipe de Gales.
La expedición que se ponÃa en marcha era, pues, la mejor dotada de personal y equipo que hubiese penetrado en el Himalaya y contaba con la simpatÃa de las más altas personalidades del paÃs.