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Montañismo y Exploración
La epopeya del Everest
10 junio 1999

El primer acercamiento a la montaña más alta del mundo con el propósito de escalarla se realizó en 1921 por la vertiente norte, en el Tibet. Esta es la historia de las primeras expediciones al Everest, de 1921 a 1924, es el descubrimiento de la ruta norte (otra exploración de montaña), el intento sucesivo por llegar a su cumbre y, finalmente, la desaparición de Mallory e Irvine en 1924 mientras subían a la cima, lo que supondría la creación de una hombre legendario.







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CAPÃ?TULO XIII

UN ALUD


Se realizó otra gran proeza montañera y se alcanzó otra "marca", pero el Everest no había sido vencido. Tal era la dura realidad con que debían enfrentarse. El Everest seguía rebelde al señorío humano y la expedición llegaba casi al límite de sus energías. No poseía reservas: los mejores alpinistas realizaron ya su esfuerzo y es casi imposible que los mismos hombres intenten dos asaltos al Everest en una misma estación. Sin embargo, los alpinistas no se resignaban aún a aceptar la derrota. Seguirían avanzando hasta verse rechazados definitivamente. Tal era su actitud mientras se reponían en el campamento principal.
El que mejor se encontraba era Somervell. Mallory sufría los efectos, aunque leves, de la congelación, con ciertas repercusiones cardíacas. También Norton era víctima de la mordedura del frío y tenía el corazón algo debilitado. A Morshead le aquejaba un dolor continuo, debido igualmente a la congelación, y corría el grave riesgo de que tuvieran que amputarle los dedos. Era evidente que los dos últimos deberían regresar a Sikkim sin tardanza. Y cuando Finch y Geoffrey Bruce llegaron al campamento principal se vio que Bruce tenía los pies tan maltrechos, a causa del frío, que no podría andar. Finch, en cambio, aunque estaba rendido, no experimentó los efectos de la congelación ni sufría debilidad cardíaca. Tal era el no muy halagüeño estado de los exploradores a fines de mayo. También Strutt estaba muy agotado. Longstaff no poseía ya el brío de antes y ni Wakefield ni Crawford lograron aclimatarse a las grandes altitudes.
Pero si algunos de los expedicionarios se reponían algo, acaso dispondrían del tiempo justo para intentar un nuevo esfuerzo antes de la época de los monzones. Era indudable que Strutt, Morshead, Geoffrey Bruce, Norton y Longstaff tendrían que regresar a Sikkim en seguida. Pero tal vez el corazón de Mallory mejoraría y Finch lograría reponer sus fuerzas.
El 3 de junio, Mallory fue sometido a examen médico y lo hallaron ya sano. Decidióse en seguida intentar un tercer esfuerzo, si bien el general Bruce encareció a los interesados la necesidad de que no cometieran imprudencias al aproximarse la época de los monzones.
Mallory, Somervell y Finch formarían el grupo que debería conquistar la cumbre; Wakefield y Crawford constituirían las fuerzas auxiliares en el tercer campamento. Ambos grupos contarían con gran número de peones.
Aquel mismo día los expedicionarios llegaron al primer campamento, pero Finch se sentía tan mal que tuvo que regresar a! día siguiente y se unió al grupo de inválidos, dirigido por Longstaff, en su marcha hacia Sikkim. Había ya dado de sí cuanto podía y nadie le exigiría más.
Aquel día, 4 de junio, ya aparecieron siniestros presagios de los monzones. Caía una copiosa nevada y el grupo expedicionario no pudo avanzar. Acaso hubiera sido mejor que retrocedieran, reconociendo que ya habían empezado los monzones y no era posible el nuevo intento, pero en aquella región el período de mal tiempo no se inicia de modo muy claro. Cae una intensa nevada y luego hay una pausa, un intervalo de buen tiempo. Mallory contaba precisamente con el azar de esa pausa bonancible. Según consignó en sus Memorias, no deseaban exponerse inútilmente a evidentes peligros, pero, antes que detenerse por una apreciación general de las condiciones meteorológicas, preferían retirarse ante un riesgo definido o fracasar en el intenso.
Durante la segunda noche que pasaron en el primer campamento volvió a nevar, pero el 5 de junio por la mañana el tiempo ofrecía mejor cariz y decidieron ponerse en marcha. Les sorprendió observar que la nieve recién caída apenas había afectado al glaciar. Se había fundido o evaporado en su mayor parte y sólo quedaba una capa de unos trece centímetros. Pasaron, pues, junto al segundo campamento sin detenerse y se dirigieron directamente al tercero. Allí la capa de nieve era mucho más espesa, y el conjunto de la escena �con los obscuros nubarrones colgando sobre el flanco de la montaña� era gris y melancólico. Además, encontraron desmontadas las tiendas, para evitar que se rompieran los soportes, y buena parte de ellas aparecían cubiertas de nieve y hielo; las provisiones estaban enterradas en la nieve y tuvieron que cavar para recogerlas.
¿Era posible seguir avanzando en tales circunstancias? ¿Había alguna probabilidad de alcanzar la cumbre o siquiera de subir algo más? Aquella noche parecía dudoso, pero al día siguiente el tiempo mejoró; no tardó en despejarse el cielo y en aparecer un sol radiante; volvió a renacer la esperanza, sobre todo cuando los expedicionarios observaron que el viento barría la nieve de la sierra nordeste y que pronto podrían ascender por ella.
Cifraban todas sus esperanzas en el oxígeno. No sería posible establecer un segundo campamento más allá del Collado Norte y sabían que sin él no podrían, con sus solas fuerzas, llegar a un punto más elevado que el alcanzado en el intento anterior. Pero el oxígeno obraría maravillas. Finch había informado a Somervell sobre los detalles mecánicos y estaba seguro de que sabría manejar el aparato. Los que habían usado el gas estaban tan convencidos de su eficacia que contagiaron su fe a Mallory y Somervell. Recogerían el fruto de la experiencia de Finch. Intentarían de nuevo acampar a 7,900 metros de altitud y no empezarían a emplear el oxígeno hasta haber alcanzado los 7,600.
Pero ante todo debían escalar el muro que se interponía frente al Collado Norte. No confiaban llegar a aquel paso en una sola jornada, pues era excesiva la capa de nieve recién caída. Pero podían empezar en seguida la tarea transportando fardos hasta cierto punto de la ruta, pues debían aprovechar en lo posible el buen tiempo. Aquel mismo día �7 de junio� pusieron manos a la obra.
Emprendieron la marcha a las ocho de la mañana y, a pesar de que heló fuertemente durante la noche, la capa de hielo apenas los sostenía y se hundían hasta las rodillas casi a cada paso. Podrían producirse aludes, pero sólo los temían en determinado punto: en los sesenta metros de empinado declive que precedían al repecho donde se establecido el cuarto campamento. Allí deberían avanzar con precaución, tanteando la nieve antes de cruzar el declive. Pero creían que el resto de la ruta no ofrecería peligro alguno.
Wakefield quedó en el tercer campamento como encargado de las provisiones. El grupo que se hallaba en el Collado Norte estaba formado por Mallory, Somervell, Crawford y catorce trajineros. Era evidente que los tres alpinistas, que no llevaban carga, deberían formar la vanguardia, abriendo una pista para los peones cargados en la pronunciada pendiente de hielo, cubierta entonces de nieve. �sta se adhería de tal modo al hielo que pudieron ascender sin necesidad de excavar peldaños. Se limitaban a surcar la nieve para ver si se desprendía en grandes masas, pero no se produjo el menor movimiento. Pasado aquel punto difícil, siguieron avanzando sin titubeos. Creían que, no habiéndose desprendido allí la nieve, tampoco se deslizaría en los declives menos pronunciados. No había ya ningún peligro de aludes.
Prosiguieron, pues, la marcha, pugnando con la densa capa de nieve. Era un esfuerzo agotador, pues cada vez que levantaban el pie les era indispensable detenerse para respirar varias veces antes de dar otro paso.
Por fortuna, hacía un día radiante y sin viento alguno. A la una y media de la tarde se hallaban a unos ciento veinte metros bajo un enorme bloque de hielo que se destacaba entre los demás y sólo ciento ochenta de altitud los separaban del Collado Norte mientras avanzaban por la suave pendiente del pasadizo. Allí tomaron algún descanso, hasta que llegaron los peones, que ascendían formando tres grupos encordados separadamente. Entonces se puso de nuevo en marcha el conjunto de los expedicionarios, con sumo cuidado, pero sin sospechar que los amenazase algún peligro.
Sólo habían recorrido unos treinta metros, guiados por Somervell. Se hallaban algo más arriba de la mitad del declive y el último grupo de los escaladores empezaba apenas a subir por los peldaños, cuando de pronto sobresaltó a los expedicionarios "un ruido siniestro, agrio, alarmante, violento, pero sordo, en cierto modo, como una explosión de pólvora sin atacar". Mallory no había oído jamás aquel ruido, pero comprendió instintivamente de qué se trataba. Vió hendirse y arrugarse la superficie de la nieve. Luego se sintió arrastrado suavemente hacia abajo en la móvil capa, llevado por una fuerza irresistible. Logró apartarse de la pendiente, para evitar verse lanzado de cabeza, hacia atrás, y durante uno o dos segundos apenas le pareció estar en peligro; se deslizaba con la nieve por el declive, pero sin violencia. A poco sintió un tirón en la cuerda que llevaba atada a la cintura, que lo detuvo. Se le acercó una ola de nieve y quedó sepultado. Todo parecía ya terminado para él, pero se acordó de que la mejor defensa en tales situaciones consiste en "nadar". Levantó, pues, un brazo sobre la cabeza y empezó los movimientos propios del que nada de espalda. Luego advirtió que disminuía el ímpetu del alud y que al fin cesaba del todo. Tenía libres los brazos, y las piernas próximas a la superficie. Tras una breve pugna, estuvo de pie, sorprendido y jadeante, sobre la nieve inmóvil.
Pero sentía tirante la cuerda con que estaba atado y supuso que el peón inmediato se hallaría muy hundido en la nieve; mas, con gran sorpresa de Mallory, surgió sano y salvo. También Somervell y Crawford se libertaron pronto. Sus experiencias fueron casi idénticas a las de Mallory.
Para ellos había acabado felizmente la aventura y unos cincuenta metros más abajo se veía un grupo de cuatro peones. Tal vez los demás estarían también a salvo. Pero los cuatro que veían estaban vueltos hacia abajo, lo que hacía suponer que los demás trajineros debieron de ser arrastrados más allá. Mallory y sus compañeros corrieron hacia ellos y no tardaron en descubrir que debajo del sitio donde se hallaban los cuatro peones había un formidable hoyo, un precipicio de hielo de unos doce metros. Los hombres que faltaban seguramente fueron lanzados a aquella grieta. No tardaron los alpinistas en encontrar una ruta, dando un rodeo al pie del pozo, y se confirmaron plenamente sus temores. Sacaron sin tardanza a uno de los hombres, que estaba sepultado en la nieve pero vivía aman; no tardó en reponerse. Otro, que llevaba cuatro balones de oxígeno en un dispositivo de acero y que cayó de cabeza, respiraba todavía, a pesar de haber pasado cuarenta minutos sepultado en la nieve. También se repuso y pudo andar por su pie hasta el tercer campamento, pero en el accidente murieron siete peones
Así, el tercer intento acabó en tragedia. Era evidente que el grupo expedicionario no debió aventurarse por los declives del Collado Norte. Pero afirmarlo es manifestar la fácil prudencia de quien juzga las cosas después del desenlace. Lo cierto es que, cuando se inició el intento, la situación no parecía entrañar tal peligro. Además, Mallory y Somervell eran alpinistas experimentados y prudentes. Admitiremos que pugnaban con el tiempo, pero eran incapaces de correr riesgos innecesarios; de ningún modo hubieran puesto en peligro sin necesidad las vidas de sus pobres peones cargados. Siempre los trataron con gran afecto y consideración.
Los expedicionarios británicos sintieron profunda compasión por los que hallaron la muerte prestando su leal servicio en una gran aventura. La impresión que su pérdida cansó a los deudos y amigos de aquellos hombres y a la gente del país se describe en unos pasajes de las Memorias del general Bruce, que poseen especial valor porque muestran la reacción de los indígenas ante accidentes de esa naturaleza.
Al recibir la mala nueva, el general Bruce la comunicó al Gran Lama del monasterio de Rongbuk, "que mostró intensa simpatía y bondad en todo aquel asunto". En los monasterios budistas se celebraron cultos por los que perecieron y por sus familiares. Los demás peones, así como los deudos de los muertos, fueron recibidos en audiencia por el propio Lama, quien les otorgó su especial bendición. Más tarde, el general Bruce recibió de su amigo el maharajá de Nepal una carta de pésame. "Esto me recuerda �escribía Su Alteza� la curiosa creencia, tan arraigada entre las gentes del país, y de la que me enteré hace ya tanto tiempo, cuando vivía aún nuestro común amigo el coronel Manners Smith y usted planteó el asunto del permiso para escalar el Monarca de las Cumbres, asunto que se discutió en un consejo de Bharadars. Según tal creencia, aquel picacho es mansión del dios Shiva y de la diosa Parvati, y cualquier violación de su intimidad sería un sacrilegio que acarrearía desastrosas consecuencias al país hindú y a sus pobladores. Esa creencia o superstición, según quiera llamarse, está tan firmemente arraigada que la gente atribuye el trágico suceso a la ira divina, que nunca quisieran, con ninguna acción, atraer sobre sus cabezas."
Así consideraban la calamidad los tibetanos que habitaban al norte del Everest, y los nepaleses que residen al sur de la montaña. Bruce dice de los tibetanos que en su ánimo se mezclan extrañamente las supersticiones y los rectos sentimientos y lo mismo hubiera podido afirmar de los nepaleses.
Refiere también que las tribus del Nepal que habitan en la zona alta de las montañas, así como los "sherpas" y "buthias", tienen la creencia de que si alguien resbala y pierde la vida, su muerte constituye un sacrificio acepto a Dios, y de modo especial a la divinidad de la montaña donde ocurre el accidente. Creen también que quien se encuentre en el mismo punto de la montaña y en la misma fecha y hora del suceso, resbalará igualmente y perderá la vida.
Pero, pese a esa calamidad y a las supersticiones, los demás peones de la expedición no tardaron en considerar las cosas con mejor ánimo. Se limitaban a afirmar que la hora de aquellos hombres había llegado; de no ser así, no hubieran muerto. Pero sonó la hora del destino y perecieron. Nada más podía decirse. Tal era el credo fatalista de aquellos hombres, prestos a unirse a otra expedición encaramada a la conquista del Everest. Si estaba escrito que morirían en la montaña, no escaparían a su suerte. Si su destino era salir con vida, no morirían, y asunto concluido.
La tragedia ocurrida no descorazonó, pues, a aquellos hombres ni a los demás. Ellos y sus compañeros se alistaron tan animosamente para la tercera expedición como para la segunda. Sin embargo, el desastre deprimió mucho a los alpinistas, que lo consideraban como un borrón en su historia montañera. Pero, si existió tal desdoro, de sobra lo compensaron Mallory y Somervell dos años después, en aquel mismo lugar, como luego referiremos.

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