CAPÃ?TULO XIII
UN ALUD
Se realizó otra gran proeza montañera y se alcanzó otra "marca", pero el Everest no habÃa sido vencido. Tal era la dura realidad con que debÃan enfrentarse. El Everest seguÃa rebelde al señorÃo humano y la expedición llegaba casi al lÃmite de sus energÃas. No poseÃa reservas: los mejores alpinistas realizaron ya su esfuerzo y es casi imposible que los mismos hombres intenten dos asaltos al Everest en una misma estación. Sin embargo, los alpinistas no se resignaban aún a aceptar la derrota. SeguirÃan avanzando hasta verse rechazados definitivamente. Tal era su actitud mientras se reponÃan en el campamento principal.
El que mejor se encontraba era Somervell. Mallory sufrÃa los efectos, aunque leves, de la congelación, con ciertas repercusiones cardÃacas. También Norton era vÃctima de la mordedura del frÃo y tenÃa el corazón algo debilitado. A Morshead le aquejaba un dolor continuo, debido igualmente a la congelación, y corrÃa el grave riesgo de que tuvieran que amputarle los dedos. Era evidente que los dos últimos deberÃan regresar a Sikkim sin tardanza. Y cuando Finch y Geoffrey Bruce llegaron al campamento principal se vio que Bruce tenÃa los pies tan maltrechos, a causa del frÃo, que no podrÃa andar. Finch, en cambio, aunque estaba rendido, no experimentó los efectos de la congelación ni sufrÃa debilidad cardÃaca. Tal era el no muy halagüeño estado de los exploradores a fines de mayo. También Strutt estaba muy agotado. Longstaff no poseÃa ya el brÃo de antes y ni Wakefield ni Crawford lograron aclimatarse a las grandes altitudes.
Pero si algunos de los expedicionarios se reponÃan algo, acaso dispondrÃan del tiempo justo para intentar un nuevo esfuerzo antes de la época de los monzones. Era indudable que Strutt, Morshead, Geoffrey Bruce, Norton y Longstaff tendrÃan que regresar a Sikkim en seguida. Pero tal vez el corazón de Mallory mejorarÃa y Finch lograrÃa reponer sus fuerzas.
El 3 de junio, Mallory fue sometido a examen médico y lo hallaron ya sano. Decidióse en seguida intentar un tercer esfuerzo, si bien el general Bruce encareció a los interesados la necesidad de que no cometieran imprudencias al aproximarse la época de los monzones.
Mallory, Somervell y Finch formarÃan el grupo que deberÃa conquistar la cumbre; Wakefield y Crawford constituirÃan las fuerzas auxiliares en el tercer campamento. Ambos grupos contarÃan con gran número de peones.
Aquel mismo dÃa los expedicionarios llegaron al primer campamento, pero Finch se sentÃa tan mal que tuvo que regresar a! dÃa siguiente y se unió al grupo de inválidos, dirigido por Longstaff, en su marcha hacia Sikkim. HabÃa ya dado de sà cuanto podÃa y nadie le exigirÃa más.
Aquel dÃa, 4 de junio, ya aparecieron siniestros presagios de los monzones. CaÃa una copiosa nevada y el grupo expedicionario no pudo avanzar. Acaso hubiera sido mejor que retrocedieran, reconociendo que ya habÃan empezado los monzones y no era posible el nuevo intento, pero en aquella región el perÃodo de mal tiempo no se inicia de modo muy claro. Cae una intensa nevada y luego hay una pausa, un intervalo de buen tiempo. Mallory contaba precisamente con el azar de esa pausa bonancible. Según consignó en sus Memorias, no deseaban exponerse inútilmente a evidentes peligros, pero, antes que detenerse por una apreciación general de las condiciones meteorológicas, preferÃan retirarse ante un riesgo definido o fracasar en el intenso.
Durante la segunda noche que pasaron en el primer campamento volvió a nevar, pero el 5 de junio por la mañana el tiempo ofrecÃa mejor cariz y decidieron ponerse en marcha. Les sorprendió observar que la nieve recién caÃda apenas habÃa afectado al glaciar. Se habÃa fundido o evaporado en su mayor parte y sólo quedaba una capa de unos trece centÃmetros. Pasaron, pues, junto al segundo campamento sin detenerse y se dirigieron directamente al tercero. Allà la capa de nieve era mucho más espesa, y el conjunto de la escena Â?con los obscuros nubarrones colgando sobre el flanco de la montañaÂ? era gris y melancólico. Además, encontraron desmontadas las tiendas, para evitar que se rompieran los soportes, y buena parte de ellas aparecÃan cubiertas de nieve y hielo; las provisiones estaban enterradas en la nieve y tuvieron que cavar para recogerlas.
¿Era posible seguir avanzando en tales circunstancias? ¿HabÃa alguna probabilidad de alcanzar la cumbre o siquiera de subir algo más? Aquella noche parecÃa dudoso, pero al dÃa siguiente el tiempo mejoró; no tardó en despejarse el cielo y en aparecer un sol radiante; volvió a renacer la esperanza, sobre todo cuando los expedicionarios observaron que el viento barrÃa la nieve de la sierra nordeste y que pronto podrÃan ascender por ella.
Cifraban todas sus esperanzas en el oxÃgeno. No serÃa posible establecer un segundo campamento más allá del Collado Norte y sabÃan que sin él no podrÃan, con sus solas fuerzas, llegar a un punto más elevado que el alcanzado en el intento anterior. Pero el oxÃgeno obrarÃa maravillas. Finch habÃa informado a Somervell sobre los detalles mecánicos y estaba seguro de que sabrÃa manejar el aparato. Los que habÃan usado el gas estaban tan convencidos de su eficacia que contagiaron su fe a Mallory y Somervell. RecogerÃan el fruto de la experiencia de Finch. IntentarÃan de nuevo acampar a 7,900 metros de altitud y no empezarÃan a emplear el oxÃgeno hasta haber alcanzado los 7,600.
Pero ante todo debÃan escalar el muro que se interponÃa frente al Collado Norte. No confiaban llegar a aquel paso en una sola jornada, pues era excesiva la capa de nieve recién caÃda. Pero podÃan empezar en seguida la tarea transportando fardos hasta cierto punto de la ruta, pues debÃan aprovechar en lo posible el buen tiempo. Aquel mismo dÃa Â?7 de junioÂ? pusieron manos a la obra.
Emprendieron la marcha a las ocho de la mañana y, a pesar de que heló fuertemente durante la noche, la capa de hielo apenas los sostenÃa y se hundÃan hasta las rodillas casi a cada paso. PodrÃan producirse aludes, pero sólo los temÃan en determinado punto: en los sesenta metros de empinado declive que precedÃan al repecho donde se establecido el cuarto campamento. Allà deberÃan avanzar con precaución, tanteando la nieve antes de cruzar el declive. Pero creÃan que el resto de la ruta no ofrecerÃa peligro alguno.
Wakefield quedó en el tercer campamento como encargado de las provisiones. El grupo que se hallaba en el Collado Norte estaba formado por Mallory, Somervell, Crawford y catorce trajineros. Era evidente que los tres alpinistas, que no llevaban carga, deberÃan formar la vanguardia, abriendo una pista para los peones cargados en la pronunciada pendiente de hielo, cubierta entonces de nieve. Ã?sta se adherÃa de tal modo al hielo que pudieron ascender sin necesidad de excavar peldaños. Se limitaban a surcar la nieve para ver si se desprendÃa en grandes masas, pero no se produjo el menor movimiento. Pasado aquel punto difÃcil, siguieron avanzando sin titubeos. CreÃan que, no habiéndose desprendido allà la nieve, tampoco se deslizarÃa en los declives menos pronunciados. No habÃa ya ningún peligro de aludes.
Prosiguieron, pues, la marcha, pugnando con la densa capa de nieve. Era un esfuerzo agotador, pues cada vez que levantaban el pie les era indispensable detenerse para respirar varias veces antes de dar otro paso.
Por fortuna, hacÃa un dÃa radiante y sin viento alguno. A la una y media de la tarde se hallaban a unos ciento veinte metros bajo un enorme bloque de hielo que se destacaba entre los demás y sólo ciento ochenta de altitud los separaban del Collado Norte mientras avanzaban por la suave pendiente del pasadizo. Allà tomaron algún descanso, hasta que llegaron los peones, que ascendÃan formando tres grupos encordados separadamente. Entonces se puso de nuevo en marcha el conjunto de los expedicionarios, con sumo cuidado, pero sin sospechar que los amenazase algún peligro.
Sólo habÃan recorrido unos treinta metros, guiados por Somervell. Se hallaban algo más arriba de la mitad del declive y el último grupo de los escaladores empezaba apenas a subir por los peldaños, cuando de pronto sobresaltó a los expedicionarios "un ruido siniestro, agrio, alarmante, violento, pero sordo, en cierto modo, como una explosión de pólvora sin atacar". Mallory no habÃa oÃdo jamás aquel ruido, pero comprendió instintivamente de qué se trataba. Vió hendirse y arrugarse la superficie de la nieve. Luego se sintió arrastrado suavemente hacia abajo en la móvil capa, llevado por una fuerza irresistible. Logró apartarse de la pendiente, para evitar verse lanzado de cabeza, hacia atrás, y durante uno o dos segundos apenas le pareció estar en peligro; se deslizaba con la nieve por el declive, pero sin violencia. A poco sintió un tirón en la cuerda que llevaba atada a la cintura, que lo detuvo. Se le acercó una ola de nieve y quedó sepultado. Todo parecÃa ya terminado para él, pero se acordó de que la mejor defensa en tales situaciones consiste en "nadar". Levantó, pues, un brazo sobre la cabeza y empezó los movimientos propios del que nada de espalda. Luego advirtió que disminuÃa el Ãmpetu del alud y que al fin cesaba del todo. TenÃa libres los brazos, y las piernas próximas a la superficie. Tras una breve pugna, estuvo de pie, sorprendido y jadeante, sobre la nieve inmóvil.
Pero sentÃa tirante la cuerda con que estaba atado y supuso que el peón inmediato se hallarÃa muy hundido en la nieve; mas, con gran sorpresa de Mallory, surgió sano y salvo. También Somervell y Crawford se libertaron pronto. Sus experiencias fueron casi idénticas a las de Mallory.
Para ellos habÃa acabado felizmente la aventura y unos cincuenta metros más abajo se veÃa un grupo de cuatro peones. Tal vez los demás estarÃan también a salvo. Pero los cuatro que veÃan estaban vueltos hacia abajo, lo que hacÃa suponer que los demás trajineros debieron de ser arrastrados más allá. Mallory y sus compañeros corrieron hacia ellos y no tardaron en descubrir que debajo del sitio donde se hallaban los cuatro peones habÃa un formidable hoyo, un precipicio de hielo de unos doce metros. Los hombres que faltaban seguramente fueron lanzados a aquella grieta. No tardaron los alpinistas en encontrar una ruta, dando un rodeo al pie del pozo, y se confirmaron plenamente sus temores. Sacaron sin tardanza a uno de los hombres, que estaba sepultado en la nieve pero vivÃa aman; no tardó en reponerse. Otro, que llevaba cuatro balones de oxÃgeno en un dispositivo de acero y que cayó de cabeza, respiraba todavÃa, a pesar de haber pasado cuarenta minutos sepultado en la nieve. También se repuso y pudo andar por su pie hasta el tercer campamento, pero en el accidente murieron siete peones
AsÃ, el tercer intento acabó en tragedia. Era evidente que el grupo expedicionario no debió aventurarse por los declives del Collado Norte. Pero afirmarlo es manifestar la fácil prudencia de quien juzga las cosas después del desenlace. Lo cierto es que, cuando se inició el intento, la situación no parecÃa entrañar tal peligro. Además, Mallory y Somervell eran alpinistas experimentados y prudentes. Admitiremos que pugnaban con el tiempo, pero eran incapaces de correr riesgos innecesarios; de ningún modo hubieran puesto en peligro sin necesidad las vidas de sus pobres peones cargados. Siempre los trataron con gran afecto y consideración.
Los expedicionarios británicos sintieron profunda compasión por los que hallaron la muerte prestando su leal servicio en una gran aventura. La impresión que su pérdida cansó a los deudos y amigos de aquellos hombres y a la gente del paÃs se describe en unos pasajes de las Memorias del general Bruce, que poseen especial valor porque muestran la reacción de los indÃgenas ante accidentes de esa naturaleza.
Al recibir la mala nueva, el general Bruce la comunicó al Gran Lama del monasterio de Rongbuk, "que mostró intensa simpatÃa y bondad en todo aquel asunto". En los monasterios budistas se celebraron cultos por los que perecieron y por sus familiares. Los demás peones, asà como los deudos de los muertos, fueron recibidos en audiencia por el propio Lama, quien les otorgó su especial bendición. Más tarde, el general Bruce recibió de su amigo el maharajá de Nepal una carta de pésame. "Esto me recuerda Â?escribÃa Su AltezaÂ? la curiosa creencia, tan arraigada entre las gentes del paÃs, y de la que me enteré hace ya tanto tiempo, cuando vivÃa aún nuestro común amigo el coronel Manners Smith y usted planteó el asunto del permiso para escalar el Monarca de las Cumbres, asunto que se discutió en un consejo de Bharadars. Según tal creencia, aquel picacho es mansión del dios Shiva y de la diosa Parvati, y cualquier violación de su intimidad serÃa un sacrilegio que acarrearÃa desastrosas consecuencias al paÃs hindú y a sus pobladores. Esa creencia o superstición, según quiera llamarse, está tan firmemente arraigada que la gente atribuye el trágico suceso a la ira divina, que nunca quisieran, con ninguna acción, atraer sobre sus cabezas."
Asà consideraban la calamidad los tibetanos que habitaban al norte del Everest, y los nepaleses que residen al sur de la montaña. Bruce dice de los tibetanos que en su ánimo se mezclan extrañamente las supersticiones y los rectos sentimientos y lo mismo hubiera podido afirmar de los nepaleses.
Refiere también que las tribus del Nepal que habitan en la zona alta de las montañas, asà como los "sherpas" y "buthias", tienen la creencia de que si alguien resbala y pierde la vida, su muerte constituye un sacrificio acepto a Dios, y de modo especial a la divinidad de la montaña donde ocurre el accidente. Creen también que quien se encuentre en el mismo punto de la montaña y en la misma fecha y hora del suceso, resbalará igualmente y perderá la vida.
Pero, pese a esa calamidad y a las supersticiones, los demás peones de la expedición no tardaron en considerar las cosas con mejor ánimo. Se limitaban a afirmar que la hora de aquellos hombres habÃa llegado; de no ser asÃ, no hubieran muerto. Pero sonó la hora del destino y perecieron. Nada más podÃa decirse. Tal era el credo fatalista de aquellos hombres, prestos a unirse a otra expedición encaramada a la conquista del Everest. Si estaba escrito que morirÃan en la montaña, no escaparÃan a su suerte. Si su destino era salir con vida, no morirÃan, y asunto concluido.
La tragedia ocurrida no descorazonó, pues, a aquellos hombres ni a los demás. Ellos y sus compañeros se alistaron tan animosamente para la tercera expedición como para la segunda. Sin embargo, el desastre deprimió mucho a los alpinistas, que lo consideraban como un borrón en su historia montañera. Pero, si existió tal desdoro, de sobra lo compensaron Mallory y Somervell dos años después, en aquel mismo lugar, como luego referiremos.
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