CAPÃ?TULO XII
SE UTILIZA EL OXÃ?GENO
Cuando Mallory y su grupo descendÃan del Collado Norte se cruzaron con Finch, que se disponÃa a efectuar la ascensión usando oxÃgeno. Era el más entusiasta defensor de su empleo. Como profesor de quÃmica, poseÃa el ansia del cientÃfico por ver aplicada la ciencia en el terreno práctico y realizaba a la perfección todas sus tareas, poniendo sumo cuidado en los más nimios detalles. Propugnó desde un principio el uso de oxÃgeno y, desde que se decidió en Inglaterra su empleo, se le encargó cuanto atañÃa a este aspecto de la expedición.
El oxÃgeno es corriente entre los aviadores, pero hasta entonces ningún montañero intentó emplearlo en la proporción que se requerÃa para ascender al Everest. No se contaba, pues, con ningún aparato ideado para el alpinismo y el que poseÃan los expedicionarios fue proyectado especialmente para aquella ocasión; era de esperar que, al ponerlo a prueba, se revelarÃan sus defectos. Finch empleó mucho tiempo corrigiendo tales deficiencias y adiestrando a los alpinistas en su manejo. Tal preparación debió de ser una tarea ingrata, pues ningún hombre en sus cabales se sentirá entusiasmado al transportar aquel embarazoso aparato y experimentar la sofocación ocasionada por la horrible máscara que se facilitó al principio. Pero Finch, claro está, era un fanático, como debe serlo toda persona que desee ver realizada una idea nueva.
Era indomable su decisión de defensor del oxÃgeno y de montañero. Acaso su salud no serÃa muy sólida al partir de Inglaterra; en el Tibet se quejó de molestias de estómago. Sea como fuere, su enérgica voluntad logró vencer la rebelión de sus órganos digestivos; el 16 de mayo estuvo ya en condiciones de dejar el campamento principal. En un principio se proyectó que Norton se unirÃa a Finch para intentar el ascenso con oxÃgeno, pero, a causa de la indisposición del segundo, aquél se marchó con Morshead para acompañar a Mallory y Somervell. Finch se llevó consigo a Geoffrey Bruce.
En el sentido estricto, usado en el Club Alpino, Geoffrey Bruce no era un montañero. Simple "excursionista", aunque notable de veras, poseÃa las condiciones fÃsicas del escalador: era alto y delgado, sin el menor sÃntoma de obesidad. No es preciso decir que le adornaba un brioso espÃritu, pues tal virtud era común entre los expedicionarios. PoseÃa, además, una flexibilidad mental y una avidez de conocimiento Â?tanto en lo que atañe al uso del oxÃgeno como al deporte montañero en generalÂ?, que son el don más apetecible si no se posee experiencia. Un tercer miembro del grupo que intentó el ascenso con oxÃgeno era un valeroso y menudo "gurkha", el cabo de lanceros Tejbir, a quien se confiaba la misión de transportar balones de reserva hasta el punto más elevado que pudiera alcanzar, para permitir la ascensión a los escaladores. Se encargarÃa de una obscura labor en beneficio de otros, que cosecharÃan la fama, pero es inevitable que en las expediciones de esta Ãndole alguien se encargue de tales tareas. Y nadie supo apreciar mejor el valor de sus auxiliares que los que se beneficiaron de la gloria.
Wakefield hubiera formado parte del grupo, de no experimentar con mayor intensidad de lo que esperaba los desagradables efectos de la altura. No poseÃa ya el brÃo juvenil de aquella época en que realizó sus famosas escaladas en el Cumberland; tuvo que contentarse con el papel de médico de las avanzadas, acompañando a Finch y a Geoffrey Bruce hasta el tercer campamento, para someterlos a revisión antes de proseguir la marcha montaña arriba.
Subiendo por el glaciar, se instruyó a Geoffrey Bruce y a Tejbir en el arte de avanzar por el hielo y en el deporte montañero en general; el 19 de mayo llegaron al campamento. Emplearon tres horas en la subida y cincuenta minutos en el descenso, lo que satisfizo a Finch.
Allà se les unió Noel. No era más que el fotógrafo de la expedición y simple "excursionista", pero le entusiasmaba tanto como a los demás la idea de escalar el Everest. Durante largos años acarició aquel proyecto. PoseÃa un temperamento vehemente y era muy sensible a la belleza de las montañas. Ambicionaba reunir una documentación cumplida sobre la expedición, en fotografÃa y pelÃculas. Deseaba captar y expresar el espÃritu de las montañas, el pavor que inspiran, su terrible naturaleza, su poderÃo y su gloria y, pese a esas tremendas cualidades, su irresistible atracción. Noel poseÃa un vigoroso espÃritu de artista y era, además, habilidoso e incansable. Todos los expedicionarios convinieron, a su regreso, en que Noel trabajó más que nadie. Cuando no andaba por la montaña tomando fotografÃas, pasaba horas y horas revelando los clisés en su tienda, y lo hacÃa en condiciones muy duras, pues el viento constante y furioso lanzaba polvillo de nieve por todas partes y el frÃo helaba inmediatamente el agua o cualquier solución. Otro inconveniente para el fotógrafo en aquellas regiones es la sequedad excesiva de la atmósfera. Al dar vueltas al manubrio de la máquina cinematográfica, se producÃan pequeñas chispas eléctricas que hacÃan borrosa la imagen.
El reducido número de peones de que disponÃan los expedicionarios no permitÃa que los acompañase Noel con su máquina por el Everest hasta una gran altitud. PodÃa, sin embargo, llegar al Collado Norte y por eso acompañó a Finch y a Geoffrey Bruce cuando partieron el 24 de mayo, iniciando lo que podrÃa llamarse el asalto con oxÃgeno. Pernoctaron en el campamento del collado y dejando a Noel allÃ, Finch y su grupo se pusieron en marcha, montaña arriba, el 25 de mayo.
Doce peones que transportaban balones de oxÃgeno, provisiones para un dÃa y material para establecer el campamento acompañaron a Finch, Bruce y Tejbir; los trajineros partieron antes y los alpinistas los siguieron hora y media después. Cada uno de ellos transportaba una carga de unos trece kilos, pues tal es el peso del aparato de oxÃgeno; pero como podÃan adquirir nuevas energÃas inhalando aquel gas, alcanzaron a los peones a una altitud de unos 7,400 metros y siguieron avanzando, con la esperanza de acampar a los 7,900 aproximadamente. Pero no pudo realizarse su plan, pues hacia la una de la tarde el viento empezó a refrescar y cayó una nevada, siendo cada vez más amenazador el cariz del tiempo. Tuvieron que buscar en seguida un sitio donde acampar, pues era preciso que los peones regresaran al Collado Norte y no debÃa ponerse en peligro sus vidas obligándolos a descender en plena ventisca.
El grupo se hallaba a una altitud de 7,750 metros. Era inferior a las aspiraciones de los escaladores para aquella etapa, y aun la que proyectaron alcanzar quedaba muy lejos de la cumbre, pues implicaba una ascensión de 600 metros, de todo punto imposible en una sola marcha. Pero no pudiendo lograr más aquel dÃa, se dispuso una pequeña plataforma en el lugar elegido, montóse la tienda y se ordenó a los peones que regresaran al Collado Norte.
Finch, Bruce y Tejbir se hallaban en situación realmente precaria. PodrÃa decirse que estaban colgados sobre el declive de la montaña, agarrándose con la punta de los dedos. No estaban sólidamente asentados sobre la tierra firme, sino que se sostenÃan de modo inseguro en la pendiente y se hallaban al mismo borde de los tremendos precipicios que descienden hacia los Glaciares Rongbuk, 1,200 metros más abajo. Se preparaba una tormenta y caÃa una copiosa nevada; el fino polvillo de nieve, impelido por el viento, penetraba en la tienda y lo impregnaba todo, El frÃo era atroz y los tres escaladores, muy apiñados en su minúsculo cobijo, intentaban calentarse ingiriendo bebidas preparadas con nieve licuada. Ni siquiera aqello los confortaba, pues en tan considerables altitudes el agua hierve a temperatura muy baja y no es posible tomar una bebida caliente de veras. Sólo lograron preparar té o sopa tibios.
Puesto ya el sol, la tormenta se cernió sobre ellos en toda su furia. BatÃa contra la frágil y menuda tienda, amenazando con arrancar ignominiosamente de la montaña aquel cobijo y sus moradores. Con frecuencia tenÃan que salir los alpinistas para asegurar las tiendas entre el torbellino de la ventisca y amontonar nuevas piedras. La lucha con los elementos duró, sin descanso, toda la noche. No podÃa pensarse siquiera en dormir, no sólo por el furioso aleteo de la tienda, sino porque se requerÃa una constante vigilancia para evitar que la tormenta los arrojara al abismo. Y el polvillo de nieve no cesaba de penetrar en la tienda, en el lecho y los vestidos, causando el más agudo malestar.
Al romper el dÃa cesó la nevada, pero seguÃa el ventarrón con la misma violencia. DebÃan abandonar toda esperanza de proseguir la ascensión, por lo menos entonces. Ni siquiera podÃan pensar en el descenso: era preciso quedarse allÃ. Hacia el mediodÃa aumentó la furia de la tormenta y una piedra agujereó la tienda, lo que empeoró la situación. Pero a la una de la tarde amainó de pronto el vendaval, convirtiéndose en simple brisa algo fuerte y se les brindó la ocasión de regresar rápidamente hacia la seguridad, al cobijo del Collado Norte.
Tal hubiera sido la decisión aconsejable si los expedicionarios hubiesen tenido por lema "la seguridad ante todo", pero el indómito espÃritu de los alpinistas no cedÃa aún. SeguÃan todavÃa aferrados a la esperanza de proseguir la ascensión al dÃa siguiente, y antes de que anocheciera recibieron refuerzos que los llenaron de júbilo. De pronto se oyeron voces en el exterior de la tienda y aparecieron unos peones que enviaba Noel desde el Collado Norte, provistos de termos con caldo y té calente.
Este pequeño incidente demuestra cómo se perfeccionaba la técnica de los exploradores. ¡Enviar termos a unos hombres encaramados a 7,750 metros de altitud, en un dÃa feÃsimo como aquél y precisamente cuando ya cerraba la noche! ¡Qué lealtad la de quienes se encargaron de tan ruda tarea y qué maravilla lo que se logra, de modo casi natural, al luchar denodadamente para alcanzar lo más elevado!
Los alpinistas recibieron los frascos con gratitud e hicieron regresar a los peones al collado; pero quienes permanecÃan en el precario cobijo estaban rendidos. La falta de suelo y el esfuerzo constante que se requerÃa para mantener segura la tienda menguaron mucho su resistencia. Débiles como estaban, el frÃo hacÃa sentir sus efectos. En sus miembros se insinuaba un torpor mortal y en aquel apuro se acordaron del oxÃgeno. Tomaron diversas dosis y volvieron a sentir el agradable hormigueo del calor. Durante la noche siguieron inhalando periódicamente dosis de oxÃgeno y gracias a ese tónico lograron dormir algún rato.
Se levantaron antes del alba y se aprestaron a proseguir la ascensión. Sus botas estaban completamente heladas y los alpinistas emplearon una hora en hacerles recobrar su primitiva forma, manteniéndolas sobre la llama de una vela. Se pusieron en marcha a las seis y media. Finch y Bruce llevaban el aparato de oxÃgeno, máquinas fotográficas, termos, etc. Â?más de dieciocho kilos, en conjuntoÂ? y Tejbir transportaba, entre otras cosas, dos balones complementarios, con un peso total de unos veintidós kilos. Era un peso abrumador en aquellas alturas; la fe que indujo a realizar tal proeza hubiera bastado para remover al propio Everest. Si era justificada aquella fe, es ya otro asunto.
Finch se proponÃa subir por la cresta del macizo principal para dirigirse a la sierra secundaria. Tejbir, con los balones de reserva, los acompañarÃa hasta allà y regresarÃa luego a la tienda, donde esperarÃa que volvieran Finch y Bruce. Pero el peso era excesivo para el pobre Tejbir y cuando habÃan avanzado apenas un centenar de metros, dijo que no podÃa más. Bruce, pese a toda su elocuencia, no logró persuadirlo para que siguiese adelante y tuvieron que resignarse a su regreso. Es ya asombroso lo mucho que hizo. Tejbir merece gran honor Â?y le fue tributadoÂ?por esa ejemplar hazaña. Alcanzó una altitud de cerca de 7,900 metros.
Los dos restantes siguieron avanzando y como la ascensión era fácil, prescindieron de la cuerda. Pasaron junto a dos parajes casi llanos, donde habÃa espacio más que suficiente para acampar, y llegaron a una altitud de 8,082 metros. De pronto sopló el viento con tal furia que Finch creyó necesario suspender la ascensión por la cresta del macizo principal y cruzar por el propio macizo. Confiaba asà lograr mejor protección contra las heladas ráfagas que temÃa encontrar en la sierra nordeste.
Pero la marcha no resultó tan fácil en la mole como en la cresta. El ángulo del declive era mucho más pronunciado y tal era la estratificación de las rocas, que sobresalÃan considerablemente y con marcada inclinación. A veces, sucedÃan a las lajas unos trechos de traidora nieve en polvo, cubierta de una leve capa de hielo, dura y engañosa, con apariencias de solidez. En tales circunstancias no siempre podÃa asentarse el pie con firmeza, pero Finch, para no perder tiempo, siguió prescindiendo de la cuerda: él y Bruce ascendÃan al sesgo por la mole, en autónomo avance.
Desde que dejaron la cresta no ganaron mucha altitud, pues marchaban en dirección casi horizontal. Pero se aproximaban a la cumbre, en lo que atañe a simple distancia, y esto los animaba. Al llegar los 8,200 metros, ascendieron diagonalmente hacia un punto de la sierra situado, poco más o menos, en mitad de la distancia que los separaba de la cima, hasta que un accidente inutilizó el aparato de oxÃgeno usado por Bruce. Finch lo acopló al suyo, para que Bruce pudiese seguir inhalando el gas; luego, descubrió la averÃa y logró repararla satisfactoriamente.
Parece cosa sencilla: "descubrió la averÃa y logró repararla satisfactoriamente". Pero era toda una hazaña, pues las facultades humanas, cuando uno se halla a una altitud de 8,300 metros, quedan embotadas hasta casi su total extinción. En tales zonas los alpinistas sólo logran avanzar pesada y maquinalmente, con el cerebro obtuso, como trocado en corcho. Pero Finch conservaba aún cierta vivacidad mental y fuerza de voluntad, y pudo arreglar el aparato.
Sin embargo, el avance tocaba a su fin. Los debilitaba el hambre y la pugna nocturna contra el viento los dejó rendidos. Estaban aún demasiado lejos de la cumbre para que existiera la más leve probabilidad de alcanzarla. Acaso se hallaban sólo a unos 800 metros de distancia, pero los separaban de ella algo más de 500 de altitud. De nada hubiera servido apurar más las cosas; no les quedaba otro recurso que retroceder: la dura realidad les era contraria.
En aquel punto culminante de su esfuerzo se hallaban en la mole principal del Everest, a 8,300 metros de altitud. ¿Qué vieron entonces? ¿Qué impresiones experimentaron? Poca documentación existe sobre esos extremos, por la simple razón de que debÃan dedicar a la inmediata tarea de avanzar o retroceder por la montaña la escasa actividad de que era capaz su espÃritu. Finch refiere sólo la circunstancia de que las abundantes nubes casi impedÃan la visión del Pumori, la hermosa montaña de 7,015 metros de altitud; desde el punto donde se hallaban los exploradores se habÃa empequeñecido considerablemente y parecÃa un insignificante bloque de hielo, al lado del Glaciar Rongbuk. Ni siquiera pensó entonces en tomar una fotografÃa, a pesar de que llevaba consigo la cámara. Todos sus pensamientos giraban en torno al propósito de empezar el descenso.
Decididos ya a regresar, Finch y Bruce empezaron, sin demora, el descenso; antes tomaron la precaución de encordarse, para evitar que una accidental interrupción en el aparato del oxÃgeno fuese causa de que uno de los dos resbalara . Avanzaban más de prisa, pero se imponÃa la prudencia. Hacia las dos de la tarde llegaron de nuevo a la cresta de la mole principal; se desprendieron allà de la carga de cuatro de los recipientes de oxÃgeno y emplearon escasamente media hora en alcanzar su tienda, donde hallaron a Tejbir cómodamente abrigado en el interior de los tres sacos de dormir, sumido en el profundo sueño de los que han apurado hasta el lÃmite sus energÃas. Vieron subir a los peones que iban a recoger el equipo; Finch y Bruce, dejando a Tejbir a su cuidado, emprendieron en seguida la marcha hacia el Collado Norte. Se sentÃan débiles y temblorosos y avanzaban con paso inseguro, pero lograron llegar al campamento del collado a las cuatro de la tarde. Noel les habÃa preparado té caliente y un plato de spaghetti. Tres cuartos de hora después, ya descansados y fortalecidos, se pusieron otra vez en camino. Noel los acompañó y atendió solÃcitamente en la ruta de descenso por la abrupta pendiente nevada y los declives de hielo, hasta el fondo casi llano del glaciar. A las cinco y media se hallaban en el tercer campamento: habÃan descendido 1,500 metros desde el punto más elevado.
Falló el intento de conquistar la cumbre, pero la ascensión con oxÃgeno fue un prodigioso esfuerzo una demostración de energÃa frÃa e inflexible que difÃcilmente podrá superarse.
Páginas: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32 33 34 35 36 37 38 39 40 41 42 43 44 45 46 47 48 49 50 51 52 53 54 55 56 57 58 59 60 61 62 63 64 65 66 67 68 69 70 71