El 30 de septiembre, Riddiford, Ward y Bourdillon, con dos sherpas, Passang y Nima, atravesaron el glaciar para reconocer la parte inferior de la cascada de hielo. Hillary y yo subimos a un contrafuerte del Pumori para examinar la cascada de hielo en conjunto, y en particular para ver la situación de los glaciares suspendidos a ambos lados de la garganta que conduce al Cwm occidental y delimitar las zonas de posible peligro de aludes de hielo procedentes de aquellas. Llegamos a una altura de algo más de 6,000 metros, con una vista maravillosa, desde donde alcanzábamos a ver por encima del Lho La hasta el Pico y Collado Norte. Toda la cara noroeste del Everest era visible y con nuestros potentes prismáticos podíamos seguir paso a paso la ruta por la que se habían efectuado todos los intentos de escalar la montaña. ¡Qué extraño resultaba estar contemplando desde un ángulo nuevo aquellos lugares que recordaba tan bien, después de un intervalo de tiempo tan largo y de una experiencia tan diversa! La pequeña plataforma de 7,830 metros donde habíamos pasado tantas noches incómodas, el campamento 6 de Norton en el arranque del contrafuerte Noroeste, la Franja Amarilla y los terribles riscos extraplomados de la Franja Negra, el Segundo Escalón y el Gran Couloir. Todos estaban cubiertos por gruesa capa de nieve polvo como cuando los había visto por última vez en 1938. Justo enfrente de donde estábamos, el Nuptse aparecía soberbio, como una gigantesca pirámide de hielo.
Pero el aspecto más notable e inesperado de aquel punto de vista era que desde él se divisaba todo el Cwm occidental hasta su cabecera, toda la cara oeste del Lhotse, el Collado Sur y las laderas que conducían a él, hasta tal punto que desde el interior mismo del Cwm apenas habríamos visto más. Calculamos que el suelo del Cwm en su cabecera estaba cerca de 7,000 metros, unos 600 metros más de lo que suponíamos. Desde allí veíamos que había una ruta perfectamente clara por la cara del Lhotse hasta unos 7,600 metros, desde donde parecía que podría efectuarse una travesía hasta el Collado Sur. Esta larga travesía sólo sería factible con la nieve en buen estado, y por entonces distaba mucho de ello.
El inopinado descubrimiento de una ruta practicable desde el Cwm occidental hasta el Collado Sur fue muy estimulante, pero habíamos ido allí a estudiar la cascada de hielo y esta ocupación pronto enfrió nuestro entusiasmo. La altura total de esta catarata helada era de unos 600 metros. Un escabroso corredor transversal la dividía en dos sectores iguales. El glaciar descendía del Cwm en espiral hacia la izquierda, de suerte que el sector inferior de la cascada quedaba frente a nosotros, mientras que la parte superior aparecía en gran parte de perfil. Con los prismáticos divisamos dos figuras en la parte inferior, y por sus movimientos reconocimos en ellas, aun a aquella distancia, a Riddiford y Passang. De los demás no había señales. Después supimos que habían seguido una ruta diferente a través del glaciar inferior y que se vieron obligados a retroceder ante una masa de pináculos de hielo antes de llegar al pie de la cascada. Riddiford y Passang habían hecho magníficos progresos, si bien se apreciaba claramente que tenían que trabajar denodadamente en la nieve blanda. Hacia las dos de la tarde habían ascendido aproximadamente cuatro quintas partes del sector inferior, hasta un punto en el que permanecieron una hora, regresando después.
Un resultado tan excelente conseguido por un grupo de solamente dos en el primer intento era en sí muy alentador. Pero desde donde nosotros nos hallábamos, parecía que el corredor situado encima de ellos estaba en peligro de ser barrido en toda su longitud por aludes de hielo procedentes de una gran línea de glaciares suspendidos sobre la pared izquierda del desfiladero; es más, parecía como si la superficie del pasillo estuviera compuesta enteramente de restos de aludes. El lado derecho de la parte inferior de la cascada de hielo y el del pasillo estaban claramente amenazados por una masa de glaciares colgantes situados en aquella dirección, y en cuanto a la cascada superior, se presentaba muy fea. Vista de perfil, había una ruta más fácil rodeándola por la izquierda, pero se apreciaba claramente que esta ruta constituía una peligrosa trampa.
Una de las razones por las que cualquier intento de escalada a un gran pico del Himalaya ofrece muchas menos probabilidades de éxito que la escalada de una montaña de dimensiones alpinas es que buena parte de la ruta ha de ser atravesada una y otra vez por grupos de hombres cargados, transportando provisiones a los campamentos superiores. Todos los peligros objetivos deben juzgarse desde este punto de vista. El riesgo, por ejemplo, de andar durante diez minutos junto a un *sérac* inestable, que podría ser aceptado por un grupo de dos o tres montañeros no cargados, aumenta evidentemente cien veces en el caso de grandes grupos de hombres pesadamente cargados que tienen que pasar por el mismo sitio docenas de veces. Las reglas del montañismo deben observarse rígidamente.
Parecía que ahora tendríamos que tomar una decisión muy difícil: la de abandonar esta maravillosa ruta nueva a la cumbre del Everest, la cual se nos había aparecido como una nueva visión y cuya probabilidad apenas nos habíamos atrevido a esperar, y no porque la empresa fuera superior a nuestras fuerzas, sino porque en un pequeño sector del principio, el grupo, y particularmente los sherpas, habrían de exponerse repetidas veces a ser aniquilados, aunque fuera pequeño este riesgo en cada exposición individual.
Cuando nos encontramos con Riddiford en el campamento aquella tarde, estaba mucho más optimista en cuanto a las dificultades de la parte superior de la cascada de hielo, pero no había podido juzgar con certeza sobre el posible peligro de aludes. Al día siguiente (1º de octubre), mientras Bourdillon y Angtarkay repetían nuestra visita a las estribaciones del Pumori y ascendían hasta un punto unos 100 metros más alto, Hillary y yo practicamos un reconocimiento desde otro ángulo. Esta vez subimos a la cabecera del glaciar y ascendimos nuevamente hasta unos 6,000 metros por un contrafuerte del pico que limita al Lho La por el oeste. Desde allí, aunque no podíamos ver el interior del Cwm, dominamos una vista mucho mejor de la parte superior de la cascada de hielo y del corredor. Observamos que, al menos en aquella época del año, los aludes de la izquierda barrían algo menos de la mitad de la longitud del pasillo y que atravesándolo hacia su centro, habría relativa seguridad. También descubrimos una buena ruta por la parte superior de la cascada de hielo.
El 2 de octubre, Riddiford, Hillary, Bourdillon y yo, con tres sherpas (Passang, Dannu y Utsering) , plantamos un campamento ligero al pie de la cascada de hielo con intención de efectuar un intento serio de penetrar por allí en el Cwm occidental. Murray y Ward estaban entonces sufriendo por los efectos de la altitud y se quedaron en el campamento base para aclimatarse más. Al día siguiente, el tiempo fue malo, nevó ligeramente durante casi todo el día y permanecimos dentro de las tiendas. El aire a nuestro alrededor estaba en absoluta calma. Hacia las diez oímos un estruendo sordo, como el de un tren del "metro". Al principio, creímos que sería algún alud lejano que caía por las alturas del Cwm. Estábamos ya habituados al trueno de los aludes que caían intermitentemente a nuestro alrededor, desde el Nuptse, desde los grandes séracs del Lho La y desde las estribaciones del Pumori. Por lo general, el ruido no duraba más de un minuto o dos cada vez, así que cuando al cabo de un cuarto de hora el fragor lejano se oía aún, comenzamos a pensar que alguna montaña entera estaría viniéndose abajo. Sin embargo, al cabo de una hora, ni siquiera esta teoría resultaba admisible, y al fin llegamos a la conclusión de que debía ser causado por un viento poderoso soplando a través del Lho La y sobre las crestas del Everest y del Nuptse. Continuó durante todo el día, y entre tanto ni una leve brisa agitó las lonas de nuestras tiendas de campaña.
La mañana del 4 fue buena y fría, y salimos en cuanto fue de día. Como habíamos previsto, una de las dificultades para trabajar en la cascada de hielo, especialmente en esta época del año, era que el sol le daba muy tarde. Al principio, nos movíamos sobre el hielo duro, pero tan pronto como llegamos a la cascada de hielo, nos hundimos hasta las rodillas en nieve blanda. Se nos enfriaban mucho los pies, y en una ocasión, durante el curso de la mañana, Hillary y Riddiford tuvieron que quitarse las botas, proyectadas para su expedición del verano y que sólo admitían dos pares de calcetines, para frotarse los pies y activar la circulación. Siguiendo las huellas de Riddiford, no tuvimos dificultad en hallar el camino a través del laberinto de grietas y muros de hielo. Al cabo de tres horas y media de buena marcha, llegamos al punto más lejanos alcanzado por aquel. Aquí, Bourdillon, que también sufría bastante los efectos de la altitud, decidió detenerse y esperar nuestro regreso. El lugar estaba justo al lado de una elevada torre de hielo que desde entonces llamamos el "sérac de Tom", y como el sol estaba ya en lo alto, pensamos que Bourdillon no pasaría frío.