Salimos de Namche el 25 de septiembre, llevando víveres para diecisiete días, en cuyo tiempo esperábamos efectuar un reconocimiento a fondo de la gran cascada de hielo y, si fuera posible, ascender hasta el Cwm occidental para ver si existía una ruta practicable desde allí hasta el collado sur. Si hallábamos una ruta, enviaríamos por más suministros, montaríamos un campamento dentro del Cwm y trataríamos de subir lo más arriba posible hacia el collado. Si, como suponíamos, no había ruta practicable, emprenderíamos una extensa exploración de la cordillera principal, cuyo lado sur era casi totalmente desconocido. Contratamos otros cinco sherpas, a quienes equipamos para el trabajo en la montaña, con lo que su número ascendía a diez. Uno de ellos era el hermano menor de Angtarkay, Angphuter, a quien había visto la última vez en 1938, cuando siendo un muchacho de catorce años nos acompañó a Rongbuk desde Namche y había transportado una carga hasta el campamento 3 (6,400 metros) del Everest. Otros quince hombres fueron contratados para llevar nuestros bagajes y suministros al campamento base que habíamos de establecer en la cabecera del glaciar Khombu.
Tomamos un sendero que cruzaba la empinada ladera de la montaña a 600 metros por encima de la garganta del Dudh Kosi, de donde habíamos subido tres días antes. Por el camino encontramos a un viejo amigo mío, Sen Tensing, a quien conocí en 1935, cuando pasamos al Tibet para unirnos a la expedición de reconocimiento. El aspecto peculiar que tenía con la indumentaria que le dimos le valió el nombre de "deportista extranjero", y en los años siguientes fue mi compañero inseparable por varias regiones del Himalaya y del Karakoram. En 1936 lo llevé a Bombay, aventura que todavía consideraba como uno de los momentos culminantes de su vida. Había tenido noticias de nuestra llegada mientras cuidaba sus yacks en un valle, a tres días de marcha, y había corrido a nuestro encuentro, trayendo consigo presentes de "chang", mantequilla y requesón. Vino con nosotros y durante el resto del día me obsequió con recuerdos del pasado.
Al cabo de algunos kilómetros, el sendero descendía hacia la garganta. Cruzamos el río por un puente de madera y ascendimos 600 metros por fuerte pendiente a través del bosque hasta el monasterio de Thyangbochi, situado en la cresta de una aislada sierra que domina la confluencia del Dudh Kosi y del gran valle tributario del Imja Khola. La sierra aparecía envuelta en niebla aquella tarde, y como estaba oscureciendo cuando llegamos al monasterio, no vimos nada de los alrededores. Los monjes nos dieron la bienvenida y vimos que habían montado una gran tienda de campaña tibetana para nosotros en un prado cercano.
Durante los últimos días nos habíamos familiarizado con la extraordinaria belleza del país, pero esto no disminuyó el sorprendente efecto del espectáculo que se ofreció a nuestra vista cuando nos despertamos a la mañana siguiente. El cielo aparecía limpio; la hierba del prado, esmaltada de gencianas, brillaba con la escarcha a los primeros rayos del sol; el prado estaba rodeado de apacibles bosques de abetos, hayas y rododendros plateados de musgo. Aunque los árboles de hoja no perenne estaban aún verdes, había ya brillantes manchas de colores otoñales en la maleza. Por el sur, las laderas cubiertas de árboles descendían con fuerte inclinación hacia la garganta. Al noroeste, a 20 kilómetros a través el valle del Imja Khola, se alzaba la cresta del Nuptse y del Lhotse y detrás el pico del Everest. Pero aquella estupenda muralla, que en ningún punto tenía menos de 7,600 metros de altura a lo largo de sus ocho kilómetros, parecía empequeñecida por las esbeltas agujas de hielo acanalado que se elevaban por encima de nosotros, cercanas y completamente inaccesibles.
Permanecimos en aquel lugar encantador hasta el mediodía y visitamos el monasterio por la mañana. Con su claustro, sus oscuras habitaciones que olían a sahumerio y a la manteca rancia que emplean para sus lámparas votivas, sus efigies terroríficas, sus tapicerías y sus libros sagrados encuadernados en madera, se parecía a la mayoría de los monasterios tibetanos en todo, salvo en sus alrededores. En el centro de la habitación principal o santuario había dos tronos, uno para el abad de Thyangbochi y otro para el abad de Rongbuk, el primero de los cuales estaba entonces ausente en visita a su colega del lado norte de la gran montaña Chomolungma (Everest). Colgando de una de las ventanas del patio nos hizo gracia ver un cilindro de oxígeno, que evidentemente había sido recogido en el glaciar Rongbuk oriental por los sherpas de una de las primeras expediciones al Everest. Ahora hace las veces de gong, que tocan todas las tardes a las cinco como señal para que abandonen el monasterio las mujeres.
Desde Thyangbochi el camino baja suavemente por los bosques hasta el Imja Khola, en un punto donde el río se hunde en cascada por un profundo abismo, en cuyas paredes crecen retorcidos y nudosos árboles con largas barbas de musgo ondeando entre la espuma. Después del pueblo de Pangbochi dejamos atrás el bosque y entramos en tierras altas de brezo y hierba. Pasamos la noche del 26 en Phariche, pueblo de pastos a la sazón abandonado, y en la mañana del 27 torcimos hacia el Lobujya Khola, el valle que circunda el glaciar Khombu. A medida que íbamos subiendo por el valle aparecía a su cabecera la línea de la divisoria principal. Reconocí inmediatamente los picos y pasos que nos eran tan familiares por el lado de Rongbuk: Pumori, Lingtren, el Lho La, el Pico Norte y el saliente oeste del Everest. Es curioso que Angtarkay, que conocía tan bien como yo estos aspectos del terreno por el otro lado, y que había pasado muchos años de su juventud apacentando yacks en este valle, nunca los identificó antes ni se dio cuenta de ello hasta que yo se lo indiqué. Esto es un notable ejemplo del poco interés que los montañeses asiáticos prestan a los picos y montes que los rodean.
Dos días tardamos en ascender lentamente por el glaciar y en reconocer la parte superior del valle. El tiempo era bueno por las mañanas, pero todas las tardes se producía una breve aunque intensa tormenta de nieve. Tuvimos alguna dificultad para encontrar agua en la morena lateral, pero al fin pudimos hallar una fuente en una pequeña hoya resguardada, en la orilla occidental del glaciar, al pie del Pumori, y allí establecimos nuestro campamento base, a una altitud de unos 5,500 metros. Posteriormente descubrimos que la fuente estaba alimentada por un pequeño lago que había algo más arriba. En la morena crecía una pequeña planta parecida al brezo, que servía como combustible y que vino a reforzar la provisión de enebro que habíamos traído de abajo.