Aunque habíamos recorrido considerable distancia, aquellas dos primeras marchas resultaron muy fáciles. El sendero era ancho y bien construido, los porteadores marcharon bien y no llovió durante el día. Hasta entonces, no habíamos sufrido nada de la exasperación ni de las fatigas del viaje por las estribaciones del Himalaya en pleno monzón; pero pronto empezaron a sospechar que no todo iba a ser tan fácil. Confiábamos en persuadir a los coolies de Dharan a que se quedasen con nosotros, para poder continuar la marcha al día siguiente, pero se negaron e insistieron en que les liquidásemos la cuenta. Lo peor fue que tuvimos las mayores dificultades para reclutar nuevos porteadores. Enviábamos a los sherpas al bazar y el Bara Hakim (gobernador local) mandó peones a los pueblos lejanos para contratar hombres. Unos pocos llegaron y accedieron a ir con nosotros, pero al ver que no estábamos listos para partir, se desanimaron y se marcharon. Después de ocurrir esto varias veces, la situación comenzó a parecer desesperada. Cuando llevábamos en Dhankuta cuarenta y ocho horas, llegamos a creer que nunca podríamos ponernos en marcha nuevamente. Las autoridades locales nos dieron varias explicaciones, plausibles, pero inútiles, acerca de la falta de coolies: que se había establecido en las cercanías un gran campamento militar y se necesitaban todos los coolies para trabajar en él; que a causa de los recientes disturbios en el país, los aldeanos temían separarse mucho de sus aldeas; que debido a lo tardío de las lluvias, el trabajo de la tierra estaba retrasado, y la demanda de mano de obra era mucho mayor que de costumbre; que nadie viajaba nunca lejos durante el monzón, si podía evitarlo. Recordando todo esto, yo diría que la última explicación era la más convincente.
Era más curioso que apenas podíamos obtener información alguna acerca de la ruta que teníamos que recorrer, y ninguna de las que obteníamos era de fiar. Decidimos que un lugar llamado Dingla sería nuestro próximo objetivo. El país que había más allá era, localmente, mera leyenda. Cada persona a quien preguntábamos tenía opinión distinta acerca de cómo debíamos ir a Dingla, mientras que los cálculos del tiempo que tardaríamos variaban entre un día y una semana.
Es notable lo que suele ocurrir en estas ocasiones, cuando la situación parece más desesperada, que de pronto se solucionan las cosas por sí solas. Hacia el mediodía del 1º de septiembre nos encontramos de repente con que había no menos de diecisiete coolies que estaban dispuestos, aunque no de muy buena gana, a tratar. Necesitábamos veinticinco, pero Angtarkay insistió en que partiéramos inmediatamente con los diecisiete antes de que tuvieran tiempo de cambiar de opinión, y él seguiría con los ocho restantes cuando pudiera contratarlos. Yo no quería dividir el grupo tan al principio, pero era, desde luego, la mejor solución a seguir. Además, la noticia de que la expedición continuaba su marcha tendría ciertamente un rápido efecto psicológico sobre los porteadores locales, que inmediatamente empezarían a pensar que iban a perder una buena ocasión.
Antes de salir, fuimos a despedirnos del Bara Hakim y a darle las gracias por su ayuda y hospitalidad. Acababa de recibir un mensaje de Jogbani anunciando que los dos neozelandeses, E. P. Hillary y H. E. Riddford, habían llegado allí. Estas noticias eran buenas, porque hasta entonces no sabíamos nada de sus andanzas. Contestamos con otros mensajes y comenzamos la marcha. Por la noche llegamos a una sierra de unos 1,800 metros de altura, que dominaba la vasta cuenca del río Arun, y pasamos la noche en la aldea de Paribas. Angtarkay llegó temprano a la mañana siguiente. Como esperábamos, no había tenido dificultad alguna, después de marchar nosotros, para reclutar los ocho porteadores restantes. Nuestra marcha de aquel día nos llevó a 1,500 metros más abajo, a las riberas del Arun.
Al amanecer del 3 de septiembre caminamos a lo largo de una ancha ladera hasta llegar a un lugar llamado Legua Gat, donde hay un transbordador primitivo. Una ligera niebla baja cubría el gran río, pero comenzó a disiparse en cuanto salió el sol, y pudimos ver a lo lejos, por encima del valle, el brillo de los picos nevados. El transbordador consistía en un tronco de árbol ahuecado a manera de tosca canoa. Tenía una tripulación de tres hombres, dos remeros a proa y un timonel a popa, y podía transportar siete pasajeros de una vez, o el peso equivalente de bagaje. Tan pronto como la embarcación se alejó de la orilla, fue arrastrada por la corriente a velocidad alarmante. Los remeros luchaban desesperadamente para hacer cruzar el río a la frágil embarcación con la mínima pérdida de distancia, porque después de cada viaje tenía que ser remolcada laboriosamente desde la orilla hasta el punto de partida. El río tenía unos 300 metros de ancho, y aunque no había rápidos hasta un kilómetro y medio aguas abajo, lo cual permitía un considerable margen de error, la operación requería gran habilidad. Tardamos desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde en completar los diez viajes necesarios para transportarnos a nosotros, a nuestros coolies y los bagajes a través del río.
Estábamos ahora cerca de 300 metros sobre el nivel del mar, y cuando reanudamos la marcha aquella tarde el calor era intenso. No había sendero alguno claramente marcado a través de las grandes laderas del valle cubiertas de bosque. Caminábamos por abruptos barrancos de roca a lo largo de una serie de pequeñas pistas que, bifurcándose y entrecruzándose, unían las aldeas diseminadas por el monte. Con frecuencia las pistas estaban tan borrosas, que las perdíamos. Los porteadores, llevando cargas de 36 kilos, iban muy despacio; pero aún así, sus velocidades eran muy variables y resultaba imposible mantenerlos agrupados. Con la diversidad de pistas pronto perdimos contacto con algunos sectores del grupo. Al anochecer del 3 de septiembre llegamos a una aldea llamada Komaltar. Aunque solamente estaba a 7.2 kilómetros en línea recta del transbordador, habíamos tardado casi cinco horas en recorrer la distancia. Nueve de los porteadores locales vivaquearon en el lecho de un torrente a 800 metros de la aldea y llegaron a la mañana siguiente. El resto no apareció y, después de enviar a buscarlos, sin resultado, supusimos que habrían tomado un camino diferente. Llegaron a Dingla más de un día después que nosotros.