Nancy González Gea
Llegar a la cima siempre es difícil, sobre todo cuando se trata de la meta que se le ha puesto a la vida y en la que la atención a los hijos, el papel de esposa, ama de casa y hasta de deportista de alto rendimiento, pueden destruirse por un error que llega a costar la vida.
Hace diez años, estas ideas cruzaron por la mente de una mujer que estuvo a punto de morir por hacer realidad un sueño. Pero la cordura imperó y ahora se califica a sí misma como la más feliz y satisfecha de las deportistas.
Elsa Ávila, que ostenta con orgullo el apellido Carsolio, supo esperar y sufrir en silencio hasta que, sin planearlo, la oportunidad de convertir su ilusión volvió a presentarse.
“Hace diez años, cuando subimos juntos al Everest, comentábamos lo importante que era para nosotros alcanzar la cima juntos, pero la vida planeó otra cosa”, comenta Carlos Carsolio, esposo de Elsa y único mexicano que ha alcanzado los “14 ochomiles”, que son las cumbres más altas del mundo ubicadas en el Himalaya.
“Faltaban menos de cien metros cuando nos dimos cuenta que un malestar que empezó a sentir cuando dejamos el último campamento antes de la cima se había convertido en hipoxia. Su cerebro no recibía suficiente oxígeno y sus pulmones tenían ya cierta deficiencia”.
Carlos recuerda la angustia que se reflejó en el rostro de su compañera cuando él le dijo que no debía seguir. “Al principio no quiso pensar en todo lo que arriesgaba si seguía adelante, pero en cuestión de minutos se dio cuenta que era más valiosa la vida”.
Elsa regresó con secuelas que a otra mujer hubieran marcado de manera negativa; pero no a ella. Además de la deficiencia pulmonar, sus pies sufrieron un alto grado de congelación y perdió dos dedos. No volvió a intentarlo.
A cambio, su relación con el alpinista fructificó con dos hijos.
“Fue una época difícil. Carlos se iba a sus expediciones y me dejaba por tres o cuatro meses. Aunque sabía que estaba conmigo moralmente, me costaba trabajo ver crecer a mis hijos y que él se perdiera tantas cosas., pero al mismo tiempo me sentía satisfecha con sus logros”, contaba Elsa antes de su viaje a Nepal, desde donde emprendería, los primeros días de abril, su aventura hacia la cima del Everest.
“Mis hijos me preguntan cómo estoy y me animan. Quizá no entienden bien lo importante que es esto, pero por lo menos sé que están conmigo y que tengo que hacer que el viaje valga la pena, por mí, por ellos y por Carlos”.
Y vaya que lo consiguió. El 5 de mayo alcanzó la cima de la montaña más alta del orbe, entera, sin problemas físicos.
Antes de hacer el viaje, cuando se le preguntó si temía intentarlo de nuevo, recordando a su hipoxia y el congelamiento, Elsa respondió sin titubear que no. “Quería regresar el mismo día que llegué al campamento base, pero mi condición física no me lo permitió. Aunque no sabía si tendría otra oportunidad, en cuanto me recuperé seguí con la escalada en pared, nunca dejé de hacer ejercicio; era como si algo me dijera que tenía que estar en forma”.
Aquel día de mayo recibió la recompensa a su esfuerzo —más madura, mejor entrenada y sobre todo, con dos alicientes más para conseguir el éxito— llegó a la cumbre, su cumbre.
“El costo económico (cien mil dólares) no importa tanto como el costo moral. Para ella fueron diez años de paciente espera, de desarrollo personal. Es una excelente madre y como esposa qué te puedo decir. Pero necesitaba algo más en su carrera deportiva y lo consiguió; no sé si esté completa ahora, eso sólo lo pued decir ella, pero por mi parte no puedo pedirle más”, resume Carlos.
El Financiero
Mayo 16 de 1999