Estamos dentro del Cañón del Pehui. "Pehui... que nombre tan bonito." Navegamos sobre una balsa en el rÃo Conchos rumbo al norte. El agua está helada: es noviembre. Allá, cientos de kilómetros rÃo arriba, en las cumbres de la Sierra Madre Occidental, comenzarán las grandes nevadas, los grandes frÃos. Los tarahumares se refugiarán en lo profundo de los barrancos. No todos: algunos permanecerán en sus poblaciones preparando las fiestas a la Virgen, la de navidad, de reyes... Después de todo, ¿qué es el hombre sin fiestas? Nosotros no dejamos llevar por la corriente, sobre las aguas cristalinas del Conchos, rodeados de enormes paredes de roca que se elevan hasta doscientos metros desde el rÃo, como queriendo agarrar el cielo... o sostenerlo.
Dentro de 60 kilómetros, este rÃo transparente y helado que guarda peces de varios tamaños (lobinas, bagres), desembocará en el RÃo Bravo, la frontera polÃtica. Pero no pensamos en eso ni en las migraciones que pudieran tomarnos por braceros ilegales. Para nosotros, en este momento, la frontera está ahora no más allá de esos muros que no podemos pasar. Nuestro camino es sólo uno: rÃo abajo kilómetros y kilómetros. ¿Cuántos? ¿Cuántas horas? Los pies, helados a fuerza de tenerlos metidos en el agua que entra en la balsa, pierden poco a poco la sensibilidad.
Todos remamos. Carlos Lazcano y Alejandra GarcÃa van en la parte delantera. Jesús Balcorta y don Rodrigo Ã?valos más atrás. Yo, en popa, haciendo de timonel. Don Rodrigo es todo un personaje. A pesar de tener unos sesenta y cinco años Â?uno jamás pregunta la edad a personas mayoresÂ? es nuestro guÃa. Alguna vez, hace años, navegó el rÃo. Pero hace muchos años. Sin embargo, tiene memoria fotográfica: "Esa es la Puerta. Le decimos asà porque en lo alto de aquel reliz hay una puertita para el ganado". Es un gambusino de los de todos los tiempos, de los que siguen buscando oro en cada roca diminuta.
Un dÃa, don Rodrigo nos llevó a la mina "La Aurora Boreal", cercana al pueblo Cuchillo Parado. Nos metió por todos los túneles, nos enseñó las vetas de vanadio y las de tungsteno; nos mostró cada paso de la mina y nos contaba historias antiguas de mineros, de leyendas llenas de riquezas, de ideales que mueven todos los dÃas a los gambusinos. En realidad, recorrÃa su propia casa, aquella que habÃa elegido muchas décadas atrás, cuando las entrañas de la tierra le llamaran mucho más que las comodidades del exterior. Horas, muchas horas después, cuando salimos de nuevo al sol, estábamos todos impregnados de minerales como recuerdo de nuestra incursión. Le platicamos que Ãbamos al Conchos y se ofreció a enseñarnos el rÃo, a ser nuestro guÃa. ¿Cómo no aceptar su compañÃa? Y no por compasión sino porque era una verdadera delicia sentir en los oÃdos el escurrirse de sus historias, de tener la seguridad de saber en qué sitio estarÃamos exactamente.
Ahora lo veo delante de mÃ, remando y gozando. El presidente municipal nos decÃa que era una persona un tanto relegada. La gambusinerÃa ya no era vista con buenos ojos por las nuevas generaciones cargadas de radios portátiles y transportadas en camionetas pese a que en esos dÃas celebraran un rodeo. PodÃamos ver en sus ojos el increÃble gozo de don Rodrigo. Yo lo disfrutaba. Su presencia era más que una muestra de amistad (que en el desierto es la norma): era estar con él en el pasado... y vivirlo.
El frÃo... El frÃo que nos llega por todos lados. Los pies metidos en el agua. No podemos evitarlo: el agua se mete. Las enormes sombras de estas paredes rocosas en pleno fin del otoño... La quietud va llegando poco a poco. El frÃo es la mayor trampa. De repente, uno deja de remar, se queda quieto y se va enfriando poco a poco. Asà se llega a la hipotermia y, poco después, a la muerte. ¿Hipotermia? Para evitarla tuve que recurrir a un medio drástico: arrojar a todos (excepto don Rodrigo: es una joya que no queremos mojar), uno por uno, al rÃo. El "bautizo" por ser su primera navegación. Pero... ¿arrojarlos al agua frÃa para combatir el frÃo? No es una medida drástica, sino la más suave a la que se podÃa echar mano para combatir el frÃo. Sin que lo esperaran, caÃan como en cámara lenta, entraban al agua Â?espantaban algunos peces con su zambullidaÂ? y antes de tres segundos, ya estaban afuera: cómo si hubiesen caÃdo sobre una cama elástica. Una vez fuera, temblaban y se ponÃan a remar para quitarse el frÃo. En la primera manchita de sol, nos detenÃamos y acababan de secarse. La hipotermia se habÃa ahuyentado.
Las horas pasaban y don Rodrigo nos mencionaba historias sorprendentes. Nosotros escuchábamos mientras seguÃamos remando y veÃamos la profunda zanja en que estábamos; permanecÃamos un tanto mudos por la historia y el paisaje. Estábamos... ¿en qué siglo? Cuando la historia terminaba, todos seguÃamos callados. También era necesario escuchar el silencio, ver las sombras. En mitad del cañón, un derrumbe antiguo de una de las paredes obstruÃa el rÃo hasta hacerlo desaparecer en múltiples riachuelos que se reunÃan cien metros después. Pasar una balsa por entre el roquedal no fue sencillo: cargábamos, jalábamos, escalábamos paredes por donde tenÃamos que pasar y desde ahà elevábamos la balsa para luego regresarla abajo metros adelante. Las maniobras duraron más de una hora y al fin, regresamos al rÃo.
Si nos tocaba tomar el sol, lo disfrutábamos. Era por poco tiempo, para desentumirnos las manos y saber que existe realmente el sol y tener esperanzas de que los pies tendrÃan alguna vez algo de calor y sequedad. Una vez, delante de nosotros vimos surgir un dedo de roca de más de 80 metros de alto separado de la gran muralla que tenÃa detrás. IncreÃble su belleza. El rÃo nos fue acercando poco a poco. En silencio. Entonces se escuchó la mágica voz de don Rodrigo: "Con una carga de dinamita... se verÃa muy bonito". ReÃmos en silencio. Minero al fin, no veÃa mucho la belleza que nosotros apreciábamos, sino la que podrÃa extraer de esa roca inmensa.
Al atardecer salimos del cañón, el bellÃsimo cañón del Pehui. Una camioneta nos esperaba para llevarnos de regreso a Cuchillo Parado. El rÃo cristalino, helado y maravilloso, sus peces, sus rocas, sus sombras y sus luces quedaban ahà donde siempre habÃan estado, pero llevábamos dentro de nosotros cada recodo del cañón, cada historia de don Rodrigo. "Pehui... que nombre tan bonito."