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Montañismo y Exploración
EL CAÑÓN DEL PEHUI
10 febrero 1999

Exploración en un cañón del estado de Chihuahua







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Estamos dentro del Cañón del Pehui. "Pehui... que nombre tan bonito." Navegamos sobre una balsa en el río Conchos rumbo al norte. El agua está helada: es noviembre. Allá, cientos de kilómetros río arriba, en las cumbres de la Sierra Madre Occidental, comenzarán las grandes nevadas, los grandes fríos. Los tarahumares se refugiarán en lo profundo de los barrancos. No todos: algunos permanecerán en sus poblaciones preparando las fiestas a la Virgen, la de navidad, de reyes... Después de todo, ¿qué es el hombre sin fiestas? Nosotros no dejamos llevar por la corriente, sobre las aguas cristalinas del Conchos, rodeados de enormes paredes de roca que se elevan hasta doscientos metros desde el río, como queriendo agarrar el cielo... o sostenerlo.
Dentro de 60 kilómetros, este río transparente y helado que guarda peces de varios tamaños (lobinas, bagres), desembocará en el Río Bravo, la frontera política. Pero no pensamos en eso ni en las migraciones que pudieran tomarnos por braceros ilegales. Para nosotros, en este momento, la frontera está ahora no más allá de esos muros que no podemos pasar. Nuestro camino es sólo uno: río abajo kilómetros y kilómetros. ¿Cuántos? ¿Cuántas horas? Los pies, helados a fuerza de tenerlos metidos en el agua que entra en la balsa, pierden poco a poco la sensibilidad.
Todos remamos. Carlos Lazcano y Alejandra García van en la parte delantera. Jesús Balcorta y don Rodrigo �valos más atrás. Yo, en popa, haciendo de timonel. Don Rodrigo es todo un personaje. A pesar de tener unos sesenta y cinco años �uno jamás pregunta la edad a personas mayores� es nuestro guía. Alguna vez, hace años, navegó el río. Pero hace muchos años. Sin embargo, tiene memoria fotográfica: "Esa es la Puerta. Le decimos así porque en lo alto de aquel reliz hay una puertita para el ganado". Es un gambusino de los de todos los tiempos, de los que siguen buscando oro en cada roca diminuta.
Un día, don Rodrigo nos llevó a la mina "La Aurora Boreal", cercana al pueblo Cuchillo Parado. Nos metió por todos los túneles, nos enseñó las vetas de vanadio y las de tungsteno; nos mostró cada paso de la mina y nos contaba historias antiguas de mineros, de leyendas llenas de riquezas, de ideales que mueven todos los días a los gambusinos. En realidad, recorría su propia casa, aquella que había elegido muchas décadas atrás, cuando las entrañas de la tierra le llamaran mucho más que las comodidades del exterior. Horas, muchas horas después, cuando salimos de nuevo al sol, estábamos todos impregnados de minerales como recuerdo de nuestra incursión. Le platicamos que íbamos al Conchos y se ofreció a enseñarnos el río, a ser nuestro guía. ¿Cómo no aceptar su compañía? Y no por compasión sino porque era una verdadera delicia sentir en los oídos el escurrirse de sus historias, de tener la seguridad de saber en qué sitio estaríamos exactamente.
Ahora lo veo delante de mí, remando y gozando. El presidente municipal nos decía que era una persona un tanto relegada. La gambusinería ya no era vista con buenos ojos por las nuevas generaciones cargadas de radios portátiles y transportadas en camionetas pese a que en esos días celebraran un rodeo. Podíamos ver en sus ojos el increíble gozo de don Rodrigo. Yo lo disfrutaba. Su presencia era más que una muestra de amistad (que en el desierto es la norma): era estar con él en el pasado... y vivirlo.
El frío... El frío que nos llega por todos lados. Los pies metidos en el agua. No podemos evitarlo: el agua se mete. Las enormes sombras de estas paredes rocosas en pleno fin del otoño... La quietud va llegando poco a poco. El frío es la mayor trampa. De repente, uno deja de remar, se queda quieto y se va enfriando poco a poco. Así se llega a la hipotermia y, poco después, a la muerte. ¿Hipotermia? Para evitarla tuve que recurrir a un medio drástico: arrojar a todos (excepto don Rodrigo: es una joya que no queremos mojar), uno por uno, al río. El "bautizo" por ser su primera navegación. Pero... ¿arrojarlos al agua fría para combatir el frío? No es una medida drástica, sino la más suave a la que se podía echar mano para combatir el frío. Sin que lo esperaran, caían como en cámara lenta, entraban al agua �espantaban algunos peces con su zambullida� y antes de tres segundos, ya estaban afuera: cómo si hubiesen caído sobre una cama elástica. Una vez fuera, temblaban y se ponían a remar para quitarse el frío. En la primera manchita de sol, nos deteníamos y acababan de secarse. La hipotermia se había ahuyentado.
Las horas pasaban y don Rodrigo nos mencionaba historias sorprendentes. Nosotros escuchábamos mientras seguíamos remando y veíamos la profunda zanja en que estábamos; permanecíamos un tanto mudos por la historia y el paisaje. Estábamos... ¿en qué siglo? Cuando la historia terminaba, todos seguíamos callados. También era necesario escuchar el silencio, ver las sombras. En mitad del cañón, un derrumbe antiguo de una de las paredes obstruía el río hasta hacerlo desaparecer en múltiples riachuelos que se reunían cien metros después. Pasar una balsa por entre el roquedal no fue sencillo: cargábamos, jalábamos, escalábamos paredes por donde teníamos que pasar y desde ahí elevábamos la balsa para luego regresarla abajo metros adelante. Las maniobras duraron más de una hora y al fin, regresamos al río.
Si nos tocaba tomar el sol, lo disfrutábamos. Era por poco tiempo, para desentumirnos las manos y saber que existe realmente el sol y tener esperanzas de que los pies tendrían alguna vez algo de calor y sequedad. Una vez, delante de nosotros vimos surgir un dedo de roca de más de 80 metros de alto separado de la gran muralla que tenía detrás. Increíble su belleza. El río nos fue acercando poco a poco. En silencio. Entonces se escuchó la mágica voz de don Rodrigo: "Con una carga de dinamita... se vería muy bonito". Reímos en silencio. Minero al fin, no veía mucho la belleza que nosotros apreciábamos, sino la que podría extraer de esa roca inmensa.
Al atardecer salimos del cañón, el bellísimo cañón del Pehui. Una camioneta nos esperaba para llevarnos de regreso a Cuchillo Parado. El río cristalino, helado y maravilloso, sus peces, sus rocas, sus sombras y sus luces quedaban ahí donde siempre habían estado, pero llevábamos dentro de nosotros cada recodo del cañón, cada historia de don Rodrigo. "Pehui... que nombre tan bonito."

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