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Montañismo y Exploración
Cartas de relación de un viaje
1 octubre 1999

Lo que ahora se conoce como la “Ruta de Cortés” fue la primera ruta seguida por los europeos para penetrar un continente que conocían apenas por su costa. Después de Cortés y sus soldados, nadie volvió a recorrerla jamás y dados los pocos detalles que hay de ella, quienes han repetido ese recorrido han tenido que hacer una investigación exhaustiva para elegir una de las variantes que hay. Sin embargo, ninguno ha quedado conforme con la certeza que adquieren de la ruta elegida por Cortés y la vaguedad de sus descripciones en la Segunda Carta de Relación.







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CARTA QUINTA

Una escalera al cielo

Por encima: nubes; por debajo: lodo. A los lados: murallas oscuras, verdes o blanquecinas. Es cuando el monte desaparece y no queda nada sino la rayita sobre la que caminamos. Nubes, neblina. Inmersos en una agua que desde hace varias horas está cayendo interminable, caminamos por esa escalera que tanto impresionara a Cortés y a Bernal y que le costara tanto trabajo superar. Selva pura con pendientes de montaña. Licopodios por algunas partes. Verdes. Helechos del tamaño de árboles. Verdes. Hojas enormes. Verdes. Flores de todos tamaños. Selva. Neblina. Agua. Y una franjita de selva-monte que se desliza bajo los pies para dejarnos subir poco a poco. Subimos al cielo. Es tarde.

Dentro de un par de horas oscurecerá y estoy sentado sobre una roca, con el cuerpo empapado en esta agua limpia, exprimida de las nubes. Mi mochila es la que permanece cubierta. Estoy sentado. Espero a Juan Carlos. Y mientras, las cabras se despliegan en la ladera, lejos de su pastor, que los vigila, que penetra la niebla con la vista y el oído. El sabe que estamos aquí. Yo sé que él está ahí. Pero no nos hemos visto ni hablado. Yo no me muevo. El no se mueve. Las cabras me dicen en qué parte está. La vereda y nuestras respiraciones en el respiro de la selva le dicen dónde estamos cada uno de nosotros. Sigo esperando.

Por la mañana salimos de Xicoximalco el Nuevo. Samuel se despidió de nosotros. Tenía que regresar. Nos dimos el abrazo y caminé. Había mucho que andar y no había poblaciones intermedias. Era cosa de andar con ligereza, aunque la mochila pesara, aunque lloviera como lo hizo durante toda la noche. Nos despedimos y se fue. Nos extrañaría. Nosotros a él también. Y a los demás. Habíamos comenzado veinte y con la partida de Samuel quedábamos siete. Siete en la selva verde o blanca o café. Multicolor toda ella.

Caminamos por una calle empedrada que iba hacia el sur. Las vacas lecheras, gordas de pasto bueno, nos veían pasar desde atrás de las cercas. Preguntábamos. Después de todo, el mapa sólo era para darse una idea específica del terreno, pero siempre conocerán más la tierra quienes viven en ella. Y claro: nos contestaban. Así fuimos cayendo poco a poco en la carencia de veredas amplias, en la ausencia de casas, en la abundancia de nubes.

No debemos estar lejos, pero estamos en un lugar en el que no me gustaría pasar una noche a descubierto. Los demás van delante, pero Juan Carlos camina despacio. Será por eso que dice Samuel: "las bajadas y los planitos son gratis, pero las subidas las cobran" ¿Cuánto habremos subido? Cientos de metros pero con esta niebla, ni cómo saberlo. Al menos desde aquí, sentado en esta arista de la loma, puedo ver la vereda a lo lejos. En algún momento tiene que aparecer Juan Carlos. En algún momento tiene que escampar ese sitio. Espero que los dos momentos coincidan.

Los ojos, rastreadores incansables de atajos para ahorrar metros de camino, nos descubrieron una vereda. Un señor nos descubrió. Descubridores descubiertos. Nos gritó y nos señaló el camino mejor para ir a Ixhuacán de los Reyes. "El camino que siguen es bueno, pero van a dar mucha vuelta". Ni modo: nos olvidaríamos del mapa y nuestras apreciaciones. Cruzamos un potrero más y luego comenzamos a subir.

La vereda, angosta, se ha profundizado mucho con el paso de los años, de las lluvias, de las interminables lluvias. Y la lluvia: mojándome, mojándonos. Caminamos. Pronto nos convertimos en fantasmas que apenas se divisaban uno al otro. Estábamos hechos de niebla, de agua que no cae pero que impregna la ropa.

Y de lodo. Porque la vereda es lodo puro.

Si fuera temporada de lluvias, esto sería un pantano casi. El zoquete [barro puro y pegajoso] no nos dejaría avanzar mucho. He visto mulas atrapadas en zoquetales. Y han muerto porque nadie los puede sacar. Esas cabras están bajando mucho. A lo mejor van al sembradío aquel. Si es así, entonces el pastor tendrá que moverse, salir de su escondite y corretear a los animales. Lo delatarán sus cabras. En cambio, no hay nada que me delate a mí. Salvo la llegada de Juan Carlos.

Al principio todos subíamos con precaución, tratando de no caer a los charcos de la vereda. Un charco grande de allá abajo era inevitable. Pero aun así no caímos. Hasta que comenzó la lluvia. Unos se cubrieron con sus mangas [ponchos], otros con sus rompevientos. Yo sólo cubrí mi mochila y me mojé. Pese a todo, no queríamos entrar al lodo... hasta que éste entró a nosotros. La vereda se hizo resbalosa y la única manera de pasar era por el agua. Ni modo. Las botas y la ropa mojada.

No hay nada que sea completamente eficaz para cubrirse de la lluvia. Si: el paraguas. Pero siempre tiene el inconveniente de su fragilidad... y el viento, que parece no quererlo. Estoy perdiendo mucho calor. Sin la mochila a la espalda, mi cuerpo exhala nubes de pom. ¿Pom? ¿Incienso? En todo, caso sería copal. Pero no me agrada la idea porque no soy sagrado, sino un fantasma que espera descubrir a otro fantasma que no se mueve pero que delatarían sus cabras. Mientras, sigo echando volutas de vapor de agua al cielo frío. A la nube misma, porque no estoy fuera de ella.

Nacho caminaba muy despacio porque sus botas tenían la suela ya muy gastada. Como un anciano al que le faltara su bastón. Berna iba por delante, sonriente. Los demás, silenciosos. Era la primera vez que ellos estaban en una nube, en una selva, en un torrencial aguacero como el que caía entonces. Y cuando arreció, simplemente metimos los pies al agua, al lodo, al charco de barro líquido. Era mejor así.

Si no puedes vencerlo, únete a él, el principio básico de las lecciones de supervivencia. ¿Cubrirme de la lluvia? No. Debo olvidar que soy un sedentario y volverme poco a poco parte de todo esto. La gente que vive aquí no tiene problemas con la lluvia, con el agua, con el lodo, con la noche. ¿Por qué yo sí he de tenerlos? Debo tratar de ser como la gente de aquí. Tratar de pensar como ellos. Tratar de comer lo mismo que ellos. Hablar su idioma. Si. Las cabras van directo al sembradío. ¡Ah! Ahí va el pastor. No me equivoqué mucho. Estaba casi donde yo decía. Pero si fuera uno de ellos, lo hubiera sabido desde el principio.

Avanzamos bajo la lluvia. A fuerza de andar y andar por estas veredas, mi cuerpo se ha enseñado a caminar bien, sin resbalar. Adelanté a todos. Esperé y me pasaron. Los volví a alcanzar y a esperar. Me detenía a tomar algunas fotos bajo el aguacero. Cosa de malabarismos para que la cámara, guardada en la mochila, y toda la ropa seca, el mayor tesoro para la noche, no se mojaran.

Escampa. Ojalá ya venga. Sí. Allá está. Va a tardar como quince minutos en llegar y como no hay otro sitio donde pueda hacer un alto, de seguro parará poco antes de donde estoy si está cansado. Esas cabras. Es muy pesado ser pastor en esta sierra. ¿Sierra o selva? ¿O ambas? El norte. ¿Dónde está el norte? No sé hacia dónde caminamos con esta niebla. La sierra. Sólo eso tengo como referencia. Pero eso puede hacer que camine durante un par de horas hasta darme cuenta de que voy mal.

De repente, salidos de entre la niebla, como del pasado, hombres que bajaban hacia algún lugar del que nosotros veníamos. "¿Falta mucho para llegar a Ixhuacán?" "No. Cosa de una hora y media. Ya mero llegan." Pero la hora y media se repitió varias veces. Tres horas después, seguía siendo hora y media lo que nos faltaba.

Están impresionados con el reloj de la gente serrana. Es poco. Cuando hace años me dijeron que ente un pueblo y otro había sólo cuatro horas, yo me fui. Cuando llegué al pueblo, al crepúsculo, habían pasado diez horas. ¿Qué otra cosa me podían decir? ¿Que me faltaban doce minutos y medio? No. Simplemente no usan la idea del tiempo que nosotros tenemos.

Los alcancé y les dije que esperaría a Juan Carlos. Y Juan Carlos acaba de llegar. Se detuvo a cuatro metros de mí y no me ha visto.

—Esperen. Por aquí no es.
—¿Cómo que no? ¡Nos dijeron que por aquí!
—Voy a ver.
Me acerqué a la orilla del camino.
—Escucha.
Ladridos, canto de gallos y, sobresaliendo, el motor de un camión que traspasaba la neblina densa.
—Es allá —y busqué las huellas de los otros—.

Sólo las de Nacho, nadie más. Pasó hace unos minutos. Quizá la lluvia deteriore todo muy rápidamente.

—Lo más que puede pasar es que se tengan que regresar. Vamos para abajo.

Ruidos de lluvia. De pueblo. El viento nos acerca a los hombres, pero pueden estar a veinte metros o a dos kilómetros. Cantos de aves. ¿Y ese ruido? Volteo y veo moverse unas ramas. Un sombrero agazapado.

—¡Ya te vi, no te escondas!
—¿Cómo me encontraste?
—Acuérdate que somos hermanos de la lluvia —y sonreí.

La entrada a Ixhuacán fue una calle. Pero no llegamos de inmediato al centro. Nos detuvo una pequeña tienda. Queso de cabra a tres pesos. Tomates. Tortillas. Aguacates. Agua en abundancia. ¡Qué placer!

Ixhuacán... Ya lo conoceremos al rato. Mañana. Hoy, Ixhuacán es sólo esto: comida para aquellos que han salido de la selva, embarrados.

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