CARTA TERCERA

Los Ídolos

En los Ídolos nos encontramos algo que nos inquietó: el mundo prehispánico dentro de colecciones particulares de algunas pocas personas. Berna hizo amistad con un muchacho de 19 años: Luis. De alguna manera lo convenció ?Berna es capaz de convencer hasta a las piedras? de ir hasta donde estábamos nosotros y el pobre Luis tuvo la mala suerte de encontrarse con unos pocos, entre ellos yo.

"¿Te puedo hacer unas preguntas?" Y los demás, conociéndome, le advirtieron que si aceptaba, yo le haría 500. "No le hace", dijo él y yo murmuré: "Bajo advertencia...." Poco a poco, fue perdiendo su alegría natural y se fue sintiendo incómodo hasta que le exprimí todo lo que quería. Pero el resultado era importante.

Los Ídolos se llama así porque se encuentran montones de idolitos de barro o de piedra en ese valle en el que corre el río Actopan. El muchacho y otros tres individuos, todos independientes entre sí, se dedican a andar por todo el valle y desenterrar ídolos, rehacerlos, si están quebrados, y venderlos. "¿Cuánto cuesta uno de los ídolos?" (pregunta obligada). "El más pequeño, como el que le regalé a ella (a Berna) cuesta cincuenta pesos." Y estaba restaurando un ídolo que vendería en tres o cuatro mil pesos, de un tamaño que le llegaba a la cintura: bastante grande.

Por supuesto, el mercado de joyas arqueológicas es secreto. El no conoce jamás a su comprador sino por teléfono. De hecho, éste es un intermediario que vende las piezas a extranjeros. De repente, una llamada telefónica le pide alguna pieza para un cliente, pero jamás se da a conocer, pues eso es demasiado riesgo para todos.

Como Luis comenzaba a impacientarse, cambié la plática hacia otro rumbo: ¿dónde hay montículos?, ¿cuántos hay?, ¿en dónde encuentra las piezas? Al final me di cuenta de que el lecho en que estaba asentada la población era el antiguo asiento de una población prehispánica. Con aproximadamente 500 montículos (hicimos el cálculo rápidamente), cada uno de ellos una pequeña pirámide por desenterrar, se nos revelaba como una ciudad.

Ya me había preguntado cuál era la ruta precisa que Cortés había seguido desde Zempoala a Xico (el siguiente punto identificado). Debía ser por ciudades o pueblos grandes que fuesen capaces de darle alimentación a su ejército, con quienes fuera posible establecer alianzas. Comenzaba a pensar como él para descubrir sobre mis mapas la ruta que siguió. No debía dejar detrás mío un solo pueblo capaz de cortarme la retirada al mar. Pero nosotros no llevábamos guías de la región.

Al otro día, Luis nos llevó a un sitio donde había pinturas rupestres y una cueva donde "había más" pero había que bajar con alguna cuerda. Solucionamos el problema con técnica moderna y en cinco minutos estábamos ahí: una cavidad con innumerables fragmentos de ollas de barro. Sólo eso. No había nada más que eso. Veinte metros abajo, el río Actopan corría, disminuido en esa época seca, pero ¡cómo se antojaba meterse al agua para aminorar el calor y el piquete de zancudos y mosquitos!

Días después, caminábamos sobre una tierra blanca y dura, casi piedra. Escogimos un camino que nos llevara lejos de carreteras. Medida de seguridad. Pero entre el blanco del suelo y el rojo galopante del sol, nuestros cuerpos eran exprimidos. Además, encontramos la primera subida importante, que duró varias horas. Horas bajo el sol.

El grueso del grupo iba delante. Carlos Alberto y yo, hasta atrás y como ya se nos había terminado el agua, la plática también se había aminorado. Bruscamente.

Una casa. "Vamos a pedir un poco de agua". Y se dio todo: la plática de dos ancianos que habían vivido desde siempre ahí, una jarra de agua fresca, zapotes para cada uno de los cuatro que nos reunimos ahí (porque estaban Flor y Juan Carlos), papaya y la interminable despedida. Pero los ancianos no nos dejaban irnos. "Por aquí nunca pasa nadie. Las otras casas están lejos y casi no nos frecuentamos. Estamos solos. Nos da gusto que estén aquí". En verdad lo estaban porque nos trataban como a hijos pródigos que hubiéramos regresado finalmente después de mucho tiempo.

La despedida fue larga, muy larga. No nos queríamos ir. No nos dejaban ir. Fue larga la despedida. ¿Y todo para qué? Para estar de nuevo en ese suelo caliente, en esa tierra tan blanca. Y luego, caminar por kilómetros sobre la vía del ferrocarril hasta Chavarrillo.

Chavarrillo. Fue el primer punto significativo de la ruta porque ahí el grupo comenzaría a fragmentarse: regresaban a México los que tenían que regresar a la escuela, al trabajo, los que no habían podido retrasar sus compromisos para después y aquellos que ya no tenían suficiente dinero.

Al otro día quedamos diez. Sólo la mitad de los que habíamos comenzado. Y yo sabía que esos diez no permanecerían todo el tiempo. ¿Los soldados de Cortés se sintieron así cuando dejaron atrás a sus compañeros, a los barcos hundidos, a la seguridad de una tierra que ya estaba colonizada? Seguramente, pero esa sensación es parte del descubrimiento y nosotros íbamos tras un descubrimiento de muchos kilómetros. Xico nos esperaba.