CARTA SEGUNDA
Por tierra caliente
Mozomboa es un nombre que suena a Ífrica. Suena a negritud, a misterio. Quizá por lo poco común de nombre, nos habían comentado que era una de las pocas poblaciones negras de México. "Interesante." Y se atravesaba en nuestro camino porque de San Juan de Villa Rica a Mozomboa sólo había 18 kilómetros. Claro que no es lo mismo 18 kilómetros pensados en la ciudad que saberlos como un anticipo de una gran caminata que durará hasta que lleguemos a la Ciudad de México... ¿cuándo? No lo sabemos. De hecho, no tenemos mucha información y mucho lo hemos de improvisar conforme se vayan sucediendo los hechos.
No tenemos prisa. Llegaremos cuando tengamos que llegar.
Habíamos comenzado a dos kilómetros al norte de la Villa Rica de la Vera Cruz, adonde llegara Cortés y estableciera el primer ayuntamiento del continente. Villa Rica, es ahora un lugar de pescadores y un sitio donde algunas personas han construido casas bastante costosas y bonitas pero que nada tienen que hacer con el paisaje del mar. De ahí a Quiahuiztlán, bajo el Cerro de los Metates, sólo hubo tres kilómetros.
Quiahuiztlán. Cortés estuvo una y otra vez ahí en busca de comida, de alianzas y como lugar de paso para Zempoala, la gran Zempoala donde logró la primera gran alianza que lo llevaría al corazón del gran imperio de los tenochcas. Tumbas, unas cuantas pirámides y montones de gente que iban a ellas para "cargar su aura": era 21 de marzo.
Pero Mozomboa, después de esos 18 kilómetros de caminar bajo el sol ardiente de Veracruz, resultó ser una población mestiza, nada sobresaliente. A decir verdad, lo único que sobresalía era la gran tensión que había en el pueblo, dividido en tres bandos, cada uno de los cuales tenía su propio dirigente. El representante legal del municipio abandonó su función y sólo se limitaba a decir que "ellos" solucionaran cualquier problema. Aún así, tuvimos que pasar la noche ahí, bajo pleno eclipse total de luna. Horas de ver la luna llena y luego desaparecer, reaparecer y escuchar cantar a los gallos, como si fuera un amanecer crepuscular.
Al otro día caminábamos sobre la tierra blanca de la extensa y asoleada planicie. Sol. Cantamos para distraernos y lo hicimos (regular y mal) hasta que nos topamos con hombres negros vestidos de negro que se preparaban para almorzar. Era mediodía.
—¡Buenos días!
—Buenos —nos contestaron casi todos.
—¿Trabajando la caña?
—Sí.
Y se dio la plática.
La extensión de tierra que estaban trabajando pertenecía a una persona y él les pagaba a los trabajadores 150 pesos por camión lleno, es decir, por tres toneladas cortadas a machete. ¿Tres toneladas? ¿Cuántos hombres necesitan para hacer eso? La respuesta fue: "dos, en un día completo de trabajo." ¡Vaya! Pues, ¿no que los trabajadores del campo estaban mal pagados? Ciento cincuenta pesos es mucho, pero mucho más que el salario mínimo. En pocos días harían una fortuna estos hombres. Claro: era una paga dividida entre dos hombres, pero aún así, 75 por día era bastante.
En una jornada ganaban esa cantidad, pero tenían que levantarse temprano, quemar exclusivamente el trozo de tierra que trabajarían (y controlar el incendio, por eso quedaban negros de hollín) y luego cortar a machete, es decir: con las manos y una hoja de acero, tres toneladas de caña que irían a parar al ingenio azucarero. Porque se trataba de la caña más resistente a las plagas, a los roedores, al fuego con que los trabajadores lo cercaban para cortarla. Tan dura que pudimos probar sólo un pedazo. Y tenían que hacerlo rápido, con el sol a cuestas y las brasas bajo las botas o huaraches, cuya suela se derretía poco a poco, conforme adelantaban en su trabajo.
"A este paso, los zapatos les duran muy poco y tienen que comprar otros y lo que queda se lo gastan en comida para trabajar y en alcohol, para cuando acaban la jornada. Hay que estar sobre ellos o nomás no trabajan."
Así que el sueldo se iba tan rápido o más que lo que ellos mismos trabajaban. Las miradas eran las de hombres cansados, que saben que por más que trabajen no podrán ahorrar algo de dinero y descansar un día o comer un poco mejor alguna vez. Sin embargo, trabajaban porque, "si no, ¿dónde encontraremos trabajo?" Al menos ahí comían y tenían la esperanza de mantener el trabajo. Esperanza vana: cuando se terminara el corte de la caña, todos emigrarían a otro lugar para buscar otro trabajo.
Los dejamos atrás, comiendo.
Dos horas después, la lengua se había secado tanto que casi no hablamos hasta llegar a una hendidura en la tierra: el cauce del río Actopan, que inicia muchos kilómetros arriba, en "El Descabezadero". Allá, al fondo, estaba la población llamada "Los Idolos". Incrustada en frondosos árboles de mango, naranja y otras frutas, entramos de pleno a la selva cuando metros más arriba (casi 50 de desnivel) estábamos en una zona muy seca.
Los Idolos. Nombre sugerente, sobre todo después de haber visto Cempoala, las ruinas de piedras de río de una gran ciudad donde Cortés celebrara su primera alianza, que marcaría el futuro de México, España y todo el mundo. Ya averiguaríamos de qué se trataba. Por el momento, había que llegar e instalarnos en algún lugar antes de que se terminara la luz de día.