CALOR HUMANO
Bruma. Sólo bruma y nada más; después, el sol ribeteaba sus bordes para asombro nuestro. Fantasmal, recién parida por la tierra que pisábamos, aparecÃan labradas una roca tras otra. La cantera inverosÃmil que delineaba una estructura: rocas bien ordenadas hacÃan un verdadero monumento que surgÃa ante nuestros ojos: la misión de San Borja. HabÃamos llegado por la noche, caminando bajo la luz de las estrellas, y no nos habÃamos percatado de la grandiosidad de la misión. Hay quienes dicen que San Javier es la misión más hermosa de toda la penÃnsula; para mÃ, San Borja no tiene igual.
Sus habitantes nos entregaron vÃveres y correspondencia que algunos amigos de Ensenada les habÃan dejado para nosotros desde hacÃa más de una semana. Todo para alimentar para el hambre fÃsica y moral. Antes de dormir, navegamos otros mares que no eran los nuestros con personas que no éramos nosotros y un poco al margen de nosotros mismos. Al amanecer recuperé mi capacidad de asombro: piedra sobre piedra en una sucesión interminable, los misioneros habÃan levantado una construcción impresionante en medio de una tierra tan pelada de gente que volvÃamos a sentirnos empequeñecidos ante tan monumental obra. La pila de bautismo, la escalinata de caracol, el coro, el púlpito... todo era de roca, como el exterior de eso tan intangible...
"Era un muchacho de apenas nueve años y en un par de horas éramos grandes amigos. Nos bañamos en la poza de aguas tibias y sulfurosas, cortamos alfalfa para los becerros, corrimos, comimos Â?¡cómo se maravillaba de la sopa instantánea!Â?, reÃmos..." En la lejana Sierra de San Francisco me sucedió algo similar. Estábamos visitando la importante zona de pinturas rupestres de la Sierra de San Francisco y tenÃamos un par de guÃas que conducÃan los burros mientras nosotros nos dedicábamos a tomar fotografÃas montados en nuestras respectivas mulas. Oscar Arce, el más joven (tenÃa 19 años), cantaba o platicábamos con él. Descubrimos que ambos cumplÃamos años el mismo dÃa. Tres jornadas después, al subir el empinado Cañón de Santa Teresa, me dijo con el tono más solemne que tenÃa: "¿Sabe 'migo? Cuando m'case y tenga m'primer hijo, le voyponer su nombre y usté vaser mi compadre porque l'voyscribir paque venga a conocer a su tocayo". Me quedé sin habla. El compadrazgo es una relación sagrada para ellos y ese pequeño monólogo Â?sólo acerté a decir "Si, cuando se case."Â? me honraba. Por supuesto, no dejamos de nombrarnos compadres en adelante.
Esa estrecha relación volvió a surgir en San Borja, un lugar donde apenas hay siete habitantes, dos de ellos de más de sesenta años, frente a la espléndida misión tallada en cantera (¡caramba, si parecÃa una sola roca!). Pero no era un sitio frÃo: habÃa calor humano. Estábamos lejos de cualquier sitio pero ahà podÃamos contar con verdaderos amigos.
OTRO EDEN
En tres meses y medio que llevábamos caminando desde Cabo San Lucas, nos vimos enfrentados a diversos problemas que tenÃamos que resolver de inmediato. Al salir de San Borja me encontré con uno que antes ni habÃa pensado. Atravesábamos entonces el Cañón "El Principio" y para romper el silencio en el que caminábamos, dije en voz alta: "Todo lo que hemos pasado y apenas estamos en el principio". Carlos rió, pero yo me vi envuelto en un torbellino de lugares, rostros, comidas y hambres, sed y baños... Era una espiral absorbente que me regresaba a cada momento a Cabo San Lucas y me regresaba instantáneamente al sitio donde seguÃa caminando. Una y otra vez. Era la historia interminable, una pesadilla que terminó al caer el dÃa.
Fue entonces que se nos vino encima el calor. En la anotación del 8 de abril, escribà en mi bitácora: "Por la mañana la temperatura el tal que uno bien puede andar desnudo sin sentir apenas frÃo (¿frÃo?, ¿acaso existe?) [...] En ocasiones el viento sopla y, si tiene uno suerte, el viento es refrescante, pero con más frecuencia es tan caliente que parece una bofetada enorme y deshidratante. ¿Bañarse? ¡Cómo añoramos hacerlo! Pero está prohibido porque cualquier gota de agua es para beber.
Anoche, mientras cenábamos, se acercó un pequeño ratón canguro, un pequeño animal del desierto que nunca bebe agua. Primero se paseó alrededor, después hacÃa viajes al centro de nuestro «comedor» por entre nuestras piernas y terminó hurtando pedazos de tortilla. En un rato tenÃamos a varios de ellos haciendo de las suyas. El cielo nocturno también tiene lo suyo: la luna está en creciente y la hemos seguido con binoculares; al atardecer baja hacia el horizonte lentamente y se vuelve rojiza, como el sol. Y el silencio... es exquisito, grandioso. Hay un momento en el crepúsculo vespertino en que cualquier sonido se apaga. Incluso el viento. A la izquierda del centro de la nada no llega sonido alguno y hay una sensación de pesadez en los oÃdos que parece quitar el aliento.
DÃas después, entrábamos al Cañón de Santa MarÃa, en busca de la misión jesuÃtica más septentrional de la penÃnsula y nos topamos con otro Edén: la arena que habÃamos ido pisando se convirtió gradualmente en roca y sobre la roca corrÃa el agua, pero no cenagosa, como la que ya habÃamos tomado varias veces, sino cristalina; a poco, apareció una poza, luego otra y otra. Cada vez eran más grandes. "En esta sà nos bañamos" "No, mejor más arriba". Fuimos ganando altura hasta que el cañón se volvió vertical y no pudimos pasar. Pero no nos importó mucho Â?ya después pensarÃamos cómo subir por ahÃÂ? porque junto tenÃamos una poza de cincuenta metros de largo. Nuestro descanso no fue ese dÃa una siesta, sino un sublime chapuzón de casi una hora donde dejamos la mugre de diecisiete dÃas. Un récord que nunca quisimos establecer.
De la misión sólo quedaban ruinas y junto a ellas desayunamos. La misión de Santa MarÃa fue muy importante en su tiempo y para nosotros representó un sÃmbolo: en una tierra completamente estéril, difÃcil, los exploradores jesuitas habÃan roto el mito de "La Ultima Frontera" porque no se detenÃan ante nada. Después de todo, ¿qué eran unos años para ellos? Sólo se requerÃa paciencia y mucho esmero. Estábamos cerca de Cataviñá y la onda cálida iba en descenso. Entonces pensamos en nuestra siguiente meta. TendrÃamos vivencias diferentes entonces, pero lo más importante: irremediablemente, nos acercábamos a la frontera y, por lo tanto, al fin. Por el momento, lo que tenÃamos en mente era la Sierra de San Pedro Mártir, adonde nos dirigÃamos.