EL LLANO DE SAN GREGORIO
HabÃamos pasado ya casi tres meses en Baja California Sur y aunque sabÃamos que tenÃamos en nuestro haber más de la mitad del recorrido Â?ya la habÃamos atravesado a lo anchoÂ?, sentÃamos la necesidad psicológica de estar ya en la mitad norte de la penÃnsula. En Santa Marta, al pie de la Sierra de San Francisco, que mantiene escondidas en sus barrancas innumerables pinturas rupestres, encontramos un problema serio: hacia el norte se extendÃa el Llano de San Gregorio y, muchos kilómetros después, se hallaba la misión de Santa Gertrudis, apenas a ocho kilómetros del paralelo 28. Pero esa extensa zona no tenÃa un solo abrevadero; nadie vivÃa ahÃ. "No se metan ahà solos, lleven un guÃa", nos recomendaron los habitantes de Santa Marta. Pero nadie conocÃa bien esa zona, excepto don Bonifacio Arce.
Cuando éste se vio un poco más libre de sus compromisos, el amanecer de cuatro dÃas después nos sorprendió caminando delante de dos burros y don Bonifacio montado en su mula. El llano es enorme. Nada hay ahà que denote vida, al menos no como estamos acostumbrados a notarla. Ahà el silencio era profundo. Ahà experimenté algo muy curioso: el zumbido que venÃa escuchando desde enero Â?el que todos escuchamos cuando nos quedamos en un lugar solitario y sin ruidoÂ? desapareció. Asà nomás, de repente. Entonces comenzó el silencio a tener voz. Escuchaba aleteos, cantos de aves, carreras de liebres, cada pisada de las mulas, de nosotros mismos, el roce de la ropa. Sorprendido por la agudeza de mi oÃdo, dudé. Mas todo era como lo percibÃan mis oÃdos y con el paso de los dÃas acabé disfrutando cada descubrimiento auditivo.
Tras todo un dÃa de camino, dormimos al pie de un cerro pedregoso, como todos los demás. Bonifacio nos contaba del pueblo, de su familia, de su vida mientras cenábamos alrededor de una fogata; vida de ranchero sudcaliforniano. ¡Qué poco se necesita para ser feliz!
Al otro dÃa subimos por "El Culebreado", el mismo Camino Real que, precisamente en ese cerro bajo el cual habÃamos acampado, tomaba una forma tan enredada que parecÃa laberinto. En lugares completamente expuestos, los constructores habÃan puesto auténticos muros para que el camino siempre fuera transitable. TodavÃa lo es.
Recordé a las hormigas.
Dos dÃas después llegamos a la misión de Santa Gertrudis. Nos recibieron varios amigos que habÃan hecho el largo viaje desde Ensenada para visitarnos. ¡Amigos!... ¡Cuán lejos resultaba el hogar, la familia! Durante tres meses nos habÃamos dedicado a vivir exclusivamente como aquellos exploradores del siglo XVIII. A nuestros amigos, una parte de nosotros mismos, platicamos del pequeño monumento que construimos en el sitio donde el paralelo 28 Â?la división entre los dos estados bajacalifornianosÂ? cruzaba el Camino Real.
AsÃ, Santa Gertrudis pasó a ser un punto especialmente importante para nosotros. El retorno emocional al desierto serÃa duro, pero habÃa valido la pena.
EL PARÃ?ISO
Al norte de Santa Gertrudis se extiende un espacio terriblemente vacÃo. Estábamos ya acostumbrados al encuentro casi cotidiano con los habitantes de la penÃnsula y ahora nos sentÃamos en medio de la nada. TenÃamos tres dÃas caminando al norte, siempre al norte, rumbo a la misión de San Borja, y no habÃamos hallado una sola persona. Casas abandonadas, agua escasa, chacuacos, que emprendÃan el vuelo apenas nos acercábamos, y viento. Era una sensación de vacÃo esa de caminar sin gente, sin ruido casi, limitándonos en el agua Â?a veces, siguiendo a las aves o escuchando su canto, podÃamos encontrar el precioso lÃquidoÂ?, protegiéndonos por las noches en fascinantes cuevas diminutas donde sólo cabÃamos los dos Â?Alfonso nos esperaba en San BorjaÂ? o en los esqueletos de los "ranchos" usados una vez al año, cuando se reúnen a "vaquerear" 30 ó 40 rancheros. Entonces serÃa casi una ciudad, pero por el momento no comprendÃamos cómo esos lugares podÃan albergar tantas personas. En cada sitio hallábamos el tÃpico calentón y algún otro trasto; a veces, herraduras nuevas, signo de que regresarÃan este año.
De repente, la tierra se abrió ante nosotros de una manera abrupta: era el cañón El Paráiso, con acento en la a. Asà le llaman los rancheros. Abajo Â?¿cuántos metros tendrÃa de profundidad?Â? se veÃa un hilo que dejaba sembrado el verdor junto a él. La sed nos atosigaba; por eso nos preocupaba descender. "No hay bajada de este lado", nos habÃan dicho, pero tenÃamos que encontrarla porque del otro lado se delineaba muy bien el camino real trazado hace cientos de años. Pero, primero, accionamos nuestras cámaras para tomar unas fotos.
Fue precisamente en una de las tomas que hallamos una vÃa a través del muro rocoso, una ruta que tardamos en recorrer un par de horas Â?!y eran apenas 200 metros!Â? pero que nos evitaba un rodeo de todo un dÃa. Con las mochilas en la espalda, sin soltarnos de la roca, rompÃamos ramas y arbustos secos que nos detenÃan. Cuando bajamos toda la pared, sólo nos faltó caminar Â?y parecÃa que corriéramosÂ? un poco para llegar al fondo. El Paráiso es un edén hecho realidad gracias al agua que tiñe de verde los monótonos tonos de gris y café que habÃamos atravesado los últimos dÃas.
Los momentos en que habÃamos salido de la rutina visual eran los crepúsculos: si habÃa algunas nubes, el cielo se teñÃa de la sangre de las pitahayas; si estaba claro, el azul deslumbrante se tornaba lentamente más profundo, hasta que las estrellas salpicaban la noche. Era un verdadero descanso volver a reposar la mirada en el verde vivo y en el espejo del agua; pero lo mejor era beber sin restricciones.
Comimos en el rancho abandonado, donde habÃa "de todo: manteca, cebolla, varios kilos de sal, cuchillos y sartenes". Mientras preparaba el desayuno, Carlos se esfumaba; ese habÃa sido el trato para que ambos descansáramos de preparar la comida una vez al dÃa. "Esto me sirvió para comprobar que las aves van a beber en la mañana y la tarde. Me sentÃa muy bien rodeado de pajarillos de todos colores que me miraban desde el mezquite casi preguntándose cómo soportaba el humo. Y como por acuerdo entre nosotros, nunca les tomé una fotografÃa". Era un paraÃso que no debÃa ser perturbado.