LA ULTIMA FRONTERA Caminar.
Caminar y caminar. ParecÃa que bajo ese tórrido sol una pierna tuviera que pedir permiso a la otra para poder continuar la marcha. Estábamos penetrando en la zona mas árida de Baja California: el Desierto Central. Aunque bastante retirado de lo que es el extremoso Desierto del VizcaÃno, aquel donde el sol produce millones de toneladas de sal en las salinas naturales de Guerrero Negro, el calor era muy elevado en esas "regiones alejadas de la mano de Dios". Treinta, cuarenta grados. No se trataba de una cifra más. Ese era calor, un calor verdadero con el que tendrÃamos que vivir todo el tiempo que nos llevara atravesar este desierto. Esto afrontaron los exploradores jesuitas del siglo XVIII al querer trasponer lo que ellos mismos denominaron "la última frontera": una tierra áspera, seca, con aullidos de silencio envolviendo cada centÃmetro de este páramo donde se puede escuchar caer el sol sobre las incontables rocas sobre las que andamos.
EL CAMINO REAL
En San Ignacio comenzamos a andar por el increÃble Camino Real: miles, cientos de millares de rocas calcinadas por el sol fueron movidas de su sitio original para dejar una vereda limpia por la que pudieran transitar los burros, bestias conducidas por el hombre a lugares donde jamás se habrÃan metido solas. Todo fue hecho a mano. Ya nadie lo transita porque existen brechas y carreteras de terracerÃa en buenas, regulares o malas condiciones, ¡no importa! El camino por el que andábamos entonces tardó muchos años en construirse y rompió la "ultima frontera" de esos exploradores infatigables en su avance al norte de una penÃnsula que desconocÃa el mundo europeo. Hoy está cubierto de matorrales, a veces borrado, pero siempre magnÃfico.
La primera impresión es de soledad. Nada hay en muchos kilómetros a la redonda. Nada, sólo viento, plantas espinosas erizadas al sol y auras que esperan de cada animal escondido en la sombra su próximo alimento. Y sin embargo, andábamos sobre una vereda construida por el hombre hace cientos de años. ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo? ¿Es que fue tan importante? SÃ, lo fue.
Muchas jornadas después de haber comenzado a caminar por esa senda increÃble, donde cada dÃa me preguntaba el porqué de su existencia, acabé por abandonar el problema al viento. El calor se vino sobre nosotros. Nos levantábamos a las cuatro de la mañana para comenzar a caminar. Paso tras paso, veÃamos palidecer las estrellas en el firmamento hasta que el sol saltaba por sobre el mar y las colinas para caernos encima y arrancarnos las largas sombras que poco a poco (demasiado aprisa para nuestro gusto) se empequeñecÃan para demostrar que en el desierto sólo el astro rey podÃa ser grande en un paÃs de sombras cortas. Salto temible.
Entonces nos ocultábamos en la sombra más próxima y esperábamos que su poder disminuyera. Un par de veces fue desesperadamente ridÃcula: alrededor de una pitahaya, los tres nos alineamos y fuimos girando conforme el sol ganaba terreno. Era gracioso. ParecÃamos manecillas de reloj: la hora, los minutos, los segundos... Una de esas madrugadas el viento era muy fuerte y no podÃamos caminar bien. Durante un alto que obligatoriamente tenÃamos que hacer, fijé mi atención en unas hormigas que, como si el torbellino que a todos nos envolvÃa no les hiciera nada, andaban ya con su carga rumbo a un hormiguero desconocido. ("Si a nosotros nos derriba casi, ¿porqué a ellas no?").
Descubrà entonces algo que me dejó sorprendido: en el suelo de gruesa y compacta arena, habÃan construido una especie de canal de dos centÃmetros de profundidad por dos de ancho en el que podÃan moverse sin dificultad alguna. Su pequeño gran camino se extendÃa por cientos de metros, se ramificaba, se volvÃa a unir. Era una labor de titanes. Los misioneros e indÃgenas que construyeron el Camino Real que seguÃamos eran igualmente grandiosos. Todo un monumento a la tenacidad del hombre.
Entonces entendÃ.