El día que Constant y yo habíamos dejado por última vez la base avanzada, los portadores habían comenzado a embalar todo el equipo que nos habíamos dejado en el campamento de base. Cuando todo había estado dispuesto, habían desmontado la tienda de Prone, haciéndole comprender por signos que era preciso que saliera de su saco. Pensando que obedecían ordenes de Constant, que les habría encargado instalaran el campamento en sitio más seguro, Prone lo había hecho. Nuestro amigo, que sufría en la circunstancia catalepsia latente, fue echado a espaldas de un portador.
Ante su viva sorpresa, en lugar de dirigirse hacia el sitio escogido, habían marchado rectos hacia la cara Norte y comenzado a escalarla. Prone gritó y protestó, pero sin que el portador que le llevaba le prestase la menor atención. Dio patadas, lanzó aullidos, golpeó a puñetazos la cabeza del portador. Este soportó este tratamiento durante algún tiempo sin decir nada; después precipitó a Prone sobre el suelo y continuó su marcha, dejándole allí. Muy alarmado, Prone se precipitó detrás de él con paso vacilante y le rogó que se detuviera. El portador hizo alto, esperó a que Prone le alcanzase, se lo echó a la espalda y siguió subiendo. Prone, completamente desmoralizado, se instaló tan confortablemente como pudo y se durmió.
Se despertó cuando se le depositaba en el interior de su tienda. Después de una breve mirada sobre el paisaje, creyó adivinar que estaban acampados sobre el col Sur. Se le dio de comer y se le entregaron sus cosas personales. Después de haberse cuidado de un ataque de fiebre de Malta, se instaló para la noche.
Al día siguiente, por la mañana, los portadores levantaron el campamento, llevándose a Prone. Sin conceder ninguna importancia a sus protestas, el mismo portador cargó con él y partieron todos.
Habían así marchado con obstinación hasta el momento en que habían alcanzado la cima. Prone dijo que no había sido jamás más desgraciado en su vida. El relato de lo que había sufrido —dijo— hubiera hecho palidecer al más rudo colono. El Khili-Khili era una montaña más dura de lo que había imaginado aun en sus momentos de mayor pesimismo. Durante toda la ascensión había sido llevado por el mismo portador: Hob Skur.
Compadecí sus desgracias y le di mis noticias. Estudiamos entonces lo que convenía hacer. Era evidente que había que hacer descender a Prone al campamento de la base. Pero ¿cómo? Guiado por mis consejos. Prone trato de persuadir a sus hombres por señas de que había que descender; pero ellos no hicieron ningún caso a sus gestos. Habían terminado de montar las tiendas. Los que no estaban ocupados en preparar las comidas, estaban sentados y fumaban, aparentemente muy satisfechos de su situación. Prone declaró que no había esperanza.
Yo no podía imaginar —le dije— cómo había podido pasar eso. Prone me respondió que él, sin embargo, sabía exactamente a que atenerse respecto a eso. La palabra yogistanesa que designa el pie de una montaña era evidentemente la misma que la que designa la cumbre, salvo en alguna intensidad del borborigmo o alguna otra convulsión interna que Constant había imperfectamente formulado. Según Prone, los portadores se quedarían allí, a menos que Constant no les diera orden expresamente de descender o que empezasen a faltar los víveres. El esperaba, de todos modos, estar muerto antes que una u otra de estas soluciones interviniese.
Le supliqué que resistiera por nosotros. Le declaré que sus sufrimientos no habían sido vanos. ¿No habíamos, después de todo, alcanzado la cumbre del Khili-Khili? Incluso habíamos hecho más de lo que esperábamos, pues habíamos vencido a la vez al Khili-Khili y al Guili-Guili.
Prone respondió que en los años venideros, si alguna vez tenía de nuevo la ocasión de sentarse confortablemente ante un buen fuego, este hecho podría procurarle una cierta satisfacción. Para el presente cuarto de hora, eso no era más que una gota de agua en un océano de infortunio. Me suplicó que le hiciera descender de allí. Para reconfortar al pobre, le prometí que lo haría; pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Nos dijimos adiós y descendí hacia el valle con mi pequeña escolta.