Wish dejó el bar "La Ardilla Psíquica" en un estado de completa confusión. Pasó una noche horrible; se despertó con una violenta jaqueca y un gran disgusto por las bebidas alcohólicas y por las discusiones con señores excéntricos. El nacimiento de esta obsesión marcó en su vida un punto decisivo. No había que discutirlo —me dijo—; absurdo o no, sería en lo sucesivo para él una convicción establecida. Concluyó que puesto que debía vivir aceptando los prejuicios, escogería los más agradables. Se puso a buscar a su alrededor, examinando atentamente todos los prejuicios que encontraba. Inspeccionó así millares: los unos, confortables y tranquilizadores; los otros, penosos y extenuantes; prejuicios vigorosos o débiles; prejuicios personales, nacionales, inofensivos, temibles, antiguos, modernos, científicos, supersticiosos, plebeyos, aristocráticos, prácticos, inútiles, ortodoxos, heréticos... Tenía la impresión —me dijo— de ser un explorador que hubiera caído sobre un cofre que contuviera un tesoro atiborrado de las piedras más raras y más preciosas. Picoteaba aquí y allá. Terminó por seleccionar una colección completa de prejuicios que le durarían toda una vida y le permitirían afrontar cualquier situación. Eligió una carrera y se inscribió en un partido político.
El orgullo de su colección era ese deseo que le había cobijado siempre su corazón: el deseo de tener una novia. El prejuicio había dado vigor a lo que la razón había casi destruido. Con una alegría matizada de respeto, también con el sentimiento de un milagro cumplido, quiso devolver a su lugar este viejo deseo.
Pero no entraba.
Ensayó en un sentido; después, en otro. Lo examinó bajo todas las costuras. Lo razonó. Leyó largos pasajes de los clásicos. Se mintió. Tomó consejo de todos lo que podrían decirle lo que el deseaba oír.
Todo fue en vano.
Wish dijo que se preguntaba si yo podía comprender sus sentimientos. Había llegado —me dijo— a la convicción de que la opinión popular estaba fundada. Podía probárselo por todos los procedimientos intelectuales conocidos. Además, él no pedía más que compartir esta opinión. En una cierta medida, él creía en ello también, pero no completamente. Había siempre una reserva en el fondo de su espíritu, y, a medida que el tiempo pasaba, la convicción poco a poco se establecía en el de que todo eso no era más que un complot destinado a engañarle; un vasto complot que englobaba en su seno a los autores de libros y a los propios amigos de Wish.
Me preguntó si yo no encontraba que él pecaba por exceso de imaginación. Le dije que, bien al contrario, su relato me apasionaba, pues yo mismo había conocido una experiencia muy semejante a la suya, aunque menos intensa. Me había ocurrido cuando fui a Escocia a reunirme con unos amigos para hacer alpinismo. A medio camino, en la carretera —iba en bicicleta—, comencé a poner en duda la existencia de Escocia; me pregunté si no había sido inventada para ponerme en ridículo. Todos los libros que yo había leído, todos los chistes de escoceses avaros, el Macbeth de Shakespeare, las canciones del Loch Lomond y de Bornie Charles, todo eso formaba parte de un vasto complot. Las gentes del Norte que pretendían venir a Escocia entraban en la conjuración; su acento había sido inventado por la circunstancia. Yo estaba cerca de Berwick, sobre el Tweed; iba a ponerme en ridículo ante millares de bromistas que habían consagrado su vida entera a sostener esta broma. Llegué a un tal grado de aprensión, que muy pronto fui incapaz de seguir rodando en bicicleta. Me dije que si tomaba el tren evitaría ser descubierto, pues si Escocia no existía verdaderamente, la Compañía de Ferrocarriles lo sabría, ciertamente, y no vendería billetes. Pero cuando llegué a la agencia de viajes comprendí, de repente, que tan en ridículo me pondría queriendo comprar un billete como queriendo ir a Escocia en bicicleta. Me di cuenta igualmente de que si había efectivamente complot en aquello, la Compañía de Ferrocarriles participaría en él y tendría falsos billetes dispuestos en todas las ventanillas, en el caso de que yo me presentara en ellas. Pero era demasiado tarde para retroceder. Compré un billete para Berwick, y hubiera jurado que el empleado que me lo vendió tenía un aire decepcionado. Una vez en el tren, me entregué a una discreta encuesta cerca del personal y de mis compañeros de viaje, examiné las etiquetas de los equipajes y concluí que si todo eso formaba parte de un complot, estaba notablemente organizado. Decidí que Escocia constituía un riesgo calculado que valía la pena de acometer. En Berwick descendí del tren y franqueé la frontera en bicicleta.
Wish declaró que este era exactamente el género de sentimientos que experimentaba en lo que concernía a las novias. Desgraciadamente, no había podido encontrar solución tan fácil como la mía. Había conocido a una joven que era exactamente el género de mujer que hubiera deseado tener por novia si hubiera podido persuadirse a creer en su existencia. Tan vivos eran sus sentimientos, que decidió correr todos los riesgos pidiéndole relaciones. Ante su gran encanto, ella accedió.
Eso había ocurrido justamente antes de nuestra partida de Inglaterra. Durante algunos días Wish había sido el alpinista más feliz de la tierra. Su más caro sueño de la infancia se había realizado. Por un poco, hasta hubiera podido creer en el Papá Noel.
Después vino la duda. ¿Era esto verdad? ¿Podía ser eso verdad? ¿Su novia no era del complot? ¿No iba él, a nuestro regreso, a exponerse al ridículo ante toda la nación?
Desde entonces había estado desgarrado entre el amor y el temor, y no había conocido un momento de paz. Nadie podía imaginar los tormentos por que había pasado.
Lanzó un gemido muy afligido. ¡Pobrecillo! Traté de tranquilizarle diciéndole que sus temores no eran más que imaginarios; pero ¿qué podía yo contra toda una vida de escepticismo? Le dije que yo no sería feliz hasta que no le hubiera tranquilizado. Le supliqué me dejara compartir sus preocupaciones, a fin de poder ayudarle en esta lucha. Él me testimonió un reconocimiento patético, pero no quiso oír hablar de eso.
Yo ya tenía —me dijo— bastantes responsabilidades. Tendría que soportar él su fardo del mejor modo posible y afrontar sin concesiones la situación a nuestro regreso a Inglaterra. Me agradeció el haberle escuchado, pero añadió que las cosas serían más fáciles para él si no volviéramos a hablar nunca de todo eso. Se lo prometí, la garganta apretada, y me hice el voto de en lo sucesivo pensar menos en mis propias preocupaciones.