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Montañismo y Exploración
Viaje interior al infinito
25 diciembre 1998

Existe un lugar en la tierra que no pertenece al dominio del hombre. Donde el abismo, el silencio y lo desconocido campan a sus anchas. Donde la vida se difumina. Es la frontera de las alturas, donde algunos alpinistas encuentran un viaje sin retorno. Reinhold Messner, el primero en alcanzar las 14 cumbres principales más elevadas del planeta, viaja ahora con los desaparecidos, Alison Hargreaves, Benoit Chamoux y tantos otros, hacia las profundidades ocultas de un interior que aflora cuando la luz se apaga.







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Sólo preguntas

Cuando quiero hacer un relato de todo esto y los demás sólo quieren oír cifras, las respuestas me abandonan. ¿Qué alto, rápido y lejos? ¿Cuántos ochomiles ha escalado Benoit Chamoux? ¿Cuántas horas necesitó para ascender al Everest? ¿Cuántos años para conseguir sus ochomiles? Cuando en 1990 nos encontramos en Chamonix, los demás nos clasificaron de acuerdo con toda una serie de criterios que no tenían una existencia real.

Hay en día, al igual que ayer o que en sus orígenes, en el contexto de la cada vez más disparatada relación entre el hombre y la montaña, todas estas preguntas carecen de respuesta. Preguntas innumerables. Y cada respuesta es a su vez una nueva pregunta que se plantea a los supervivientes y al resto del mundo. Así pues, antes de que me atreva a seguir contando algo de Benoit Chamoux o de Alison Hargreaves, quiero mantenerme un minuto en silencio para escuchar a sus seres queridos antes de seguir.

Al igual que cualquier trekker o alpinista, puedo encontrarme con nieve de varios metros de profundidad cuando estoy de camino hacia las grandes montañas, en cualquier pradera de alta montaña o pequeño campamento, por ejemplo cerca de Gokio al pie del Cho Oyu. Pero les posible que, mientras planto mi tienda un poco más arriba, en las sólo aparentemente estables cabañas de piedra, situadas entre el lago y la ladera, encuentre un par de docenas de alucinados por el Himalaya que tampoco pueden dormir. Mientras fuera sigue nevando, ellos esperan que amanezca el nuevo día tumbados sobre colchonetas de un dedo de grueso. Están contentos porque, al menos, dentro de los sacos se está caliente, porque no tienen que levantarse continuamente para desenterrar las tiendas. Escuchan con atención los sonidos: el viento, los crujidos del interior...


El llanto anónimo

Una noche así en un campamento a 6.000 metros de altura en el Everest, con tienda o incluso sin ninguna protección en el Collado Sur, les sería completamente insoportable. Pero junto al hogar de piedra en el que todavía arden las brasas del estiércol del yak, uno puede reconciliarse con las circunstancias, sentirse seguro.

Incluso cuando uno de ellos se retrae dentro de sí mismo y no dice nada: ahora estoy caliente y mañana descenderé. Pueden llegar a convencerse de ello aunque fuera empiece a tronar. Todos escuchan, se apoyan en el compañero más cercano, los ojos abiertos, fijos en la oscuridad. ¿Ha sido eso un ligero temblor? Tan sólo pueden imaginarse el pequeño grupo de cabañas de piedra y nada más. Quizás tengan también una vaga imagen del lugar tan lejano del que proceden. Fuera no hay ni un alma. Es de noche. Invierno. Las montañas se encuentran completamente cubiertas de nieve. En el espacio vacío de allí arriba sopla espesa la ventisca.

¿De dónde vienen los truenos? ¿Dónde está el sur? ¿Dónde la ladera? El terror los paraliza cuando la avalancha alcanza la primera cabaña. Ya no piensan nada mientras, acurrucados, la nieve, las piedras y las astillas golpean sobre sus cabezas. Todo está abierto, el tejado, las ocas, los ojos. Ya no se habla del alud. ¡Demasiado tarde! Un cuerpo todavía con vida se debate entre el pánico. Incrustado entre la roca y la nieve puede gritar, puede mover sus miembros, pero no puede liberarse a sí mismo. ¿Es una chica, un lugareño? ¿O es quizás un turista de los que llegan a miles todos los años?

Reinhard Karl pernoctó aquí antes de morir en el Cho Oyu, el sherpa Sungdare lo hizo con frecuencia antes de suicidarse, y los pastores de yaks vienen haciéndolo desde hace más de 400 años. Antes, en el invierno, todos descendían al valle, las cabañas permanecían vacías. Pasadas las avalanchas, la aldea de piedra se reconstruía en primavera casa por casa. Los escombros de los tejados se retiraban todos los años. Pero desde que existe el turismo de trekking, en noviembre es temporada alta y ningún padre sherpa está dispuesto a perdérsela.

Esta vez el equipo de rescate acude en helicóptero y desentierra dos docenas de cadáveres sepultados entre los escombros. En los periódicos de todo el mundo se leen noticias sobre la mayor catástrofe de la historia del alpinismo en el Himalaya. ¿Supone algún consuelo el hecho de que a este desastre le seguirán otros muchos? Mientras haya personas en las montañas, habrá gente que seguirá muriendo en ellas. Pero apenas unos pocos pueden imaginarse realmente de lo que están hablando. Aquellos que se dejaron sorprender por las masas de nieve están muertos. Hasta el ultimo de ellos. Tampoco pueden decir nada los muertos que arrebató una avalancha de barro en los barrancos de Manaslu. Tan sólo queda ese espacio vacío, un tremendo abismo.


Grandes egos

Si Alison Hargreaves, la excepcional alpinista británica de 33 años y madre de dos niños, hubiera sobrevivido al intento de alcanzar la cumbre del K2, sin duda habría intentado también el "Kangch", la tercera montaña más alta de la Tierra, más difícil que el Everest y más peligrosa que el K2. Nadie hubiera podido apartarla de ella. Ella había escogido los escenarios para su ego. Al respecto, su marido se manifestaba así sobre la carrera profesional de su mujer: "Es mejor haber vivido un solo día como un tigre que un millar de años como un cordero". Esta frase no sólo aparece al principio y al final de una historia inconfundible, de un viaje que siempre ha de continuar más allá de toda seguridad y protección. También puede aplicarse a medio siglo de alpinismo en el Himalaya. El hecho de que una madre al morir deje más en la estacada a sus hijos que un padre puede que sirva de excusa al modo típicamente masculino de huir de la realidad, pero no ayuda en absoluto a paliar el más terrible de los abandonos. Los niños necesitan a su padre y a su madre. Alison sólo estaba al comienzo de su obsesión cuando murió. Benoit Chamoux, con 34 años, ya estaba al final de sus 14 ochomiles.

Vaya día aquel en el que el rapidísimo alpinista Chamoux, mientras ascendía en pos de su rival suizo Lorétan, por el Kangchenjunga, perdió primero a un sherpa, después a su compañero y, por último, la razón.

El francés había escalado las grandes montañas más rápido que sus competidores. Fue el líder de dos operaciones de carácter publicitario: "Quota 8.000" y "Esprit d'équipe", las cuales estaban destinadas a aumentar su fama y sus medios a través de los titulares y del espíritu de equipo. Se mirara como se mirara, un hombre de éxito.

Erhard Lorétan, el alpinista más genial de los últimos diez años, no buscó ni provocó aquel encuentro con Chamoux que tuvo tan terribles consecuencias. Fue por deseo de Chamoux que ambos equipos iniciaran a la vez el ascenso a la cumbre. Lorétan y Troillet iban ya muy por delante cunado se despeñó un sherpa de los franceses. No pudieron ver el accidente. Pero también Chamoux siguió adelante. Dejó que los otros sherpas recogieran a su compatriota; él tenía que seguir, quería llegar a su "decimocuarto cielo".

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