Qué grande es el vacío de un alma humana cuando se encuentra por un instante entre la vida y la muerte a 8,500 metros de altitud. ¿En ese instante la roca, el hielo y la nieve son lo único importante? ¿No existe ningún otro recuerdo, ninguna esperanza? Qué significan entonces la vida y la muerte? Las sensaciones vividas, los momentos de felicidad, de desdicha, se congelan para formar una única perspectiva. Se vuelve la vista atrás. Pero los muertos no tienen nada que decir, ya están más allá de todo eso. Nosotros, los que todavía estamos aquí, relatamos sus historias con la vista puesta en el final, nunca en su transcurso. Esta es la razón de que muchas necrológicas me resulten tan penosas, y que algunas veces sienta la angustia de seguir todavía vivo.
El resto del mundo
Ella me abordó en la ISPO de Munich, la mayor feria de artículos deportivos de todo el mundo. No la reconocí inmediatamente pues, a pesar de la mochila y del forro polar, no tenía aspecto de venir del Eiger o del Everest. "Soy Alison", se apresuró a refrescar mi memoria, y juntos recorrimos algunas salas más. Jane Alison Hargreaves, menuda, rubia y curiosa, no sólo estaba razonablemente satisfecha, estaba absolutamente entusiasmada con su actividad, con su viaje interior a las montañas. Relató su intento al Everest y la ascensión a las cinco caras norte de los Alpes que había escalado en solitario con el mismo estilo romántico del guía Gaston Rebuffat. Discutimos algunas cuestiones sobre los aludes, el tiempo y los vientos de la montaña más alta de la tierra, también los pros y los contras de las expediciones comerciales. Aquel paseo guió nuestros pensamientos fuera del ruido y la aglomeración de personas, llevándonos hasta los altos valles del Himalaya.
¿Es posible escalar las tres cumbres más altas de la Tierra en el transcurso de un solo año?
¿Y por qué no?
¿También para una mujer?
¡Pero si las mujeres resisten mejor la altura que los hombres!
Alison se rió. Mientras su dedo señalaba de un modo errático el material de los distintos estands ?chaquetas técnicas, crampones de titanio, tiendas de Gore-Tex?, me iba relatando sus dos últimos largos en la cara norte de las Grandes Jorasses, y de pronto me encontré atrapado en sus historias. Nosotros, al igual que todos aquellos alpinistas que pertenecemos a la secta de los "extremos", conversábamos en un lenguaje lleno de sobreentendidos. Alison me cayó simpática porque era capaz de señalar lo evidente sin que ningún delirio de grandeza empañara su mirada.
En mayo de 1995 leí algo sobre su ascensión al Everest sin oxígeno. Alison fue uno de los 67 afortunados que en el transcurso de dos periodos de buen tiempo consiguieron la cumbre de la montaña más alta de la Tierra, y ella la alcanzó, a pesar de que el camino hasta la cima estaba preparado previamente, de un modo completamente autónomo ?un logro extraordinario?. Cuando leí la crónica del Everest de 1995 de Elizabeth Hawley, mi interés se incrementó. A pesar de que algunos medios de comunicación lo habían "vendido" como tal, la propia Hargreaves nunca había descrito su escalada al Everest como una ascensión en solitario.
Tres meses después, el 13 de agosto, Alison se encontraba en la ladera de la cumbre del K2. Ya había caído la noche, era muy tarde y la tormenta soplaba del noroeste. ¿Debería ascender o descender? ¿Dónde estaban los demás? Hoy la respuesta no supone ningún consuelo. ¿Pero qué sucedió entonces?. Seguramente el viento arrojaba cada vez más y más nieve sobre aquella ladera vertical. La huella que Alison y seis hombres más habían excavado en la nieve profunda había sido borrada por el viento y ya no se distinguía. Tampoco se vería la cumbre. No había ni el menor atisbo de luz. ¿Dónde estaban los demás? Habían desaparecido. La ventisca y la oscuridad los rodeaban a todos, el frío apagaba cualquier otra sensación. Sólo se oía la tormenta. Alison se encontraría mirando hacia la oscuridad interminable con los brazos y las piernas profundamente en terrados en la nieve cuando de pronto empezó a deslizarse. Todo a su alrededor era blanco y ligero. Se dejó caer con un grito. Por fin, y a causa de la tremenda presión ?¿era el viento o la nieve lo que cayó con ella?? se olvidaría del resto del mundo.
El último instante siempre es una liberación para quien va a morir.
Pero qué peligroso y frío es el mundo en la montaña por encima de los 8,000 metros de altitud. ¿Cómo es la muerte, tan temida, intuida y maldita por los que quedaron atrás? ¿Cómo se llaman los muertos? Alfred F. Mummery, George L. Mallory, Willo Welzenbach, Hermann Buhl, Mike Burke, Yazuo Kato, Jerzy Kukuczka sólo son nombres, y cada año se añaden unos cuantos más a la lista.
Enfrentarse al peligro, estar expuestos a los propios miedos, anhelos y desesperanzas, no es como el dolor. Es una locura. Sé lo mal que funcionan las manos y los pies cuando están congelados. No obstante, al amanecer llegas a descender sin utilizar las cuerdas para asegurarte. Los aludes y desprendimientos de rocas no son nada en comparación con esa lejanía de todo lo que está vivo, con el lento apagarse de la conciencia. ¿Cómo es cuando ya no se es capaz de encontrar el camino hacia los demás? No escuchar más que el retumbar de la propia respiración. Allí arriba no existen ni el silencio ni el más mínimo calor. Pero la última pregunta no es qué vuelve a una persona insensible, ciega y sorda; la última pregunta consiste en saber qué es aquello que hace perder la razón.
¿Cuánto dura un vivac en la zona de la muerte? Con frecuencia no hay sitio para estar de pie o para caminar y en cuclillas el frío penetra con mucha más rapidez. ¿Cuándo comenzará el amanecer? ¿Será en la ventisca el día igual a la noche? No hay camino. ¿Y ahora qué? ¿Cómo hay que seguir? ¿Habrá llegado el fin aquí y ahora? ¿El fin de qué?