follow me
Montañismo y Exploración
Salaté Wall
1 noviembre 1998

En septiembre de 1979, Eduardo Mosqueda, Carlos Rangel y Mauricio López, realizaron el primer ascenso mexicano a la Salathé Wall, en el Capitán, en el Valle de Yosemite, California. Aunque el primer ascenso por mexicanos a esa pared data de 1971, El Capitán seguía siendo un mito: inalcanzable. Pero seguía siendo un reto a vencer. Después de este ascenso, la pared ha sido escalada por muchas cordadas mexicanas y cada vez se proponen rutas más difíciles. El relato del primer ascenso a la Salathé por mexicanos fue publicado en 1989 y ahora, a casi veinte años de distancia, se presenta en este boletín. Habrá que recordar que es otra época.







  • SumoMe

Lejos de la vertical

Estoy sentado en mi silla, pendiendo de los bolts en el vacío. Un largo de cuerda abajo está Mauricio, uno arriba, Eduardo, quien se ha dedicado a ir en la punta todo el día. Es la primera vez que se hace esto de separarnos los tres pero ha sido preferible porque no hemos querido recargar los bolts con mucho peso.

El día ha sido infinito.

Nos despertamos temprano con el despertador automático: el estómago. Eduardo comenzó a escalar mientras yo acomodaba las bolsas de dormir en el costal. No queríamos perder tiempo porque entrábamos a la parte de la ruta que era más dilatada: 120 metros de escalada artificial en desplome.

No debíamos detenernos ahí.

Si nos sorprendía la noche en medio de esa gigantesca placa de granito, tendríamos que seguir escalando.

La pared es de esas que se escalan hasta que se acaban. No puede haber intermedios. ¿Cuántas horas? Las que fueran.

Y ahora estamos aquí.

El plan había sido que Eduardo subiera solamente el primer tramo y los demás me correspondían. Pero la reunión no dejaba lugar a dudas. Bajo el techo de cinco metros, no pude rebasar a mi compañero y tuvo que continuar colocando clavo tras clavo y, yo tras él, quitándolos.

Me había dicho que no dejara un solo clavo en la pared porque arriba los podíamos necesitar, así que los quité todos. Ahora que le toca subir a Mauricio, pienso que no debí haber quitado los del techo porque el péndulo que hará será aterrador. Lo veo salir con velocidad hacia el vacío. Como una araña, regresa una y otra vez hasta quedar estable en la vertical.

Solamente a tres metros de mí puede tocar nuevamente la pared. Está pálido y me maldice. Pero la risa no me deja. Allá arriba, Eduardo también ríe.

Llegamos a una repisa un tanto ancha y bastante larga: Long Ledge. Era el crepúsculo.

Al otro día saldríamos de la pared. Nos quedaban tres largos de cuerda por escalar y esa sería, con toda seguridad, la última noche en el Capitán.

No dejaba de parecerme increíble que bajo nosotros quedara todo aquello por lo que habíamos pasado: un esfuerzo sin precedentes para los tres. Habíamos pasado hambre, sed y fatigas y sólo entonces empezábamos a sentirnos —también— cansados psicológicamente. Era cansado pensar en lo que faltaba, fallaban ya nuestros movimientos más finos y sabíamos que podíamos cometer un error en cualquier momento. Por eso estábamos alerta.

Y eso nos cansaba más todavía.

Es de noche, nos cobijan las estrellas y no tengo hambre. Durante el día hemos tomado un litro y medio de agua entre los tres y guardamos medio litro para el día siguiente. Estoy cansado, pero no puedo dormir. Siento todos los poros de la percepción abiertos. Casi puedo decir que veo todos los detalles de la roca, de las caras de mis compañeros...

Estamos al límite de nuestras fuerzas y debemos esforzarnos todavía más. Eduardo y Mauricio duermen en la repisa. El primero está sumamente cansado; el segundo, aterrado pese —o tal vez por eso— a no haber escalado un solo metro. Treinta y tres largos de cuerda los ha subido con ascensores mecánicos... Todavía le faltan tres.

¿El final?

—¡No subas por ahí; se ve más fácil por este lado!
—Dime: ¿quién está escalando? ¡Quítate de mi cuerda!

Estamos a 50 metros de la cumbre y puede parecer increíble que esté ocurriendo, pero sí: se están peleando.

Aunque no he participado en la disputa, todos estamos extremadamente susceptibles. Cinco días de escalar, de pasar hambre y de controlar a fuerza de voluntad la sed, han hecho mella en nosotros.

Por fin, Eduardo sube, se detiene cuatro metros antes de que la pared termine y me deja pasar adelante. Subo y llego a una parte plana y bastante extensa. Con todo el equipo que cargo, doy tres pasos hacia un buen árbol pero al instante me mareo. Estoy demasiado débil para caminar, así que llego arrastrándome al arbolito.

¡La cumbre! ¿Qué significa la cumbre? ¿El final de los suplicios? ¿El buen término de una ascensión? No lo sé. En realidad me da tristeza haber llegado primero porque quien merecía haberlo hecho es Eduardo. Nadie más que él.

En este momento se agolpan todas las emociones vividas en estos seis días y vislumbro a Eduardo como la persona que hizo posible esta ascensión. Nos animó a seguir cuando sospechaba que pensábamos en bajar, corregía fallas, hacía bromas, nos hacía sentir a la pared como parte nuestra. Llegué a estar tan a gusto que ahora me siento extraño en este terreno en que solamente se camina.

Una vez juntos los tres, nos sentamos a ver el valle. Aquí arriba estamos solos. Es un mundo sin aplausos, sin público, sin felicitaciones de nadie que no haya pasado lo mismo que nosotros. Estamos tan cansados que ni siquiera entre nosotros hay saludos o exclamaciones. Pero los tres, cada uno a su manera, estamos orgullosos de nosotros mismos, como individuos, como cordada.

¡Hemos escalado el monolito más grande del mundo por la ruta más hermosa: la Salathé!

Mientras miramos el valle alcanzo a comprender lo que significa una cumbre: el compromiso para seguir hacia otra.

¿Adónde será la próxima?

Páginas: 1 2 3 4



 



Suscríbete al Boletín

Google + Facebook Twitter RSS

 

Montañismo y Exploración © 1998-2024. Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con SIPER
Diseño por DaSoluciones.com©