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Montañismo y Exploración
POZO VERDE
20 noviembre 1998

Durante años, la idea de descender a una caverna de mil metros de profundidad había sido una aspiración de los espeleólogos de la UNAM hasta que esa inquietud se convirtió en meses de entrenamiento para que un grupo muy capacitado llegara y rebasara ese límite de profundidad.







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CIEN HORAS SIN LUZ SOLAR
Avanzar a 820 metros de profundidad e instalar el campamento dos fue extenuante. El descenso se volvía más difícil técnicamente y permanecíamos mucho tiempo colgados de la cuerda buscando los lugares más seguros por donde dirigir la cuerda para evitar posibles roces con algún filo de la roca que pudiera romperla. Y ya se sabe que la vida de un espeleólogo depende totalmente de dos cosas: la iluminación y la cuerda.
La impaciencia por descender tiene que ser sustituida en esos instantes por la tranquilidad y concentración para conseguir un descenso seguro. Una cuerda mal colocada puede significar un serio percance.
Horas después, en un montículo de arena que era el único lugar sin piedras del enorme salón, instalamos el campamento dos mientras mirábamos sorprendidos el reloj: el último contacto con la luz del exterior lo habíamos tenido cien horas antes, ¡más de cuatro días!
El día y la noche no existen en la infinita oscuridad de las cavernas, las horas se funden en un solo tiempo: tiempo de trabajo físico y descanso ocioso, tiempo de angustias y alegrías, pero, sobre todo, tiempo de reflexiones.
La caverna brinda entonces ese sentido espiritual que no alcanza a explicarse la inconsciencia de los hombres que, allá arriba, en el exterior, están destruyendo a pasos agigantados la naturaleza.
LO ULTIMO... LO MAS DIFÃ?CIL
En silencio, casi en secreto, reanudamos el descenso. Mientras algunos compañeros descansaban en el campamento dos, nosotros colocábamos las cuerdas que poco a poco nos conducirían a la sima. Las dificultades continuaban, el frío aumentaba conforme ganábamos profundidad, las cascadas y pozas de agua helada eran más frecuentes y el descenso por piedras mojadas y resbaladizas hacían más lento el avance.
Faltaban poco metros para llegar al fondo de la caverna cuando la cuerda que llevábamos se terminó. Calculábamos que los compañeros que venían detrás nuestro llegaría en cualquier momento con más cuerda y decidimos esperar.
Conforme pasaba el tiempo, la impaciencia se fue haciendo más patente. Luego llegó la angustia, pues habíamos esperado dos horas y la demora hacía temer un accidente.
Â?Voy a subir Â?dije resueltamenteÂ?.
Coloqué el equipo de ascenso en la cuerda y comencé a subir, pero a escasos cinco metros la luz de una lámpara iluminó la cuerda por encima de mi cabeza. Eran ellos.
�¿Por qué la tardanza?
�¿Cuál? Salimos a la hora acordada y no tardamos mucho �fue la respuesta a mi pregunta.
En el afán de llegar al fondo, habíamos descendido tan rápido que nos adelantamos bastante al otro grupo. Nada grave había sucedido, salvo que nos habíamos enfriado mucho durante la espera.
Entonces, con la cuerda necesaria, en poco tiempo llegaríamos al fondo. Y así fue. A cinco días de iniciado el descenso, pisábamos las espesas capas de lodo que marcaban el final de la caverna. Exploramos el enorme salón final hasta encontrar una pequeña fosa en la que maravillados observamos camarones diminutos que nadaban en las cristalinas aguas. Era increíble: había vida a 1,070 metros bajo la tierra. En un lugar sin sol, sin luz, las cavernas nos mostraron su propia grandeza, la de la naturaleza y la de la vida.
EL ASCENSO: DOS VENTANAS AL CIELO
Una lata con duraznos en almíbar había sido mi compañera inseparable hasta ese lugar. Pero era hora de subir y si la lata volvió a acompañarme, no sucedió lo mismo con los duraznos. El sabor dulce de la fruta calmaba el apetito, pero no lo saciaba.
Técnicamente, descender es más difícil que ascender, pero en Pozo Verde el desgaste físico que esto último implica es, con mucho, superior, pues el cansancio acumulado de los días anteriores entorpecía el retorno. Cansancio y sueño, cansancio y hambre. Así, hora tras hora, hasta que comenzamos a ver ese par de ventanitas llenas de luz de día que delataban el exterior.
Arriba, el sol bañaba los árboles que sirvieran para amarrar la primera cuerda. El ambiente donde el bullicio de la vida exterior (gritos de hombres, sonidos de animales, viento) contrastaba con la inmensa serenidad de las profundidades.
Satisfechos, regresamos los veinte espeleólogos universitarios del fondo del Pozo Verde. Nos habíamos convertido en los primeros mexicanos que alcanzaban la sima de esa caverna y también éramos los primeros que, como grupo nacional y no como invitados de otras expediciones, rebasaban los mil metros de profundidad.
Uno a uno salimos por la grieta que días antes nos vio entrar, algunos al amanecer, otros por la noche. Fue una experiencia inolvidable. La Naturaleza se había mostrado, como siempre, tan grande como es y nosotros nos habíamos descubierto demasiado pequeños junto a ella.

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