follow me
Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte VII
25 diciembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







  • SumoMe

Aquella noche Constant y yo dormimos muy mal. Yo fui visitado por una pesadilla en la que el rostro de Constant se me aparecía sin cesar en el momento en que había reconocido a Pong en la silueta misteriosa que nos seguía. Pero al aproximarse, su rostro se convertía en el hocico aplastado de una foca que sollozaba hasta romperle a uno el alma y trataba de disimularse en un saco de dormir demasiado pequeño para él. Me desperté, roto por la fatiga. Constant no estaba mejor. Había sido acometido de crisis de sollozos que habían conmovido la tienda. Me afirmó que estas crisis no eran más que una costumbre, que no eran debidas al pesar, lo que me consoló.


No estábamos verdaderamente en condiciones de reemprender nuestra marcha, pero la montaña era menos terrorífica que la perspectiva de la cocina de Pong. Le dejamos atrás con un inmenso alivio, y no sin antes repetirle que no habíamos comido tan bien jamás. Le dijimos que nos apresuraríamos a regresar para poder gozar, lo más pronto posible, de sus maravillas culinarias. Esto sería —le aseguramos— el coronamiento de nuestra aventura, la recompensa después de tantas dificultades vencidas, la calma después de la tempestad.


Nos dirigimos hacia el campamento I siguiendo el camino que Wish nos había descrito.


Constant y yo utilizábamos aparatos de oxígeno; pero nos parecieron tan incómodos, que dejamos a So Lo tomar la cabeza de nuestro primer grupo. Los portadores habían rehusado emplear aparatos respiratorios; se imaginaban, creo, que era cosa de brujería.


Muy pronto la pendiente se hizo más abrupta, y debimos, o más exactamente, los portadores debieron tallar escalones en el espesor del hielo. Nuestra progresión era lenta: la escalada de cada zócalo, en efecto, exigía un esfuerzo equivalente al que hubiera sido preciso para correr sobre una distancia de cincuenta y un metros al nivel del mar; estimación debida a los cálculos de Wish. La gran prueba había, al fin, comenzado. Podíamos en lo sucesivo contarnos entre los que habían pisado las más altas cimas y penetrado en el último bastión que la Naturaleza oponía al espíritu de conquista del hombre.


Traté de recordar todo lo que había leído sobre la técnica de la ascensión en semejantes altitudes. Yo daba un paso adelante; después, esperaba diez minutos. Esto era indispensable; nuestros predecesores habían unánimemente insistido sobre este punto: un paso hacia adelante y después diez minutos de reposo, reducidos a siete en caso de urgencia. Este método me pareció más difícil de practicar de lo que había supuesto. Quedar en una misma posición durante diez minutos no era fácil. Primeramente yo tenía tendencia a vencerme de un lado; después me sentí atacado de un calambre en las pantorrillas; la nariz comenzó a helárseme; un pie se me puso a temblar, y lo tuve que sujetar con las dos manos. Esto era extremadamente fatigoso, y cuando me puse en cuclillas para mantener mi pie, me encontré en una posición más baja que antes de haber dado mi paso hacia adelante, lo que me llevó a preguntarme si ganaba altura o la perdía; la tensión mental se hizo tan grande, que perdí el control de mis movimientos y me caí al suelo.


So Lo me levantó y yo hice una nueva tentativa. Comenzaba a comprender verdaderamente todo lo que había leído concerniente a las dificultades de la alta montaña. Me di cuenta entonces que los demás no parecían practicar el mismo método. Mientras que yo hacía esfuerzos desesperados para no moverme, ellos andaban libremente, dando incluso ciertas señales de impaciencia. Esto era comprensible en los portadores, pero esperaba encontrar a Constant en disposiciones más razonables. Iba a decírselo, cuando me lanzó: "¿Qué es lo que le pasa, Lazo de Unión?" Se lo expliqué, y, ante mi gran sorpresa, se echó a reír a carcajadas. Me dijo que los primeros escaladores habían estado obligados a reposar, cada pocos pasos, para recobrar el aliento. Esto era porque no habían empleado aparatos de oxígeno. Pero nadie —me aseguró— tenía necesidad de tomar más descanso del necesario; al tren que íbamos, no llegaríamos jamás hasta la cima.


Sus palabras me causaron algún asombro; pero, reflexionando, eso me pareció bastante sensato, y decidí intentar la experiencia. Descubrí, encantado, que la marcha no era más penosa de lo que lo había sido la víspera, por ejemplo. Cito este incidente, que no me hace ningún favor, pues ilustra de forma terminante a qué errores puede llevaros el conocimiento libresco. Esto fue para mí una doble lección: en tanto que lector, sabré, en adelante, no poner tanta confianza, y en tanto que escritor, aprenderé a no extraviar a mis lectores.


Gemí pensando en lo que hubiera sido mi progreso si Constant no hubiera estado allí para iluminarme.


La marcha no tardó, sin embargo, en hacerse más difícil, y yo esperaba ver manifestarse algunos de esos extraños fenómenos que se producen en una atmósfera rarificada. Recordé a Constant que me gustaría me tuviese al corriente de toda sensación insólita que pudiera experimentar, y, cuando nos detuvimos para descansar un poco, tomé contacto por radio con los otros para hacerles la misma recomendación. Burley, que me respondió, me dijo que Wish se había mostrado particularmente desagradable aquella mañana. ¿No sería eso uno de los síntomas de que yo hablaba? Le aseguré que no había que dudarlo y le agradecí su comunicación. Wish, en aquel momento, debió apoderarse del aparato, pues oí bruscamente su voz explicarme que la actitud que le reprochaba Burley estaba perfectamente justificada. Burley había roncado pesadamente toda la noche y el no había podido pegar un ojo. Los ronquidos —declaró— no se atenuaban, como había esperado, por la rarificación de la atmósfera, sino que, al contrario, eran más potentes y más complejos; en una palabra: más odiosos que nunca. Se tenía ahí un ejemplo —concluyó— de la forma en que la verdadera naturaleza bestial de un hombre se revela a grandes alturas. Burley no estaba manifiestamente hecho para la vida social arriba de los siete mil metros, admitiendo incluso que lo pudiese estar a una altura más baja.


Compadecí a Wish, pero le exhorté a mostrarse caritativo con su compañero, que sufría tanto. El me prometió que haría lo que pudiera y me pidió que mirara si veía transversiones de Wharton.


Reanudamos la marcha a buen paso, teniendo, no obstante, que frenar al impetuoso So Lo, a quien, si se le hubiera dejado, habría escalado la pendiente a paso de carrera, un error en el que incurren la mayoría de los debutantes. Un novicio se agotara así en una hora, mientras que el montañero experimentado marchara todo el día al mismo paso regular.


Nos elevábamos cada vez más y teníamos las piernas cada vez más pesadas y el aliento más corto. Teníamos ahora que detenernos muy frecuentemente; pero estos altos me parecieron entonces un placer, porque eran necesarios, y no porque creía que eran necesarios. El magnífico paisaje que nos rodeaba me interesaba mucho menos.


Llegamos a los nueve mil metros en un tiempo notablemente corto y buscamos con la mirada el campamento I. Ante nuestra viva decepción, el campamento no aparecía. Llamé a los otros por radio. Fue Shute quien me respondió. Le describí el camino que habíamos seguido y el sitio en que nos encontrábamos. Me dijo que, en su opinión, estabamos efectivamente en el campamento I. Me aconsejó buscara alguna eminencia desde la que pudiéramos dominar un horizonte más amplio. Esto era fácil de decir. Allí había un verdadero laberinto de eminencias; las tiendas podían muy bien estar disimuladas detrás de cualquiera de las agujas rocosas que nos rodeaban. Partimos en reconocimiento, lanzando gritos de llamada. Silbamos, cantamos canciones tirolesas, hicimos explotar bolsas de papel. Todo fue en vano. Acabábamos apenas de sentarnos para meditar sobre la situación, cuando Constant lanzó un grito ahogado designando un punto más bajo sobre la pendiente.


Una silueta sombría y siniestra escalaba los zócalos que habíamos tallado: ¡Pong!


Era terrible.


Sostuvimos un rápido consejo de guerra. Pong estaba pesadamente cargado. Parecía haber traído con él todo el material de cocina y la mayor parte de los víveres que le habíamos dejado en la base avanzada. Quizá pudiéramos desembarazarnos de él. Abandonaríamos nuestra búsqueda del campamento I. Reemprenderíamos nuestra ascensión y escalaríamos tan alto como fuéramos capaces. Nosotros estableceríamos el campamento II cuando no pudiéramos ir más lejos.


Mientras discutíamos. Pong se había peligrosamente acercado. Y cuando emprendimos la marcha, tuve que luchar con un pánico indigno de nosotros. Constant me dijo que no había nunca conocido nada semejante desde el día que había sido perseguido por un toro en Broadstairs.


Dejamos a So Lo tomar la cabeza y tallar los escalones e hicimos lo que pudimos para seguirle. Marchaba a un tren endiablado. Dudo que hayan sido tallados escalones sobre el hielo en ningún sitio a tal velocidad. Había en nuestra aventura algo de irreal. Hacer alpinismo a nueve mil metros esta reputado como una hazaña casi sobrehumana, y, sin embargo. So Lo, sin aparato de oxígeno, tallaba escalones tan rápido como nosotros, con nuestros respiradores, podíamos escalar. Todo esto era demasiado fantástico. Me preocupaba también lo del toro de Constant. Me parecía muy poco verosímil que se hubiese encontrado un toro escapado en Broadstairs. ¿Me había mentido? Me dio vergüenza dudar así de él, lo que se añadía aún a mis preocupaciones.


A pesar de la rapidez de nuestro avance. Pong continuaba ganando terreno. Íbamos, sin embargo, cada vez más de prisa. Constant y yo no tardamos en ser presas del vértigo y en tropezar frecuentemente.


Muy pronto estuve cubierto de cardenales, y Constant estaba aún en más triste estado: como era más alto que yo, se caía desde mayor altura. El colmo fue cuando, después de una caída particularmente mala, se encontró levantado por Pong, que nos había alcanzado. Constant lanzó un grito horrible y perdió el conocimiento. Yo le reanimé dándole golpes en la cabeza y le pregunté qué era lo que debíamos hacer. Me dijo que, puesto que con toda evidencia yo no estaba en condiciones de continuar, lo mejor sería que acampáramos.


Fue lo que hicimos. Estábamos a nueve mil seiscientos metros. Habíamos establecido el campamento II como estaba previsto en nuestro plan. Pero esto no era para nosotros más que una pequeña compensación; no podíamos más que pensar en las abominaciones culinarias que nos esperaban.





Páginas: 1 2 3 4



 



Suscríbete al Boletín

Google + Facebook Twitter RSS

 

Montañismo y Exploración © 1998-2024. Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con SIPER
Diseño por DaSoluciones.com©