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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte VII
25 diciembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Capítulo VIII

DE LA BASE AVANZADA AL CAMPAMENTO 2


Al día siguiente nos reagrupamos. Wish había descubierto interesantes especímenes de hielo de los que quería medir el punto de ebullición; se quedó, pues, en la base avanzada con Burley, al que los esfuerzos de la víspera habían agotado y que, por tanto, no estaba en estado de continuar. Constant y yo debíamos acompañar hasta el campamento de base a los portadores sobrantes y regresar a la base avanzada al día siguiente. Jungle intentaría establecer el campamento I a nueve mil metros.


Shute se uniría a Jungle después de haber filmado nuestras partidas respectivas. Shute se afanaba desde el alba entre su material, pero los aparatos de toma de vista no estaban aún en estado de funcionar cuando Jungle partió; tampoco lo estaban una hora más tarde, cuando Jungle tomó de nuevo la salida, pues la primera vez había dado la vuelta en redondo.


Noté que ninguno de ellos hacia ningún comentario sobre las actividades del otro, y quise creer que no habría en aquello ningún síntoma del mal de las alturas. Pero cuando Jungle pasó por segunda vez ante Shute, murmuró algunas explicaciones según las cuales se trataba de "un simple ajuste del compás", mientras que Shute giraba la manivela como si filmara realmente. Esperé que estos manejos no significaran que trataban de engañarse mutuamente, pero yo tenía, por mi parte, demasiados asuntos en la cabeza para detenerme en éste. Después de haber terminado nuestros preparativos. Constant y yo retardamos nuestra partida tanto como fue posible, pues deseábamos dar a Shute la ocasión de ejercer sus talentos; pero tuvimos que marchamos sin ser filmados.


Alcanzamos el campamento de base sin incidente y nos encontramos a Prone anémico, pero alegre. Pasé la tarde poniendo al día mi Diario y zurciendo calcetines, mientras que Constant repetía a los portadores las ultimas instrucciones.


Por la noche, Prone, siempre tan altruista, rehusó dejarme compartir su tienda; dijo que Constant y yo, que debíamos hacer la ascensión juntos, no debíamos estar separados. Pensé que tenía razón; Constant y yo no debíamos olvidar ninguna ocasión de mejor conocernos. De hecho, todo lo que pude saber de Constant fue que tenía un buen dormir, pues apenas me había metido en mi saco, ya estaba él dormido.


Nos levantamos muy de madrugada, y expedí el mensaje siguiente: "Cara Norte conquistada, hemos comenzado el reconocimiento del Khili-Khili. Todos en buena salud e impacientes de atacar la potente montaña que se yergue por encima de nosotros, como desafiándonos a poner el pie sobre sus pendientes traidoras. La moral de la expedición continua siendo excelente, y los portadores son magníficos."


Dimos un último adiós a Prone. Era una gran decepción para él —tanta como para cada uno de nosotros— que no pudiese acompañarnos; me pregunté cómo su padre reaccionaría al saber que se había quedado atrás. En cuanto a su mujer, sin duda encontraría ahí otro medio de atormentar al pobre hombre. Traté de reconfortarle. Le declaré que la noble forma con que había soportado todos sus sufrimientos era para todos nosotros un constante ejemplo, y sobre todo para mí, que conocía su triste historia. Me golpeó afectuosamente el hombro, diciendo: "Sí, mi pequeño." Parecía que estaba encantado. Llegamos sin incidente a la base avanzada. Constant cayó en algunas grietas, y yo mismo tropecé en una o dos; pero fuimos sacados por los portadores, que no habían tardado en aprender el uso de la cuerda. Se llamaban So Lo y Lo Too. Eran pequeños y robustos. Cuando no fumaban groka —lo que era raro— se querellaban, o, al menos, esa era la impresión que me daban; no nos prestaban ninguna atención ni a Constant ni a mí, salvo cuando les dábamos órdenes, que ellos ejecutaban escrupulosamente, pero sin manifestar el menor signo de interés. Constant me dijo que ahora que habíamos sobrepasado los siete mil metros, el humor de los indígenas mejoraría rápidamente.


Yo estaba al acecho del más ligero síntoma de esta evolución, pues, a decir verdad, yo soportaba difícilmente su independencia de espíritu y su impasibilidad. Yo sabía, ciertamente, que el Oriente es impenetrable, pero no pensaba que permanecería impenetrable a mis ojos.


Acabábamos de alcanzar un punto situado hacia la mitad de la primera pared de hielo, cuando Constant atrajo mi atención sobre una pequeña silueta que se acercaba a nosotros viniendo del campamento de base.


Hay ocasiones en que la vida golpea tan duramente al hombre, que éste no se siente dueño de su destino; en esos mementos se parece a un insecto aplastado por los pies de un gigante.


Esta era para mí una de esas ocasiones, y lo leí en el rostro de Constant, que no estaba menos afectado.


Bajé los ojos, esperando olvidar lo que acababa de ver en su mirada.


—¿No se puede hacer nada?—murmuré.


El sacudió la cabeza.


—Voy a intentarlo, pero sin esperanza.


La corta silueta escalaba los zócalos de hielo. Estaba casi plegada en dos bajo una inmensa pila de utensilios de cocina, que resonaban a cada paso. Se elevaba lentamente como una criatura surgida del infierno, para detenerse a algunos metros, volviendo hacia nosotros un rostro aplastado y de pesadilla.


Constant se entregó con el recién llegado a una conversación larga y animada, durante la cual So Lo y Lo Too chupaban con aire de beatitud de sus pipas, mientras que yo trataba de recuperar el dominio de mi destino meditando sobre las Reflexiones en alta montaña, de Totter.


La discusión llegó a su fin, y Constant me declaró que no había podido lograr persuadir a Pong a que se volviera; la corrupción, las amenazas, la astucia, todo se había revelado inútil. Pong —dijo— era, evidentemente, un hombre que tenía un fin en la vida; a menos de lapidarlo, Constant no veía ningún medio de hacerlo volver. Había, no obstante, precisado a Pong —me afirmó— que éste no debería pasar de la base avanzada, donde se tendría necesidad de él para velar por aquellos de nosotros que pudieran descender de la cima debilitados y desamparados.


Protesté, argumentando que esto era dar la puntilla a un hombre debilitado y desamparado. Constant manifestó estar de acuerdo conmigo, pero me dijo que no había otra alternativa.


Medité un momento. La presencia de Pong amenazaba poner en peligro a toda la expedición. Por encima de los siete mil metros los estómagos se hacen delicados; es absolutamente necesario incorporar al régimen de grandes alturas platos particularmente apetitosos. ¿No deberíamos Constant y yo resignarnos al supremo sacrificio: volver al campamento de base con Pong y soportar su cocina, a fin de perdonársela al resto del equipo?


Esto era exigir demasiado de sí mismo. Terminé por renunciar a este gesto. Se tenía necesidad de nosotros en la montaña; no podíamos dejar solos a los otros.


Tragué precipitadamente un comprimido antidispéptico y di la orden de partir. Alcanzamos la base avanzada. Todo estaba desierto. Lancé llamadas por walki-talkie y tomé contacto con Wish. Estaban todos en el campamento I. Pasarían allí un día o dos, para aclimatarse, antes de lanzarse al campamento II.


Esto era una buena noticia. Anuncié a Wish que Constant y yo llegaríamos al día siguiente, y le rogué nos describiera el camino que habían seguido. Mientras él hablaba, oí claramente a los otros cantar algunos compases de My darling Clementine, y lamenté no encontrarme con esa alegre banda.


Noté poco después que el material médico habían desaparecido, y concluí que había debido ser transportado hasta el campamento I. Esto me sorprendió. Después me dije que había, sin duda, un error.


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