El resto de la jornada lo pasamos escalando penosamente los escalones tallados en el hielo. Habíamos tendido cuerdas en los pasajes más difíciles, y no teníamos más que subir regularmente, manteniendo el ritmo tan necesario en alta montaña. A pesar del peso de su carga, los portadores no manifestaban ninguna tendencia a caerse hacia atrás; se comportaban magníficamente.
Al fin de la tarde franqueamos la última pendiente dulce que conducía al campamento de base avanzada. No distinguimos al principio ningún signo de vida; pero al aproximarnos más, el eco de sonoros ronquidos proviniendo de las cuatro tiendas nos reveló que nuestros compañeros y sus portadores recobraban fuerzas después de sus terribles esfuerzos de la víspera.
Empezamos a levantar nuestras tiendas y Pong no tardó en afanarse sobre sus hornillos de gasolina. Yo no podía comprender como se encontraba en el campamento avanzado; Dios sabe que no estaba en mis intenciones llevarlo conmigo. Por un momento tuve una sospecha, de la que luego me avergoncé. ¿No lo habría mandado Prone a la cola de nuestro pequeño cortejo? Esto hubiera sido muy poco británico por su parte; pero ¡que tentación!, y se le podía perdonar a un hombre como él, en el estado en que se encontraba, el haber cedido a ella. Debo precisar, en descargo de Prone, que el negó toda intervención en este asunto. Más bien habría que creer en que Pong vino por propia iniciativa, furioso ante la idea de dejar escapar tantas víctimas.
Fuera por quien fuese, cuando los otros emergieron de sus tiendas se pusieron furiosos al reconocer al verdugo familiar, y forzoso me es decir que en esta ocasión fueron pronunciadas algunas palabras desagradables. A pesar de mis protestas de inocencia, fue tachado de incompetencia, y la cena, que era, como siempre, la más terrible prueba del día, se desarrolló en un ambiente de ásperas recriminaciones.
Veía bien que aún no nos habíamos aclimatado, y mis compañeros me confirmaron en esta opinión. El tren endiablado al que los portadores habían tallado los escalones les había agotado a todos —me confiaron—. Aconsejaban unánimemente mostrarse prudentes hasta el extremo en el empleo de los portadores para esta tarea; no sería preciso, en lo sucesivo, considerar su fuerza brutal y su resistencia como uno de los peligros inherentes a las ascensiones en el Yogistán.
Este era un serio problema. Está fuera de duda que el yogistanés es un montañero nato. Para Llegar a la cima del Khili-Khili hacía falta el concurso del músculo y del cerebro; el músculo era indispensable, pero debía ser subordinado al cerebro. Convinimos que en lo sucesivo habría que cuidar de que los portadores no pusieran en peligro la salud y la seguridad misma de la expedición.
Antes de acostarme aquella noche, fui hasta un pequeño promontorio que dominaba el campamento para examinar el panorama. Era de una grandeza que cortaba el aliento. A la izquierda, el Guili-Guili erguía por encima del campamento su masa temible e inhospitalaria. A la derecha, el gran Khili-Khili se elevaba, sombrío y terrible, en la luz de la tarde. Abajo, sobre el glaciar, el campamento de base no era más que un grupo de pequeños puntos minúsculos. El glaciar se perdía a los lejos, en medio de un caos de picos encrestados de nieve y de agujas. Al Este se extendía un paisaje desolado de cimas sucediéndose una tras otra tan lejos, que se extendía más allá de la mirada. Yo estaba sin aliento. Las agujas y los picos se elevaban hacia el cielo, haciéndole a uno perder el aliento.
Llegué jadeante a mi tienda, para encontrar a Burley ya instalado en su saco de dormir y ocupando las tres cuartas partes de la alfombra sobre el suelo. Me instalé en la cuarta parte que quedaba lo mejor que pude, agradeciendo al Cielo no haberme hecho más grande de lo que soy. Burley y yo estabamos, al fin, reunidos; yo esperaba que íbamos a proseguir nuestras confidencias de la tarde.
Reposamos algunos instantes en silencio; después dije a Burley que quizá quería hablar de su novia. Me respondió: "¿Por qué no?", y creí discernir en su tono una cierta reticencia. Declaré que nada ligaba más a los hombres que hablar entre sí de sus familias, de sus amigos. Me dijo que si lo tomaba así, no veía ningún inconveniente en relatarme sus aventuras; pero —añadió— esto era un tema delicado de abordar, y yo comprendería, sin duda, que él no tenía la costumbre de abrirse al primer curioso llegado.
Yo respondí que comprendía muy bien y que apreciaría tanto más la confianza con que se me honraba. Me contó que había encontrado a su novia, un sábado por la tarde, detrás del aparador del comedor de M. Burley, padre. Era pequeña y menuda, coja y con unos labios de liebre que le hacían sufrir de un ligero acento de pronunciación. Era miope y no se desplazaba nunca sin una corneta acústica, pues era demasiado nerviosa para utilizar un aparato eléctrico que remediara su sordera. Era daltoniana, no tenía la memoria de los nombres y confundía los colores. No era muy bonita, pero, como decía Burley, no se puede tener todo.
Estaba, cuando la vio, estudiando la estructura del aparador para la sociedad local de arte antiguo; pero, desgraciadamente, se había quedado encajada entre el mueble y el muro, y llevaba así quince días cuando Burley la había descubierto. Sin duda, era demasiado tímida para pedir ayuda, o bien demasiado débil para hacerse oír. Burley había logrado sacaría de este mal paso, y eso había dado un giro a su vida. Había, al fin, realizado un sueño de su infancia: salvar a una joven en peligro. Había sido tentado por la idea de enamorarse de ella. Es lo que hizo.
Ella tenía —me dijo— un gran número de cualidades admirables, que no eran menos admirables porque se escaparan a una mirada distraída. Él mismo no sabía exactamente cuales eran, pero ya el hecho de procurarle el sentimiento de vivir una misteriosa aventura era una prueba de su delicadeza. Las más bellas cualidades —concluyó— no son jamás las que saltan a los ojos.
Yo le dije que estaba de acuerdo con él. Le aseguré también que estaba conmovido por su relato, que revelaba un refinamiento que un observador superficial no hubiera creído encontrar en un mozo de su temple. En mi emoción, Llegué a confesarle el afecto que me inspiraba y a expresarle la esperanza de que su novia y él no dejaran de visitarme cuando estuviéramos de regreso.
Respondió con un ronquido sonoro. El pobre debía de estar agotado. Me instalé tan confortablemente como pude en el poco espacio de que disponía y pasé una noche de insomnio meditando sobre muchos temas y tratando de descubrir algo que nos librara al día siguiente de Pong. A pesar de las incómodas condiciones, fue una de las noches más agradables que he pasado jamás. La expedición progresaba de manera satisfactoria; formábamos un grupo unido y alegre; los portadores se comportaban magníficamente; estaba en compañía de mi amigo.
¿Que más podía pedir?