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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte VI
10 diciembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Prone me dijo que la vista de su padre tragando afrentas todos los días era el recuerdo más vivo de su adolescencia. Percibía socorros de seis obras de caridad bajo ocho identidades diferentes; escribía cartas solicitando limosnas, cartas llenas de amenazas y cartas anónimas; robaba, atacaba a los repartidores de los giros, se apoderaba de los bolsos de las señoras, birlaba los caramelos a los niños y escribía artículos de arrepentimiento en los periódicos salvacionistas. Sacrificios tan obstinados habían decidido al joven Prone a consagrarse enteramente al cumplimiento de los deseos de su padre. Resolvió que ningún obstáculo le impediría alcanzar este lejano ideal: llegar a ser médico de barrio.


Su primer cliente fue una viuda a quien la lectura de los periódicos de su hijo había completamente pervertido. Desde su primera visita odió al joven médico y concibió el horrible proyecto de casarlo con ella. Ella le dijo que si no la tomaba por esposa, le acusaría públicamente de haber extraviado su tarjeta de seguridad social. Antes que arriesgarse al deshonor y ver rotos los sueños de su padre. Prone consintió. Se casaron en Gravesend la víspera del día de Todos los Santos.


Su vida conyugal había sido un largo martirio. Su mujer era un monstruo de aspecto humano. Encantadora con los extraños, era demoníaca en la intimidad. Lo que ella le hacia sufrir era demasiado horrible para que se pudiese contar. Sus hijos —tenían ocho, y esperaban un noveno— eran dignos herederos de tal monstruo, y cada uno de ellos era más antipático que su precedente inmediato; tanto, que por un proceso bien comprensible de extrapolación, el que no había nacido aún le parecía a Prone una criatura salida de un film de horror. Nadie —me sonrió Prone— podía tener la menor idea de lo que él había sufrido. Sus sábados por la tarde eran verdaderas pesadillas.


Su patético relato me conmovió. Aseguré a Prone que gozaba de toda mi simpatía, y le propuse ayudarle en la medida de mis fuerzas. Me dijo que esto era muy amable por mi parte y que había algo que podría hacer por el: deseaba experimentar un suero contra la peste. ¿Vería yo algún inconveniente en que lo ensayase sobre mí?


No hay que decir que me mostré encantado de hacerle este pequeño servicio. Cogió su jeringa hipodérmica y me administró una generosa inyección.


Me confió después que le había encantado el resultado. El pinchazo debía tener por efecto hundirme rápidamente en un profundo sueño, y así terminó la única conversación a corazón abierto que he tenido con Prone.


Al día siguiente, por la mañana, me desperté tarde; me sentía mal, no sé por qué. En la ausencia de Constant, debía, sin comprender una sola palabra de su lenguaje, dar instrucciones a los portadores. Afortunadamente, toda la impedimenta estaba ya preparada; no tuve más que ir a buscar a los portadores, uno tras otro, y conducirlos hasta su cargamento respectivo. No obstante, pareció que tenían sus ideas sobre la repartición de los fardos, lo que provocó una cierta confusión. Estábamos ya dispuestos cuando llegó la hora del almuerzo, y se fueron todos a restaurarse. Hubo que recomenzar después de la comida, y el día estaba ya muy avanzado cuando estuvimos, al fin, dispuestos a levantar el campamento.


Tuve alguna dificultad en persuadir a Prone de que nos confiara el material medico, pero terminó por ceder, no sin haberse antes quedado con todo lo que a él le pudiera hacer falta. Tuvimos una larga discusión sobre la cuestión de saber si el champaña —que formaba parte, claro, del material de enfermería— debería ser transportado hasta el col Sur. Terminamos por adoptar un compromiso: yo le dejaría una caja. El tenía particularmente necesidad de champaña —afirmó—, pues estaba seguro de caer en una anemia.


Burley fue incapaz de ayudarme, pues estaba aún encerrado en su saco de dormir. Vino a desearme buen viaje. ¡Un bravo compañero este Burley! Pareció muy inquieto al ver que partía con el material médico; no sabía que me llevaba todo al col Sur.


Después de afectuosos adioses a Prone, nos pusimos en ruta, y no habíamos apenas avanzado, cuando Burley se nos reunió. No le gustaba verme partir solo —declaró—, y como se había sentido súbitamente mucho mejor, había decidido acompañarme. Se aclimataría, sin duda, más rápidamente —aseguró— en el col Sur.


Me conmovieron a la vez su coraje y su atención. Quizá fuese por aquella prueba de amistad por lo que decidí contar algunas intimidades a Burley. Le hablé de mi familia y de mis amigos, y cuando hicimos alto, le enseñé algunas fotografías. Burley se mostró extremadamente brusco; casi se podría decir que desagradable. Él también, con toda evidencia, se sentía lejos de los suyos y le costaba disimular sus sentimientos. Le puse sobre el hombro una mano amistosa y él soltó un pequeño bufido. Este bufido me dijo más que un largo discurso. Dudé que su brusca decisión de seguirme hubiera sido motivada por su deseo de aprovechar mi compañía, y estaba seguro de que quería decirme algo, pero que le faltaban las palabras. Le dije, pues, con un tono afectuoso: "¿Hay algo que quiera usted decirme, amigo mío?" A lo cual me respondió: "¡No sea idiota!", lo que me parece reflejaba bastante el estado de espíritu en que se encontraba el pobre.


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