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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili, Parte VI
10 diciembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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Capítulo VII

CONQUISTA DE LA CARA NORTE


Al día siguiente volvimos a partir al asalto de la pared. Burley estaba demasiado débil para salir de su saco de dormir. Envié, pues, a Shute y a Constant con sus dos portadores, seguidos de Wish y de Jungle, con sus propios portadores. Antes de ponerme yo mismo en camino, despaché a un mensajero con el siguiente mensaje: "Nos reagrupamos para el segundo asalto de la cara Norte. Todos en excelente forma. Espíritu de equipo por encima de todo elogio. Portadores de una admirable abnegación."


Lo que realizamos aquel día fue verdaderamente fenomenal. Al llegar al pie de la pendiente helada, Shute decidió, muy sabiamente, dar a sus portadores una lección sobre la escalada en terreno helado. Les enseñó primero como se tallan escalones y luego los dejó probar a ellos mismos. Lo asimilaron tan rápidamente, que a Shute y a Constant les costaba trabajo seguirlos. Escalaron esta pendiente abrupta tan rápidamente como eran capaces dentro de una atmósfera rarificada. Shute y Constant declararon que no habían visto jamás nada parecido. Los portadores no manifestaban ningún signo de fatiga; continuaban incansablemente, a pesar de su carga y del rudo trabajo que era tallar el hielo.


Cuando Wish y Jungle llegaron al muro de hielo, el primer equipo se había perdido ya de vista. Hubiera sido estúpido, evidentemente, no utilizar una escalera tan cómoda; renunciaron, pues, a su proyecto de atacar nuevamente una pared rocosa.


Yo llegué algunas horas más tarde. Los dos equipos ya se habían perdido de vista. Llame a Wish por radio. Me contó lo que había pasado. Todos los europeos —me dijo— estaban al borde del agotamiento: tan rápido había sido el tren que habían impuesto los portadores. Alcanzarían seguramente el col Sur en el mismo día. Me aconsejó me reintegrara al campamento de base y seguir al día siguiente con todo aquello de que tuviéramos necesidad en el campamento de base avanzada. Me recomendó, sobre todo, no olvidar el material médico, que sería, sin duda, más indispensable aún que en el campamento inferior.


Regresé, pues, al campamento de base; me agradó tener así la ocasión de descansar y pasar algunas horas tranquilas con Burley. Mi afecto por este buen gigante no había hecho más que crecer desde nuestro primer encuentro. Un jefe, claro es, no debería tener favoritos; pero yo debo confesar que, de todos mis compañeros, sería a Burley a quien hubiera escogido para compartir mi tienda.


Le encontré en su saco de dormir y le anuncié mi intención de pasar la noche con él. Me dijo que era muy amable, pero que, en su opinión. Prone tenía aún más necesidad de mi presencia. Prone —explicó— iba a estar muy solo en el campamento, y su larga vigilia le parecería menos penosa si le quedaba el recuerdo de una noche de cálida camaradería. Admiré el altruismo de Burley, y, a pesar de mi decepción, convine, en efecto, que mi deber me llamaba cerca del enfermo.


Encontré a Prone en su saco de dormir. El también se mostró reconocido a mi gesto, pero su altruismo no le cedía en nada al de Burley, y me dijo que no quería, a ningún precio, privar a éste ultimo de mi compañía. Yo le respondí que no le quería oír hablar de un tal sacrificio, y me quedé con él.


El pobre Prone parecía muy abatido, y, a fin de animarlo, le hice hablar un poco de su vida. ¿Tenía novia?, le pregunté. Me dijo que no, que su mujer no era del género comprensivo y que sus hijos estimaban que una sola madre bastaba.


Me excusé de mi yerro, pero añadí que me había sorprendido saber que estaba casado. Sir Hugeley me había afirmado que era soltero. Prone me dijo que Sir Hugeley tenía derecho a tener su opinión sobre este punto, como sobre cualquier otra cuestión; pero que esta era una opinión que el no compartía. Sin duda —continué yo—, encontraría la vida de familia agradable. Él me aseguro que al contrario, que la encontraba insoportable.


Le rogué me dijera algo mas, afirmándole que una preocupación compartida pesaba menos sobre el corazón. El pobre me manifestó estar de acuerdo en esto con alguna reticencia. Pero terminé por vencer al tímido y me contó su triste historia. Era de una familia pobre. Su padre era un descubridor de yacimientos de petróleo en paro, uno de esos artesanos de antiguamente, orgulloso de su estado y al que horrorizaba pedir limosna. Para enviar a su hijo a la Facultad debió meterse el orgullo en el bolsillo y tragarse muchas afrentas.


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