La situación era desesperada. Mi estómago y el de Prone no estaban hechos para la pronunciación yogistanesa. Los sonidos que emitíamos hubieran escandalizado a cualquiera, pero como medios de expresión eran notoriamente insuficientes. Constant declaró que las respuestas que yo le transmitía no tenían la menor relación con el problema que nos ocupaba. En las calles de Chaikhosi, tal corrupción del yogistanés traería para quien los pronunciara prisión perpetua, si no algo peor.
No les veía —aseguró— ningún precedente ni paralelo en toda la historia del lenguaje hablado. Por otra parte, no hubiera creído jamás que fuese posible expresarse así; si salía vivo de su abismo, tendría que reconsiderar toda su filosofía a la luz de lo que me había oído. Me suplicó contuviera mi estómago y que dijera a Prone que hiciera otro tanto. Si el eco de lo que el había oído había llegado igualmente a Bing, la cosa podía degenerar en masacre, o, al menos, los portadores nos abandonarían o quedarían incapacitados para trabajar.
He aquí hasta donde llegaba la gravedad de la situación. No nos quedaba más que una esperanza: Prone ¿estaba en estado de desplazarse? "No", dijo; esto estaba fuera de cuestión. No podía sostenerse sobre sus piernas.
Pero ¿podía hacerse llevar? Sí, desde luego.
Esperamos, pues; pero esta vez la esperanza iluminaba nuestros corazones.
Prone, llevado por el bang, nos tuvo al corriente de su acercamiento.
No tardaron en unírsenos. Bing, pequeño pero inmensamente potente, llevando a Prone sobre sus hombros; Bung, más bajo aún, pero no menos robusto, y un tercer portador, llamado Bo, que era aun más pequeño y más vigoroso.
En un instante vi rotas las estalactitas que me soldaban al suelo y Constant devuelto a la superficie, transido, pero indemne. Bing y Bung corrieron en socorro de los demás, mientras que Constant y yo volvíamos con paso vacilante al campamento, escoltados por Bo, que llevaba a Prone sobre sus hombros.
Menos de una hora más tarde, se nos reunieron todos. Bing había escalado hasta el sitio en que se encontraba Shute y lo había bajado a cuestas; después había hecho lo mismo con Wish. Uno y otro estaban muy afectados por la prueba que acababan de sufrir, y hubo que administrarles champaña. Burley, que había vuelto de la misma manera, fue a acostarse con una botella.
La cuestión que se planteaba ahora era esta: ¿donde estaba Jungle?
Lo llamamos por radio, pero no conseguimos ponernos en contacto con él. Shute dijo que no le veríamos nunca más; que reaparecería, probablemente, de aquí a un año en Vladivostock, o de aquí a dos años en Valparaíso, y escribiría un libro titulado Manual practico del guía en Asia y en América. Puesto que Jungle se dirigía hacia el campamento de base —aseguró Shute—, era de una certitud matemática que no llegaría a el jamás; más valía no preocuparse de él.
Me fue forzoso concluir que Shute no se había recobrado de su conmoción.
Enviar una patrulla de socorro era manifiestamente lo único a hacer. Pero ninguno de nosotros estaba en estado de volver. Los portadores ¿podrían ayudarnos? Constant planteó la cuestión al bang. Este reunió en seguida a los portadores y los desplegó en una línea recta que se extendía desde el campamento a la otra extremidad del glaciar. Tomando el campamento por centro, describieron un círculo, y no les hizo falta mucho tiempo para encontrar a Jungle, agotado, pero sano y salvo.
Se mostró muy sorprendido al enterarse de que nos habíamos inquietado por su suerte y se puso suspicaz respecto a que la expresión de nuestras dudas concernieran a su competencia de guía de la expedición.
Era —le dije— culpa de nuestro carácter, naturalmente ansioso, el que la idea de que hubiera podido perderse nos hubiera atravesado por un instante la imaginación. Comprendió el punto de vista y pareció satisfecho de esta explicación.