Dos días mas tarde llegamos a la extremidad del glaciar y comenzamos la larga ascensión hasta el campamento de la base. Allí fue donde nos encordamos por primera vez. Jungle, nuestro guía, pasó el primero con Shute, que debía filmamos, cuando hubiera encontrado un emplazamiento oportuno. Iban acompañados de diez portadores cargados con la cámara y sus accesorios. Burley y Wish los seguían. Burley soportaba bastante mal el clima de los glaciares, pero pensaba acostumbrarse a él rápidamente. Después iban Constant y Prone. Este último había contraído la ruseola, pero se prodigaba a sí mismo los cuidados oportunos. Los portadores se habían repartido en los diferentes grupos. Yo quedé atrás, a fin de meditar un momento sobre las responsabilidades del mando, y así iba cerrando la marcha.
El glaciar tenía más de mil quinientos metros de ancho, estaba surcado por profundas grietas y cubierto de innumerables bloques de hielo de una altura, en su mayor parte, de seis a diez metros. Era un verdadero laberinto. Incluso las más altas cimas desaparecían de nuestros ojos.
Después de algunas horas de marcha, tuve la alegría de ver ante mí el servicio cinematográfico en plena acción, con Shute a la manivela. Le dejé embalar su material con la ayuda de sus portadores y proseguí mi camino. Una hora mas tarde me sorprendió reencontrarlo de nuevo ante su cámara. Concluí de esto que me había pasado sin yo darme cuenta —lo que muy fácilmente hubiera podido producirse—, y no dejé de felicitarle por su celo. Él me miró con asombro y me juró que no se había movido de allí. Yo iba a recordarle que no era hora ni lugar para semejantes bromas, cuando, ante mi gran estupor, oí un grito detrás de mí. Puede imaginarse cuál seria mi estupefacción al comprobar que era Jungle, seguido por un gran número de portadores marchando en fila india, tras de la cual iban Burley y Wish.
Debo convenir que estaba completamente desconcertado. Era aquel uno de los momentos en los que uno duda de su propia razón. Yo había visto con mis propios ojos a las cuatro personas que se encontraban allí ahora partir ante mí unas horas más tarde, mientras que los otros, a los que yo no había pasado, estaban ahora detrás de mí. Y no se podía creer en que nos hubiéramos pasado todos los unos a los otros sin darnos cuenta.
La cuestión que se planteaba era esta: ¿dónde estaban Constant y Prone?
Fue Shute quien dio la respuesta:
—¡Jungle, animal! —gritó—. ¡Habéis girado en redondo!
En seguida lo comprendí todo. Estábamos dispersos por la circunferencia de un círculo, siguiendo cada uno al otro. Shute había continuado filmándonos sin molestarse en identificarnos a nuestro paso, y nosotros habíamos descrito dos veces un círculo completo. Sin él, que constituía el único jalón fácilmente reconocible de nuestro itinerario, hubiéramos estado dando vueltas todo el día.
La Llegada de Constant y de Prone algunos instantes más tarde vino a confirmar esta hipótesis. Sin duda, venían atacados de la sordera de las alturas, pues se hablaban gritando a todo pulmón, como si estuvieran a ochocientos metros uno de otro y no separados, como estaban, por una longitud de cuerda. Me felicité de la forma en que había dispuesto los encordamientos: dos hombres capaces de proseguir una conversación tan animada después de varias horas de marcha a cinco mil metros de altura estaban hechos, evidentemente, para entenderse. Esta es una de las grandes recompensas del oficio de jefe: ver que se ha triunfado en estas delicadas manipulaciones del elemento humano.
Decidí que era el momento de hacer alto y, con una copa de champaña en la mano, discutimos las razones de este singular acontecimiento. Pedí a todos mis compañeros que dieran francamente su opinión, sin tratar de rozar ninguna susceptibilidad. Estimo que nada refuerza los lazos de amistad entre los hombres como afrontar la verdad juntos.
Era confortante ver como respondieron a mi llamada. Shute se mostró particularmente franco, y esto era una buena señal —me dije—, en el que justamente iba a ser el compañero de Jungle.
Lo que ninguno de nosotros llegaba a comprender era cómo Jungle, utilizando su brújula, como él nos aseguraba haber hecho, había podido describir un círculo. Este enigma fue descifrado por Shute, que pidió a Jungle le hiciera la demostración de su método. Se alejaron los dos, y muy pronto empezaron ellos también a discutir a pleno pulmón. Me pareció que la sordera de las alturas estaba muy extendida aquel día.
Cuando regresaron, Shute nos dio la clave del misterio:
—Este imbécil había olvidado desbloquear la aguja de su brújula —nos dijo—. Naturalmente, la aguja indicaba el Norte, cualquiera que fuese la dirección que tomase.
—Eso le podría ocurrir a cualquiera —dije yo.
La experiencia me ha enseñado que un hombre da lo mejor de sí mismo cuando se le otorga confianza. Nada debilita tanto la seguridad de un hombre como sentir la desconfianza de sus jefes. Hubiera sido fatal al éxito de la expedición llevar a Jungle a dudar de sí mismo. No expongo esto como una prueba de mi magnanimidad; éstas son cosas que constituyen las cualidades inherentes a un verdadero jefe: se tienen o no se tienen.
Por esta razón confié de nuevo a Jungle la tarea de guiarnos, convencido de que no repetiría dos veces el mismo error.
No me equivoqué. Caminábamos desde hacía cuatro horas, cuando me encontré de nuevo a la caravana al borde de una ancha grieta; toda la caravana, a excepción de Jungle, que estaba dentro. Su brújula le había dirigido rectamente a la grieta, y antes de dar un largo rodeo que nos hubiera alejado, había insistido en que se descendiera a la grieta, con intención de subir al otro borde tallando escalones en la pared. Estaba en el fondo desde hacía dos horas, y nadie sabía si progresaba, pues su voz estaba multiplicada por los ecos y era un coro incomprensible lo que llegaba a la superficie. Quizá estuviera aprisionado.