Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998
La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.
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Constant y yo habíamos conocido tales pruebas, que casi fue una sorpresa para nosotros encontrar en el campamento II gentes felices. A medida que nos aproximábamos, los ecos de Los Caballeros de la Tabla Redonda vinieron a encantar nuestros oídos como los hosannas de los bienaventurados. Fuimos acogidos a brazos abiertos y a grandes palmadas en la espalda. Nos echaron nieve por el cuello. Nunca había visto a mis camaradas de tan buen humor desde el incidente de la grieta. Me pregunté cuál podría ser la causa. Fue entonces cuando vieron a Pong. Jamás he sido testigo de un cambio de humor tan súbito. Fue como si acabara de pasar sobre nosotros una plaga de Egipto. Nuestros tres compañeros, que un momento antes estaban alegres como colegiales, tomaron el aire melancólico de tres viajeros. Se lanzaban miradas malignas y se prodigaban las maldiciones. Se retorcían las manos, agitando la cabeza. Se retiraron, al fin, a su tienda y se metieron en un rincón, mordiéndose las uñas y murmurando frases sin sentido. Cuando nadie los miraba, lloraban en silencio. Después de todo lo que yo había sufrido, esto era demasiado para mí. Me metí sin cenar en mi saco y me dormí sollozando. Me desperté al día siguiente por la mañana, para encontrarme a Constant sentado sobre su saco de dormir. Parecía irritado. —Se han marchado—dijo. —¿Es verdad?—grité. Movió tristemente la cabeza. —Explíqueme—insistí. Un largo suspiro le sacudió todo el cuerpo. Su boca se abrió y un largo gemido salió de su garganta, como si le costase mucho trabajo evocar un tal horror. —¡Traicionados! —gimió. —¿Es verdad?—dije. Movió tristemente la cabeza. Era horrible. Poco a poco conseguí calmarle; y mientras que nuestro amigo el sol se elevaba en los cielos, calentando nuestra pequeña tienda, él recobró algún coraje. Me contó: Jungle y Wish habían dejado el campamento a hurtadillas antes del alba y habían ganado la montaña. Shute había partido poco después, a fin de llegar al campamento I. Pasamos todo el día metidos en nuestros sacos, afrontando cada uno a su manera la crisis. Hacia, la tarde, Constant rompió el silencio: —Mañana —anunció— me voy al campamento uno. Yo asentí. Esto era inevitable. Me volví y me dormí. Al día siguiente, cuando me desperté. Constant había partido. No me sorprendió. Ni me decepcionó. Apenas si me importó. Esto era el fin: el fin de una bella aventura; el fin de nuestra camaradería, de nuestros sueños; el fin de todo. Me sentí al borde de una nada infinita. Después, sin un suspiro, sin una mirada atrás, con resignación, incluso con gratitud, franqueé el umbral. Alguien me administraba bofetadas en el rostro de la forma más desagradable. Una voz impaciente repetía: "¡Despiértese, Lazo de Unión, idiota!" Me desperté, abrí los ojos y mire a mi alrededor. Estaba tendido de espaldas sobre la nieve, bajo la luz cegadora del día. Shute estaba inclinado sobre mí. —¿Donde estoy?—dije. —¿Donde cree usted que está?—pregunto él. Permanecí algunos instantes pensativo. —Pensaba que quizá estuviese en el cielo—repliqué. Se echo a reír. —¡0íd, muchachos! Lazo de Unión se cree que está en el cielo. Las risas redoblaron. Miré a mi alrededor. Wish estaba allí, y Jungle; y sentado sobre una caja, cerca de mí, el aire cansado, Constant. Y detrás de ellos, los ojos fijos en mí, varios portadores, entre los cuales So Lo, Lo Too y Pong. Vi entonces las tiendas y comencé a comprender. Era el campamento II. Constant y yo acabábamos justamente de llegar por segunda vez de la base avanzada y nos habíamos encontrado a los otros ya instalados. Había debido de dormirme. El resto no era más que un sueño.
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