Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998
La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.
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Antes de acostarme aquella noche, fui hasta un pequeño promontorio que dominaba el campamento para examinar el panorama. Era de una grandeza que cortaba el aliento. A la izquierda, el Guili-Guili erguía por encima del campamento su masa temible e inhospitalaria. A la derecha, el gran Khili-Khili se elevaba, sombrío y terrible, en la luz de la tarde. Abajo, sobre el glaciar, el campamento de base no era más que un grupo de pequeños puntos minúsculos. El glaciar se perdía a los lejos, en medio de un caos de picos encrestados de nieve y de agujas. Al Este se extendía un paisaje desolado de cimas sucediéndose una tras otra tan lejos, que se extendía más allá de la mirada. Yo estaba sin aliento. Las agujas y los picos se elevaban hacia el cielo, haciéndole a uno perder el aliento. Llegué jadeante a mi tienda, para encontrar a Burley ya instalado en su saco de dormir y ocupando las tres cuartas partes de la alfombra sobre el suelo. Me instalé en la cuarta parte que quedaba lo mejor que pude, agradeciendo al Cielo no haberme hecho más grande de lo que soy. Burley y yo estabamos, al fin, reunidos; yo esperaba que íbamos a proseguir nuestras confidencias de la tarde. Reposamos algunos instantes en silencio; después dije a Burley que quizá quería hablar de su novia. Me respondió: "¿Por qué no?", y creí discernir en su tono una cierta reticencia. Declaré que nada ligaba más a los hombres que hablar entre sí de sus familias, de sus amigos. Me dijo que si lo tomaba así, no veía ningún inconveniente en relatarme sus aventuras; pero —añadió— esto era un tema delicado de abordar, y yo comprendería, sin duda, que él no tenía la costumbre de abrirse al primer curioso llegado. Yo respondí que comprendía muy bien y que apreciaría tanto más la confianza con que se me honraba. Me contó que había encontrado a su novia, un sábado por la tarde, detrás del aparador del comedor de M. Burley, padre. Era pequeña y menuda, coja y con unos labios de liebre que le hacían sufrir de un ligero acento de pronunciación. Era miope y no se desplazaba nunca sin una corneta acústica, pues era demasiado nerviosa para utilizar un aparato eléctrico que remediara su sordera. Era daltoniana, no tenía la memoria de los nombres y confundía los colores. No era muy bonita, pero, como decía Burley, no se puede tener todo. Estaba, cuando la vio, estudiando la estructura del aparador para la sociedad local de arte antiguo; pero, desgraciadamente, se había quedado encajada entre el mueble y el muro, y llevaba así quince días cuando Burley la había descubierto. Sin duda, era demasiado tímida para pedir ayuda, o bien demasiado débil para hacerse oír. Burley había logrado sacaría de este mal paso, y eso había dado un giro a su vida. Había, al fin, realizado un sueño de su infancia: salvar a una joven en peligro. Había sido tentado por la idea de enamorarse de ella. Es lo que hizo. Ella tenía —me dijo— un gran número de cualidades admirables, que no eran menos admirables porque se escaparan a una mirada distraída. Él mismo no sabía exactamente cuales eran, pero ya el hecho de procurarle el sentimiento de vivir una misteriosa aventura era una prueba de su delicadeza. Las más bellas cualidades —concluyó— no son jamás las que saltan a los ojos. Yo le dije que estaba de acuerdo con él. Le aseguré también que estaba conmovido por su relato, que revelaba un refinamiento que un observador superficial no hubiera creído encontrar en un mozo de su temple. En mi emoción, Llegué a confesarle el afecto que me inspiraba y a expresarle la esperanza de que su novia y él no dejaran de visitarme cuando estuviéramos de regreso. Respondió con un ronquido sonoro. El pobre debía de estar agotado. Me instalé tan confortablemente como pude en el poco espacio de que disponía y pasé una noche de insomnio meditando sobre muchos temas y tratando de descubrir algo que nos librara al día siguiente de Pong. A pesar de las incómodas condiciones, fue una de las noches más agradables que he pasado jamás. La expedición progresaba de manera satisfactoria; formábamos un grupo unido y alegre; los portadores se comportaban magníficamente; estaba en compañía de mi amigo. ¿Que más podía pedir?
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