Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998
La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.
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CAPÍTULO VI LA CARA NORTE, PRIMER ASALTO
Terminamos por considerarnos todos como adaptados al clima, a excepción de Prone, que padecía hipertensión, y nos lanzamos al asalto de la cara Norte. Envié por un yogistanés el mensaje siguiente: "Vamos a intentar el asalto a la cara Norte, la temible muralla que se yergue a más de dos mil metros por encima de nuestras cabezas. La cuestión que se plantea todo el mundo es: ¿cederá?, y cada uno murmura con confianza: "Sí, seguramente." La moral del equipo es muy elevada, y los portadores están por encima de todo elogio. Todos bien." La cara Norte es una pared de hielo lisa como el cristal y cuya superficie no esta rota más que por afloramientos de rocas, agujas de hielo, gargantas, bergschrunds, fisuras, etcétera. En fin, un temible obstáculo, lo suficientemente temible como para desanimar a un equipo desunido, asistido de mediocres portadores. Nuestro proyecto era establecer el campamento de base avanzado sobre el col Sur, que está justamente encima de la cara Norte; pero, sin duda, nos sería preciso un campamento intermedio. Habíamos hecho ya algunos reconocimientos hasta los primeros contrafuertes de la pared, y dos escuelas se afrontaban en cuanto a la mejor forma de llevar el asalto. Wish era partidario de atacar directamente una cara rocosa abrupta, seguida de una pared que parecía más fácil de escalar. Shute, el especialista del hielo, prefería una pendiente helada muy inclinada, pero que parecía igualmente suavizarse arriba. Como era imposible tomar una decisión definitiva, se había decidido ensayar simultáneamente las dos vías. Shute y Jungle atacarían al hielo. Wish y Burley atacarían la pared rocosa. Constant y yo, después de haber puesto un poco de orden en el campamento de base, iríamos a sostener a uno u otro equipo. Constant y yo nos pusimos en ruta poco después de mediodía, y no habíamos dejado aún el glaciar, cuando mi receptor de radio se puso a zumbar. Era Jungle en el colmo de la excitación. Shute estaba bloqueado en medio de su campo de hielo, había perdido su bastón de hielo y no se atrevía a bajar. El bastón de Jungle estaba hundido en el hielo, y la cuerda estaba amarrada a él. No se atrevía a liberarla, temiendo hacer caer a Shute. Nos suplicaba fuéramos en su socorro. Era una noticia alarmante. Aseguré en seguida a Jungle que íbamos a reunirnos con ellos, tan pronto como nos fuera posible, y partimos a toda prisa. Pero apenas habíamos dado unos pasos, cuando Constant desapareció por una grieta. La cuerda que nos ligaba se puso tensa y yo caí sobre el suelo. Sorprendido, solté el bastón y me encontré arrastrado hacia el borde de la grieta, sin ningún medio de detener mi deslizamiento. Estaba a dos metros del borde, cuando me inmovilicé. La cuerda se había metido en el hielo y la fricción, cada vez más fuerte, me había salvado la vida. La situación era enormemente crítica. Cuando quise levantarme, la cuerda me arrastró hacia adelante, mientras que Constant caía aun más abajo. Tenía que quedarme tumbado sobre el suelo para detener su caída. No podía hacer nada por salvar a Constant; si no venían en nuestro socorro, estabamos perdidos los dos. Nuestra única posibilidad de salvación era la radio. La garganta apretada por la angustia, hice deslizar prudentemente mi mano derecha y logré, al fin, colocar el aparato cerca de mi rostro. Llamé a Burley y a Wish. Fue Burley quien me respondió, y le pedí que viniera rápidamente a socorrernos. Ante mi consternación, me anunció que ellos también se encontraban en dificultades. Wish estaba arrinconado a la mitad de su pared rocosa, y era tan incapaz de ascender como de descender. Burley estaba completamente agotado; evidentemente, no estaba del todo aclimatado. En aquel momento iba a llamarnos en su ayuda. No había más que una solución. Jungle no tenía más que abandonar a Shute, quien, de todas formas, estaba retenido por el bastón de Jungle, para venir a socorrernos. Los tres iríamos luego a sacar a los otros de su penosa situación. Jungle tomo nota de estas consignas y nos dijo que llegaría. Espero no tener jamás que pasar por parecida prueba. Cada minuto me parecía una hora; cada hora, una eternidad. Bastaría un movimiento inconsiderado por mi parte para precipitamos a los dos, a Constant y a mí, al fondo del abismo. Mi nariz me picaba, pero no me atrevía a rascarme; pronto se me heló, pero no me atreví a frotarla. Tenía cada vez más frío. Constant, con quien podía conversar gritando, estaba en una situación no menos penosa. No estaba herido, pero tenía también frío y estaba tan inconfortablemente instalado como yo, si no más. Al cabo de algunos minutos, mi walkie-talkie se puso a zumbar. Era Jungle. Se había extraviado.
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