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Montañismo y Exploración
Al asalto del Khili-Khili
1 noviembre 1998

La montaña más alta del mundo no es el Everest, sino una que tiene más de catorce mil metros. Esta es la historia de su primer y único ascenso. Una novela que, además de divertida, es la única que trata al montañismo de forma sarcástica.







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CAPÍTULO XII NO LO BASTANTE ALTO
Al día siguiente, por la mañana, vi partir a Wish para el campamento III. Permanecí algún tiempo en mi saco de dormir meditando sobre su triste aventura. Qué extraño —pensé— que mis compañeros —con la excepción quizá de Shute, con el que aún no había tenido ocasión de charlar— hayan conocido experiencias tan insólitas y tan melancólicas. ¡Cuán poco se sospecha de los secretos que encierra el corazón humano! ¡Cuán raramente se adivina que un corazón roto se disimula detrás de una alegre sonrisa! Resolví que aquella sería una lección que no olvidaría; éramos todos compañeros en el sufrimiento. Decidí que jamás volvería a juzgar a nadie por su exterior, por impenetrable que pudiese parecer. En aquel momento Pong entró con mi desayuno. Al ver su apariencia impenetrable, comprendí de repente que él también era, después de todo, no más que un ser humano como nosotros. ¿Quién sabía qué sufrimiento, qué desolación se ocultaba detrás de aquel rostro aplastado y poco tranquilizador? Mientras sufría el suplicio del desayuno, medité sobre este problema. ¿No habíamos sido quizá poco caritativos con Pong? El pobre era el paría de la expedición. Nadie parecía amarle. Quizá su soledad fuese para él un intolerable sufrimiento. ¿No estaría deseando con todo su ser una palabra amable o una sonrisa? Este solo pensamiento me entristecía casi. Rechacé el plato y fui a la tienda de Pong. Lo encontré afilando un cuchillo sobre una piedra. No me concedió la más mínima atención. Al cabo de un momento, se puso a rallar un trozo de roca. Pensé que más valía dejarle acostumbrarse a mi presencia antes de entablar conversación con él; me senté, pues, y le observé. Después de haber cortado un pedazo de cuerda y haber picado menudamente un viejo calcetín, lanzó el todo en la marmita en la que cocía el pemmicam y removió la mezcla durante cinco minutos, añadiendo un poco de arena y de parafina a guisa de aderezos. Terminó por verter la mixtura en un plato, se echó un poco sobre un trozo de cuero y le hincó el diente. Vi la ocasión que buscaba. Después de haber atraído su atención por una tos discreta, designé el cuero; después mi boca. No pareció comprender lo que quería decir. Repetí mi gesto; después hice intención de masticar y sonreí, frotándome el estómago. Tendió su mano lentamente hacia adelante, como si no estuviera muy seguro de lo que yo quería. Cogí el trozo de cuero, le arranqué un bocado y después se lo devolví. Masticamos en silencio. Dejé que la situación se afirmara unos minutos; después tosí de nuevo. Encantado, vi que Pong ¡tosía también! Cogí una de sus cacerolas, y sobre la base, ennegrecida por el fuego, con la punta de un tenedor dibujé un grosero esbozo de novia yogistanesa. Designé sucesivamente con el dedo a Pong, después el dibujo, y alcé las cejas en una mímica interrogativa. No parecía haber comprendido. Continué alzando las cejas, y súbitamente el hizo otro tanto. Aproximó su rostro al mío y alzó las cejas al mismo tiempo que yo.

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