{"id":13499,"date":"2008-08-23T00:00:00","date_gmt":"2008-08-23T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=13499"},"modified":"2012-05-22T12:15:21","modified_gmt":"2012-05-22T18:15:21","slug":"en_bicicleta_por_el_pais_de_los_topes","status":"publish","type":"post","link":"http:\/\/montanismo.org\/2008\/en_bicicleta_por_el_pais_de_los_topes\/","title":{"rendered":"En bicicleta por el pa\u00eds de los topes"},"content":{"rendered":"

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¿A alguien en “su sano juicio” se le podría ocurrir viajar en bicicleta por la República Mexicana?<\/p>\n

Demasiados obstáculos en el camino, comenzando por los topes. Un país con una orografía complicada en el que cerritos, lomitas, sierras madres e hijas pueden hacer perder la paciencia a cualquiera. Un clima que brinda fuertes contrastes que van desde el calorón más insufrible hasta el frijolito de las zonas serranas, pasando por lluvias torrenciales durante varios meses del año. Distancias que para quienes venimos de países “tamaño compacto” nos parecen estratosféricas. Compartir la carretera con conductores que no están habituados a ver una bicicleta en su camino. Y, finalmente, una negra leyenda de robos y asaltos, que espantan al más osado.<\/p>\n

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¿Qué es lo que me motivó entonces a emprender un viaje en bicicleta de quince meses de duración y dieciséis mil kilómetros recorridos por el país de los topes? Pues como dirían mis amigos mexicanos: quién sabe… El caso es que desde que llegué por primera vez a México, allá por el año 2000, soñé que algún día recorrería en mi bicicleta aquellas mismas carreteras que observaba desde el confortable asiento del camión.<\/p>\n

Y llegó el momento de hacer los sueños realidad.<\/p>\n

Desembarqué en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México con una enorme caja de cartón que guardaba en su interior la que ha sido durante los últimos meses mi fiel compañera, a la que bauticé como “la rojigualda” en razón de los colores rojo y amarillo con los que fue pintada, no por mí sino por la fábrica Orbea.<\/p>\n

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Tras un largo periodo de aclimatación en “la ciudad de la esperanza” llegó el gran día. Sin ninguna ruta definida pero con numerosos mapas en mis alforjas, me aventé “al viva México”, a ver qué pasaba. Las primeras jornadas fueron duras. Yo jamás había realizado un viaje de largo recorrido en bicicleta (para ser más exactos, ni largo ni corto), mi condición física distaba mucho de la de un deportista y me encontraba en un país desconocido. Era un hombre vulgar y corriente que únicamente perseguía una quimera, un sueño que fui alimentando en el pasado y que comenzaba a enfrentarlo con la cruda realidad.<\/p>\n

Fiel reflejo de la ausencia de un rumbo determinado fueron las primeras pedaladas, mismas que me llevaron a rodear el Distrito Federal a través de los estados de México y Morelos. La ciudad de México aparecía ante mis ojos como un monstruo dormido al que era posible mirar desde cierta distancia pero sin acercarse demasiado para no importunarlo.<\/p>\n

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Una de cal y otra de arena. Experimenté la primera “derrota” cuando no logré acercarme tanto como deseaba a lomos de la rojigualda al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl, los majestuosos volcanes que en días particularmente claros podía admirar desde la ciudad de México. Sin embargo, con esa expresión tan mexicana de “sí se puede” instalada en algún lugar de mi mente logré acercarme hasta el Nevado de Toluca.<\/p>\n

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Cuando llegó el momento de elegir un nuevo rumbo, pues no era cuestión de seguir dando vueltas alrededor de la ciudad de México, decidí conocer el estado de Michoacán. No tenía idea de hacia dónde ir, busqué en mi mapa de carreteras las localidades que se citaban en la canción “Caminos de Michoacán” y tracé una ruta que pasaba por ellas. Por primera vez tenía una ruta más o menos definida.<\/p>\n

De Michoacán recordaré el hermoso espectáculo que representa el fenómeno migratorio de la mariposa monarca, la bella arquitectura civil y religiosa de la ciudad de Morelia, el Parque Nacional “Barranca del Cupatitzio” de la ciudad de Uruapan, la magia de Angahuan y el sorprendente paisaje en torno a la iglesia semi-enterrada del viejo San Juan Parangaricutiro.<\/p>\n

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De tierras michoacanas seguí a tierras tapatías y la ciudad de Guadalajara fue posiblemente la primera gran decepción que sufrí en mi camino. La supuesta capital del mariachi y otras expresiones típicamente mexicanas me pareció un monstruo que, al igual que los camiones del transporte urbano que circulan por sus calles, devora día con día a sus habitantes.<\/p>\n

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Una nueva canción, en este caso “Esos Altos de Jalisco”, me llevó a conocer una región que me causó una excelente impresión y que sirvió de puente para mi siguiente destino: la feria de ferias, la Feria Nacional de San Marcos de la ciudad de Aguascalientes.<\/p>\n

Fue tan alto el nivel de organización y la variedad de eventos que pude disfrutar durante mi estancia en la capital hidrocálida que, a pesar de las numerosas ferias que encontraría más tarde en mi camino, ninguna resultó comparable con aquella.<\/p>\n

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La ciudad de Aguascalientes resultó clave en el desarrollo posterior de mi recorrido por tierras mexicanas porque fue allí, en la Sala de Proyección IMAX del Museo Interactivo de Ciencia y Tecnología Descubre, donde tuve chance de ver un documental sobre Baja California, aquel mítico territorio que había alimentado tantas fantasías.<\/p>\n

Mi condición física iba mejorando día con día y tuvo que enfrentar la dura prueba que supuso pedalear por las carreteras del estado de Zacatecas, lugar que resultó muy montañoso. En Zacatecas encontré, en conjunto, las gentes más nobles de todos los estados que llegué a conocer y su capital me pareció un lugar fascinante, con todos aquellos callejones que invitaban a ser descubiertos.<\/p>\n

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Hasta el lugar donde confluyen los estados de Zacatecas, Jalisco y Nayarit acudí con el deseo de conocer a los huicholes, en mi opinión uno de los grupos indígenas más interesantes de México. Sin embargo, una vez allí, o mejor dicho en las poblaciones mestizas (Mezquitic, Huejuquilla El Alto) a las que los huicholes acuden a comerciar, aprendí una lección importante: las comunidades indígenas no son lugares para ir a dar la vuelta, no podemos pretender acercarnos a ellas sin un compromiso serio por nuestra parte. Los indígenas no necesitan nada de nosotros y nuestra irrupción en sus vidas les ocasiona, la mayoría de las veces, más perjuicios que beneficios.<\/p>\n

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Con la lección aprendida seguí mi camino y regresé por segunda ocasión a “la ciudad amable”, Guadalajara, aquélla a la que había criticado con dureza en la narración de nuestra bici-pato-aventura. Guadalajara era punto de paso en mi camino hacia tierras nayaritas, el estado que, si reparamos en su silueta, podremos compararlo con la figura de una mujer preñada.<\/p>\n

Pero el camino hacia Nayarit no estaría exento de incidentes, cuando todavía en tierras jaliscienses, sufrí el primer y único accidente carretero, mismo que se saldó con leves daños físicos y materiales y que se curó con unos tragos de tequila en la población del mismo nombre.<\/p>\n

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De aquel mi primer paso por territorio del rey Nayar recordaré especialmente a los habitantes de la pequeña isla de Mexcaltitán honrando a San Pedro y San Pablo, representados por dos jóvenes a bordo de sendos bici-carros.<\/p>\n

La tierra de la música de banda por excelencia, donde ni siquiera las balaceras interrumpen los acordes de la banda, me recibió con mucha alegría. Me encontraba en Sinaloa, tierra de hombres bravos y de niños cuyas canciones de cuna preferidas son los narcocorridos (creo que los mexicanos me han contagiado su habitual tendencia a la exageración).<\/p>\n

En Sinaloa encontré el centro turístico más agradable del Pacífico Mexicano: la ciudad de Mazatlán. Además, fue allí donde un siete de julio de 2003, día de San Fermín, embarqué con todo y rojigualda a la ciudad de La Paz (BCS).<\/p>\n

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Conforme nos acercábamos a la Península a bordo del barco recibí una probadita de aquel territorio inhóspito pero no fue sino hasta llegar a La Paz cuando descubrí la otra cara de la moneda: estaba cariñoso aquello de disfrutar en vivo y en directo de aquellos paisajes.<\/p>\n

En Los Cabos sentí un irrefrenable deseo de comprar un cuerno de chivo y “hacer un poco de justicia” Además de la “opción violenta”, me planteé regresar a Mazatlán a comprar un cachito de lotería y esperar que la diosa fortuna se aliase conmigo para poder retornar nuevamente a la península. Sin embargo, la decisión que finalmente adopté fue aprovisionarme de ocho litros de agua y pedalear hacia el norte como alma que lleva el chamuco.<\/p>\n

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De mi paso por el sur de Baja California recordaré los oasis de La Purísima, San Isidro, San Miguel de Comondú, San José de Comondú y San Javier; la sierra que me hizo “gigante”; la arquitectura de Santa Rosalía y poquito más. Creo que la lista sería más larga si enumerase las cosas que desearía olvidar.<\/p>\n

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En Guerrero Negro, una vez aclimatado a las generosas temperaturas que aquel mes de julio del año 2003 tuve oportunidad de padecer en el sur de Baja California, seguí pa’l norte y entre cirios, lirios y colirios llegué a Tijuana, “la ciudad de los peligros”, una ciudad que me pareció interesante por sus contrastes y sus mezclas.<\/p>\n<\/div>\n

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En Tijuana comenzaba esa alargada línea fronteriza que separa-aísla-incomunica a mis hermanos mexicanos de sus vecinos, “los hijos de Bush”. El Río Bravo no entiende de visas láser ni de largas horas de permanecer formado para ser sometido a un interrogatorio en el que el poderoso decide si uno es digno o no de penetrar en su territorio. El río acoge a gente brava dispuesta a todo para hacer grande a su vecino.<\/p>\n

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Jóvenes con el temor reflejado en sus rostros, las cruces que recuerdan a quienes no se les hizo, las casas que esconden a los mexicanos en su propio país… éstos son mis recuerdos fronterizos.<\/p>\n

Cuando por fin logré salir de Baja California y llegué a San Luis Río Colorado (Son.) me bajé de mi bicicleta y, a la usanza del Santo Padre Vaticano, besé la tierra que tenía a mis pies. Sin embargo, pronto descubrí que había pasado de Guatemala a Guatepeor. El norte del estado de Sonora no resultó ser el paraíso que anhelaba y me recetó, como primer plato, un desierto que a puntito estuvo de atragantárseme: el desierto de Altar.<\/p>\n

No fue sino hasta llegar a la capital del estado (Hermosillo) cuando pude respirar tranquilo, no porque allí se respirase un clima más benigno sino por la gran cantidad de muchachas hermosas que me obligaban a voltearme a su paso y desear respirar el aroma que desprendían aquellas flores lozanas.<\/p>\n

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El Grito de Independencia (16 de Septiembre) me agarró en Guaymas y, además de los conocidos vivas a los héroes patrios, yo también grité de coraje recordando a los comerciantes californios, a los paisajes desérticos, a los gringos mal educados y a los traficantes de esclavos.<\/p>\n

Al llegar a Los Mochis (Sin.) necesitaba urgentemente una terapia, un periodo de rehabilitación, una dosis de vegetación, un lugar donde dormir arropado con una cobija. Es tan singular la relación que existe entre los vascos y las montañas que todo aquello sólo lo podía encontrar en un lugar: la Sierra de Chihuahua.<\/p>\n

Y así fue como un buen día aparqué la bicicleta, me subí a un tren y descubrí un lugar mágico: Estación Divisadero, donde encontré la mejor medicina para curar mis males, recargar baterías y llegar a la conclusión de que aquel lugar sería algún día, aunque no en aquel preciso momento, el destino final de nuestra bici-pato-aventura.<\/p>\n

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Tras el paréntesis chihuahuense llegó la hora de regresar a la carretera y seguir la costa del Pacífico a su paso por tierras sinaloenses y nayaritas. Fue tanto el celo que puse en seguir aquella línea costera que terminaron por cruzarme la boca (de Teacapan), límite natural entre los estados de Sinaloa y Nayarit.<\/p>\n

Regresar a tierras de Jalisco era para mí como volver a casa. La carretera costera poco se parecía a un andador turístico y del esfuerzo que tuve que realizar para superarla quedó la constancia de mis gotas de sudor regadas por el piso.<\/p>\n

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Sin regarla del todo llegué a un nuevo estado: Colima. Un estado chiquito pero con mucha sustancia y en su capital encontré la ciudad posiblemente más agradable de todas cuantas he conocido a lo largo de mi periplo por la República Mexicana.<\/p>\n

Nuestra bici-pato-aventura se contagió con la música del Mariachi Vargas, se impregnó de un toque “intelectual” cuando pedaleamos siguiendo las huellas del escritor mexicano por antonomasia: Juan Rulfo y ascendió a las alturas del volcán Nevado. Y todo ello en el sur de Jalisco, mi querido estado de Jalisco.<\/p>\n

Tras este viaje interior, y con la costa del Pacífico nuevamente como fiel aliada, llegó el momento de descubrir la costa michoacana. Si bien casi todos los estados de la República, que tienen su cachito de costa bañado por las aguas del océano Pacífico, cuentan con al menos un destino de playa con centro turístico asociado, en el caso de Michoacán, no existe tal y lo que encontré en mi camino fue una sucesión de lugares muy lindos donde son las propias comunidades asentadas a la orilla de la costa las que todavía mantienen el control sobre la explotación de sus recursos.<\/p>\n

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A la costa michoacana le siguió la de Guerrero y fue en Acapulco donde tomé la determinación de seguir viajando con rumbo sur, regresar a Puerto Escondido, descubrir Zipolite, conocer el istmo de Tehuantepec y desechar la idea de finalizar nuestra bici-pato-aventura en el mero lugar donde había iniciado: la ciudad de la esperanza (México D.F.). Sólo faltaba un mes para Navidad y deseaba disfrutar aquellos días un tantito alejado de los centros comerciales, de la publicidad bombardeando con mensajes acerca de un mundo mejor siquiera por unos días, de las tarjetas de felicitación firmadas por Banamex, Telmex y Comisión.<\/p>\n

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Decidí que un buen lugar para escapar de todo aquello podría ser el estado de Chiapas, donde los hombres y mujeres del color de la tierra. Y fue así como seguí la línea costera hasta llegar a la Frontera Sur. Llegar a Ciudad Hidalgo (Chis.) supuso unir las fronteras norte y sur de México, completar doce mil kilómetros de recorrido y constatar lo absurdo de los límites geográficos, “de las fronteras humanas, no las del misterio”<\/p>\n

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Con lluvia, viento y frío como compañía escalé la Sierra de Chiapas y un buen día llegué a San Cristóbal de las Casas, el lugar donde había decidido pasar las fiestas navideñas, en compañía de unos pocos mexicanos y unos muchos europeos que habían llegado atraídos por el décimo aniversario (1994-2004) del levantamiento zapatista.<\/p>\n

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Los zapatistas, que casi siempre hacen lo contrario de lo que la gente cree que van a hacer, decidieron celebrar sus diez años de lucha y rebeldía en sus casas, de modo que no hubo en San Cristóbal marcha de pasamontañas.<\/p>\n

Contabilizando un breve viaje de ida y regreso (en camión) a “la ciudad de la esperanza” para ver si los Santos Reyes se habían mochado con algo, durante casi un mes me olvidé de pedalear, de desmañanarme y de batallar con la rojigualda por “el país de los topes” Tanta inactividad y los placeres de “la vida burguesa” me pasaron factura cuando regresé a mi segundo hogar (la carretera) y decidí poner tierra de por medio.<\/p>\n

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Me despedí del estado de Chiapas, vía Palenque, con una sensación agridulce. Yo había llegado a este país enamorado del sur y, sin embargo, sentía un irrefrenable deseo por regresar al norte. En aquel momento creía sentirme mejor escalando montañas que “abriéndome paso a golpe de machete” en la selva, abrazando con mis manos una taza de café calientito que buscando una tiendita donde comprar una soda helada, tomando un sorbito de tesgüino en lugar de posh.<\/p>\n

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No quise ver a mis amigos mayas de la península de Yucatán alimentándose de las migajas del pastel que les “regalan” los gringos y, tras un meteórico paso por tierras tabasqueñas, me adentré en el estado de Veracruz a ritmo de carnaval, de sierra, de playa y de muchachas hermosas.<\/p>\n

Había logrado llegar a Tampico (Tamps.), el supuesto lugar de origen del sub-comandante Marcos. Aquello había que celebrarlo de algún modo y no se me ocurrió mejor forma que seguirle a Ciudad Victoria (Tamps.). Había que tomar una decisión: elegir entre “las fronteras humanas” (Matamoros, Reynosa, Nuevo Laredo) o “las del misterio”. La experiencia en la línea fronteriza que va desde Tijuana (BC) hasta Sonoyta (Son.) me había proporcionado ya una probadita de las humanas así que opté por las otras: las del misterio, y le seguí para Monterrey (NL).<\/p>\n

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Entrar y salir subido en una bicicleta a la capital regiomontana, la segunda más grande de la República después de la ciudad de México, tuvo “su misterio” pero esta palabra cobró verdadera magnitud en mi paso por tierras del estado de Coahuila. Allí estaba la gente linda y sencilla del norte, dispuesta a robarse un cachito del corazón del güerito. Qué intenso fue el deseo de quedarme entre aquella gente tan noble. Pero debía continuar tras las huellas del misterio, abrir y cerrar puertas, negarme a penetrar en la Zona del Silencio, regresar otra vez a la capital del estado grande y buscar la muerte (de nuestra bici-pato-aventura, no la mía) en la Sierra donde habitan “los hombres de los pies ligeros”<\/p>\n

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La Sierra Madre Occidental me acogió en su regazo, le mostré mis respetos y solicité su permiso para explorarla en su cachito por tierras chihuahuenses.<\/p>\n

Estación Creel, kilómetro 16,000 de nuestra bici-pato-aventura. Esta vez sí, el final de este viaje. Pero, al mismo tiempo, el comienzo de algo, porque “la vida se mide en viajes” y lo único que nos queda cuando nos cae la pelona son los caminos recorridos, las experiencias vividas, las anécdotas y, sobre todo, las enseñanzas del camino.<\/p>\n<\/div>\n

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Se conoce más mientras más lento se vaya, pero si las distancias son grandes, un vehículo puede ayudar. Facun Rekondo decidió viajar por todo México en bicicleta sin tener experiencia previa. El resultado: 16 mil kilómetros de vivencias de todos tipos y un vocabulario impregado de mexicanismos. <\/p>\n<\/td>\n

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