{"id":12239,"date":"2004-11-16T00:00:00","date_gmt":"2004-11-16T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12239"},"modified":"2004-12-17T00:00:00","modified_gmt":"2004-12-17T00:00:00","slug":"que_triste_llegar_a_viejo","status":"publish","type":"post","link":"http:\/\/montanismo.org\/2004\/que_triste_llegar_a_viejo\/","title":{"rendered":"¡Qué triste llegar a viejo!"},"content":{"rendered":"
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“¡Qué triste es llegar a viejo, pero más triste es no llegar!” <\/p>\n

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Quien lo dice es Carmelo Hernández, un hombre de unos sesenta años. Es de Campeche, pero hace 27 que abandonó su tierra natal porque “no aguantaba a la vieja”. La dejó sola con ocho hijos. Llegó a Tamaulipas y a los nueve meses se volvía a casar. Pero hace años que también abandonó a su mujer con tres hijos más y ahora vive en la entrada a la Laguna Madre, ahí donde el agua salobre se mezcla con la salada, en una cabaña de madera y cartón que está pegada a la escollera. <\/p>\n

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—¡Qué triste es llegar a viejo, pero más triste es no llegar! Si le contara, amigo, todo lo que es llegar a viejo. La vieja no me aguanta porque no quiere que tome. Ya no puede estar uno con ninguna mujer, ya las fuerzas se acaban, ya se va quedando uno solo. Por eso ¡qué triste es llegar a viejo, pero más triste es no llegar! <\/p>\n

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Su cabaña está a pocos metros del agua y dice que cuando pasó el huracán Gilberto, tuvo que aguantar trepado en las rocas. El agua lo había inundado todo y le llegaba a los pies aún trepado ahí. Debió tener frío, pero ahora lo que tiene es calor y ganas de platicar. Su vida, dice, es un fracaso, pero “¿qué le va uno a hacer? Hay que seguirle. Yo por eso tengo muchos amigos que vienen aquí a pescar. Hasta el diputado viene y me encarga que le haga mariscos de comer”. <\/p>\n

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Yo lo escuchaba, embelesado. Las historias de la gente siempre me han parecido importantes y las de los hombres que están a la orilla del mar, un tanto misteriosas. nadie puede imaginar lo que ellos pasan en el mar para conseguir su carga de pesca. Lo cuentan, claro, pero son más abiertos cuando quien lo pregunta es alguien que viene del mar, como nosotros ahora. Por eso, Carmelo se desgarra a sí mismo, palabra por palabra. <\/p>\n

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“Ya una vez fui a Campeche y encontré a mi hija. Ya está casada y tiene hijos grandes. No me conocía. Duré poco tiempo y cuando llegué acá, no aguanté a la vieja, que no quiere que tome, y me vine a mi casa. Ái le mando unos cincuenta pesos cuando hay.” <\/p>\n

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Lo habíamos dejado para seguir navegando por dentro de la Laguna Madre, la más extensa de todo México. Remar ahí era muy tranquilo. Claro que había olas, pero no tanto movimiento como en el mar, donde uno debe estar atento todo el tiempo. Esa noche dormimos en un caserío de pescadores. Olor a pescado, a grasa, a fritura y las casitas de cartón llenas de hollín. Casas temporales. Nosotros nos refugiamos de los mosquitos dentro de la tienda. Los mosquitos… se nos habían olvidado. El viento del mar los ahuyentaba pero aquí todo es más tranquilo.<\/p>\n

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Al otro día seguimos por la Laguna Madre. Enorme. Por muchos lados, lanchas y, en tierra firme, pueblitos de pescadores. Nos orillamos a uno para recargar agua. Niños que salían de la escuela, hombres que bebían cerveza esperando la salida a la pesca, mujeres en sus casas, una o dos tiendas en el pueblo de tierra lodosa y las lanchas de pesca. Ahí estaba toda su razón de ser. <\/p>\n

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Esa noche dormimos en una isla. Andrés se había empeñado en dormir en una quizá para sentirse náufrago, y lo pagamos todos porque las islas son de lodo blando. Dormimos a casi dos metros por encima del agua y seguía siendo blando: el manglar había permitido que la isla creciera. Yo vi una liebre corriendo y eso que era una isla muy pequeña, la penúltima de la Laguna. <\/p>\n

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Por la noche me fui a platicar con los pescadores. En la oscuridad, debía dirigirme a ellos por sus voces. Pertenecían a una cooperativa y pescaban un diminuto camarón. Debían llevar al menos cien kilos o habrían gastado más en el viaje que lo que ganaran de la pesca. Llevaban dos días y apenas tenían un cajón lleno. Veinte kilos. Iban a sus trampas casi cada dos horas y las revisaban pero no había nada. <\/p>\n

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Había surada desde hacía dos días. Con este viento del sur había “marea” y la laguna “se vaciaba” en el sur y se iba al norte. Ya no habíamos comprobado: para llegar a la isla tuvimos que bajarnos del kayak y caminar por lodo hasta la mitad de la pierna y llegar a tierra firme, aunque lo de “firme” sea casi una ilusión. <\/p>\n

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“Sería mejor que cruzaran la barra y se fueran por mar o van a seguir batiendo lodo.” <\/p>\n

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Una hora después, cuando regresaba a la tienda, presté atención a un ruido fuerte que siempre había estado ahí pero que no había escuchado. Como turbina de avión, el mar lamía una y otra vez la playa de esa angosta franja de tierra. “¿Cómo puede resistir tan angosta franja de tierra tanto? ¿Y si hay huracanes?” El norte nos había llenado el cuerpo de arena. Una pequeña franja de tierra detenía al mar y formaba la mayor extensión acuática de México, a cuya entrada estaba Carmelo Hernández y en cuyo interior pescaban camarones diminutos. ¿Cómo fue esto hace cientos de años? <\/p>\n

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